Geraldine Chaplin: "Me siguen llamando por ser la hija de Chaplin"
A sus vitales 73 años, la hija de "Carlitos" filmó en La Angostura con Arturo Puig y Juana Viale, y quedó impactada por el paisaje
"El cine llegó a mi vida un poco por casualidad", dice Geraldine Chaplin . No es común que los hijos de grandes artistas admitan sin tapujos que un apellido famoso suele abrir muchas puertas, pero esta mujer de 73 años que derrocha vivacidad y simpatía no tiene reparos en contarlo. "Yo soy actriz gracias a eso -remarca-. No tenía una vocación muy definida y un día me di cuenta de que ser la hija de Charles Chaplin me podía facilitar mucho las cosas. Y en efecto fue así. Muy pronto apareció un agente que me consiguió una película con Jean Paul Belmondo -Secuestro bajo el sol (1965), de Jacques Deray- y ese mismo año hice Doctor Zhivago con David Lean, la película que hizo que me enamorara definitivamente de este trabajo".
Pasaron más de cincuenta años de aquellas primeras experiencias y Geraldine tiene a esta altura una carrera que impresiona: participó en cerca de setenta películas, fue nominada tres veces para los Globo de Oro y trabajó con directores de la talla de Martin Scorsese, Robert Altman y Carlos Saura (con quien estuvo unida sentimentalmente unos años y tuvo un hijo, Shane).
Ahora llegó a la Argentina para sumarse al rodaje de Camino sinuoso, largometraje de Juan Pablo Kolodziej en el que también trabajan Arturo Puig, Gustavo Pardi y Juana Viale.
El rodaje se llevó a cabo en Villa La Angostura, un paisaje que la impactó especialmente: "Nunca en mi vida me ha impresionado tanto un lugar -asegura-. Y eso que he viajado mucho por todo el mundo... Ya me habían dicho muchas veces que el de la Patagonia es un paisaje muy hermoso, pero no imaginaba algo como lo que vi. Es una fiesta de colores: flores rojas, retamas amarillas, montañas con picos nevados, un cielo de un azul único... No había tenido ganas de abrazar a un árbol hasta que llegué a este lugar. Es, de verdad, lo más lindo que he visto en mi vida".
La vida de Geraldine estuvo marcada por la cambiante relación con su padre, una figura mítica y también un personaje especial puertas adentro, según cuenta ella: "Era una persona severa, estricta, un victoriano -explica-. Estuvimos ocho años sin hablarnos. Pero también era alguien muy presente, muy preocupado por todos sus hijos. Solía deprimirse en Navidad porque vivíamos en la opulencia y él recordaba siempre la pobreza que vivió en su infancia. Mientras abríamos los regalos del arbolito, él decía que en cada Nochebuena recibía apenas una naranja. Yo era muy joven cuando nos distanciamos, tenía 14 años. Cuando cumplí 21 nos reconciliamos y las cosas anduvieron mucho mejor de ahí en más. Es más problemático cuando tenés ese tipo de disputas a los 40 años, como le ocurrió a mi mamá (Oona O'Neill, hija del dramaturgo Eugene O'Neill). Su padre no quiso saber más nada de ella cuando se casó con Charlot porque él tenía 53 años y ella 17. Cosas de aquella época...", reflexiona Geraldine, quien tiene también una hija (llamada Oona en homenaje a su madre) con el fotógrafo chileno Patricio Castilla.
-Usted dice que ser hija de Chaplin fue una ventaja para el desarrollo de su carrera. ¿Nunca se transformó en una presión extra?
-Para nada, porque ser actriz no fue un mandato, sino una elección. Yo de muy pequeña quería ser bombera, soñaba con apagar incendios [risas]. Y luego, unos años más tarde, bailarina. Pero no tenía muchas condiciones: bailaba muy bien en mi cabeza, pero el cuerpo no decía lo mismo. Ahí pensé que un apellido famoso podía ayudarme y así fue. Elegí un poco por capricho y todo me resultó muy fácil. Quizá suene terrible, pero es la verdad. Me siguen llamando por ser la hija de Chaplin, de hecho. Ya lo he asumido y no lo veo como una carga. Mi padre es una figura icónica. Existe el adjetivo "chaplinesco" y en España, donde viví muchos años, se habla de "chaplinadas". Ahora bien, luego de tener esa suerte, creo que yo he conseguido desarrollar una buena carrera con mi propio esfuerzo. Y todo el mundo me quiere porque mi papá era alguien muy querido, también. No era, por citar un caso opuesto, Henry Fonda, odiado por su propia familia. Mi padre no sólo era uno de los hombres más conocidos del mundo, sino también uno de los más queridos y respetados.
-¿Tuvo la misma relación con sus dos padres?
-No. Me llevaba mucho mejor con mi madre. Ella era una persona estupenda, única, más graciosa y sensible que mi padre, incluso. La extraño mucho. A mi padre lo extraño menos porque lo veo todo el tiempo, está en todas partes. Mi padre era tan rígido porque era un victoriano. Había nacido en 1889, así que era lógico que fuera así. Se enojaba cuando yo era joven y quería maquillarme, por ejemplo. Pero debo admitir que fui muy rebelde y que no me gustaría tener una hija como yo.
-¿Aquellas diferencias tuvieron alguna repercusión, marcaron su personalidad?
-Me parece que no. Hoy me río con cariño de todo aquello. Aunque he vivido algunas situaciones realmente excéntricas. En una oportunidad, ya teniendo más de 20 años, estábamos en una cena familiar y uno de mis hermanos dijo que iba a llevarme a bailar a una discoteca. La respuesta de mi padre fue lacónica: "Bueno, que vaya, total ya no es virgen". Pero hoy lo entiendo y también valoro que se haya preocupado porque tuviera una vida feliz y una carrera decente. Me aconsejaba para que tomara en serio mi trabajo y evitara las tentaciones de la farándula.
-¿Se ha preguntado, más allá de todo lo que cuenta en cuanto a facilidades que tuvo, de una manera más profunda por qué es actriz?
-No, nunca me lo he preguntado y quizá sea un buen momento para hacerlo. Al principio pensaba que era mejor opción que trabajar en otra cosa o vivir del dinero de mi familia. Pero luego me enamoré de la profesión. Hoy es lo que me da el pan de cada día. Y no hay nada que me guste más. Quizá la lectura... Soy una gran lectora, lo disfruto mucho. Tengo una amiga que trabaja en una editorial y me pasa bolsas con materiales que le llegan de autores que buscan su primera publicación. Y los leo con mucho interés. Mis favoritos de los más famosos son J. M. Coetzee y Doris Lessing. Leo exclusivamente en inglés, aunque domine también el francés y el español. Yo nací en California, pero viví en España y en Francia, así que hablo esas tres lenguas. Sin embargo, mi vocabulario se ha ido reduciendo por los efectos de esa mezcla. Mi actual marido, que es chileno, también habla esos tres idiomas. Cuando no recordamos cómo se dice algo en uno, lo decimos en otro, lo que arma una especie de cocoliche horrible. De los tres, prefiero el inglés.
-¿Siente que tiene alguna identidad?
-No, sinceramente no podría decir eso... He pensado algunas veces en escribir, pero para eso debería tener raíces y yo no las tengo. He viajado mucho y me siento una ciudadana del mundo. Curiosamente me siento latina, aunque no tengo una gota de sangre de ese origen, hasta donde sé. Hoy vivo en Corsier-sur-Vevey, una comuna suiza del cantón de Vaud donde está sepultado mi padre. Llegué ahí un poco por casualidad. Después de la muerte de mis padres hubo que repartir entre once hermanos de tres matrimonios distintos y ninguno quería la casita de este lugar, así que la tomé yo.
-¿Esta Europa es muy distinta de la de su juventud?
-Es más conservadora, pero porque el mundo es más conservador también. Todo se ha vuelto bastante catastrófico, además. Europa es, sobre todo, muy vieja. Yo también lo soy, pero no tanto [risas]. Como vivo del cine, puedo decir con conocimiento de causa que la energía nueva está en América latina. Por eso me entusiasma mucho venir a filmar aquí. Y voy a todos los festivales latinoamericanos a los que me invitan porque gracias a eso he visto muchas obras maestras. Una que recuerdo especialmente es Te prometo anarquía (2015), de Julio Hernández Cordón, un director nacido en Carolina del Norte pero de padre mexicano y madre guatemalteca. También me encantó El club, del chileno Pablo Larraín. Yo quiero trabajar en América latina más que en Europa o los Estados Unidos.
-¿Hay muchas diferencias en el estilo de trabajo entre una película europea y una de América latina?
-Hay buenos y malos directores, esa es la principal diferencia. Puede haber más o menos dinero, pero si falla la dirección todo se hace cuesta arriba. Yo nunca he tenido problemas para trabajar con directores muy jóvenes, desconocidos. Me gusta experimentar. Por eso también hice una cantidad importante de basuras [risas].
-¿Cuáles cree que son sus mejores trabajos, sus favoritos?
-Tengo un trabajo favorito de cada época de mi vida. Hubo un momento, a mediados de los 70, en el que estaba trabajando con Altman, Saura y Jacques Rivette en películas tan geniales como Nashville, Cría cuervos y Noroît. En distintos continentes y en idiomas diferentes, también. Cada uno de ellos me veía de una manera distinta. Para Saura era una solterona neurótica; para Altman, una inocente graciosa, y para Rivette, una mujer dramática y misteriosa.
-Se ha cruzado con grandes estrellas a lo largo de su carrera. Elija alguna situación que recuerde especialmente.
-Ufff, hay muchas. Ahora me viene a la mente Una condesa de Hong Kong, la última película que dirigió mi padre, en 1967. Ahí aparezco bailando con Marlon Brando, peinada por la mismísima Sophia Loren, que era protagonista, y dirigida por Charlot. ¿Qué más se puede pedir?
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