Greta Garbo, un misterio que perdura
"¡Garbo habla!", se anunciaba cuando el sonoro permitió a la estrella sueca hacer oír su voz inolvidable en Anna Christie (1930). "¡Garbo ríe!", se repitió la fórmula nueve años después, cuando a la esfinge nórdica que sufría como nadie por amor le llegó la hora de la comedia con Ninotchka . De la misma manera podría proclamarse "¡Garbo vive!", cada vez que las películas que interpretó regresan a su ámbito natural -la penumbra de una sala de cine- y renuevan el extraño fenómeno de su magnetismo, ese misterio cuya clave no han podido descifrar las biografías, documentadas o chismosas, que han venido multiplicándose desde su retiro en 1941 y todavía más desde su muerte en 1990. Y no han podido hacerlo porque las palabras nunca alcanzan a atrapar y explicar el milagro, o porque el milagro de Greta Garbo está en el cine, en esa presencia ilusoria pero viva, hecha de la misma materia incorpórea de los sueños. El mito perdura y su hechizo es inagotable. "Su belleza es inmortal", confirmó Ingmar Bergman después de encontrarse con ella, ya madura, durante el retiro de la actriz. Por eso siempre es tiempo para volver a rendirse a ese hechizo, o para conocerlo. Para comprender que lo que resulta memorable en un film de Garbo es ella misma, su personaje de mujer desencantada del mundo, pero dispuesta a sacrificar todo por amor.
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En otros tiempos, antes del VHS y el DVD, cuando todavía el cine no había sido atrapado por la voracidad del consumo, existía la buena costumbre de los reestrenos y entre ellos nunca faltaban algunos de los títulos más famosos de Greta. Para compensar esa ausencia, la Cinemateca acaba de incluir en su programación del mes próximo el ciclo Garbo en América con diez de sus films, entre los que junto a los infaltables -como La dama de las camelias (George Cukor, 1936); Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939), Anna Karenina (Clarence Brown, 1935) o Reina Cristina (Ruben Mamoulian, 1933)- aparecen otros menos accesibles y algunos que a estas alturas ya resultan casi rarezas.
Veamos. Tres de ellos pertenecen al período anterior al sonoro. La tierra de todos ( Temptress , Fred Niblo, 1926) fue la segunda película norteamericana de Garbo, y la que consolidó su magnetismo y su autoridad en el papel de vampiresa irresistible que destruye a cuantos hombres se le acercan, uno de los cuales, el galán del que está enamorada, es un arquitecto argentino al que conoció en París. Parte de la acción transcurre en una presunta Argentina en esta versión de Sangre y arena , de Blasco Ibáñez, autor que, curiosamente, también había inspirado el film con el que debutó en los Estados Unidos, Entre naranjos ( Monta Bell , 1926).
En La dama misteriosa (Fred Niblo, 1929) es una espía rusa, reservada y distante, que entra en conflicto cuando se enamora del oficial austríaco al que debía sustraerle información secreta. Hay quien dice que en manos de Josef von Sternberg este folletín pudo haber dado origen a un gran film, si bien Niblo acertó al valorizar el fascinante magnetismo de la protagonista, lo que no es poco.
La tercera película muda, más conocida, es El demonio y la carne (Clarence Brown, 1926) y allí la cautivante Greta es la seductora que convence a un joven teniente para que la libere -duelo mediante- de su marido; se casa después con un amigo del militar y empuja a los dos hombres a decidirse entre la amistad y la pasión. Fue tan grande el éxito del film -probablemente el mejor de todos los que la sueca compartió con John Gilbert- que decidió a la Metro Goldwyn Mayer a hacer todos los esfuerzos posibles para que ningún otro estudio le arrebatara a su estrella. Y lo logró, hasta su retiro.
Pero Greta vive en las imágenes. Da un poco de envidia pensar que habrá quienes sólo ahora experimentarán el inmenso placer de descubrirla.
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