Narrado desde una mirada etnográfica y con espléndidas imágenes en blanco y negro, el largometraje captura detalles de vida cotidiana, los usos y las costumbres de un grupo de pobladores de los Valles Calchaquíes
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Gaucho gaucho (Argentina-Estados Unidos/2024). Fotografía y dirección: Gregory Kershaw y Michael Dweck. Edición: Gabriel Rhodes. Distribuidora: Jolt Film. Duración: 85 minutos. Calificación: apta para todo público. Nuestra opinión: muy buena.
Gaucho gaucho es una experiencia atípica. Realizado por dos expertos documentalistas estadounidenses en el corazón del monte salteño, funciona a primera vista como un retrato nada casual y deliberado de la vida cotidiana de un grupo de paisanos, genuinos habitantes de un lugar de costumbres arraigadas y tradiciones profundas que cambian muy poco cuando se transmiten de generación en generación.
No hay nada artificial en la captura de cada uno de esos momentos. Vemos a ese puñado de gauchos mientras arrean ganado, juegan al truco, recorren distancias interminables y comparten rituales familiares o sociales (asados, domas, jineteadas). Todo es capturado por la cámara de Gregory Kershaw y Michael Dieck con espíritu etnográfico, sana curiosidad y respeto profundo por lo que está ocurriendo dentro del cuadro.
Pero al mismo tiempo, Gaucho gaucho surge de un delicadísimo y preciso trabajo previo de encuadre, imagen y sonido propia de algún relato de ficción. Aunque se integra de una manera natural al relato, cada escena (por lo general planos fijos en los que transcurre la acción) adquiere vuelo propio a partir de la extraordinaria belleza visual con la que es presentada. El paisaje es lo que deslumbra ante todo, pero también lo hacen las herramientas y los elementos concebidos por el hombre que se integran a la escenografía natural. Por eso esta película (disponible solo en los complejos de la cadena Cinépolis) merece verse de manera excluyente en pantalla grande.
Siempre existe en estos casos el riesgo de que una imagen tan expresiva adquiera suficiente valor por sí misma como para eclipsar al resto y despojar de significado a todo lo que ocurre en el cuadro. Pero Kershaw y Dieck, también artífices de la magnífica fotografía en blanco y negro, tienen sensibilidad de sobra como para no descuidar el cuadro mientras se esmeran en configurar un marco tan acabado.
En todo caso, podría decirse que los realizadores buscan con ese encuadre casi perfecto darle el mayor sentido posible a lo que allí se narra. A favor de ellos hay que reconocer que la espontaneidad de los paisanos consigue esa deseada búsqueda de espontánea naturalidad. Sobre todo cuando la cámara se detiene en tres figuras: la primera es Guada Gonza, una muchacha de singular expresividad que quiere ganarse un lugar en un mundo de destrezas masculinas directamente vinculada a los caballos. Descubrimos sus sueños, vemos cómo aprende a los magullones (en una secuencia pequeña y ejemplar al mismo tiempo en el uso del fuera de campo) y al final de qué manera siente su pequeño gran triunfo.
Los otros dos son un padre y su pequeño hijo, que en una sucesión de cuadros comparten varias conversaciones y prácticas en las que se transmiten algunos usos y costumbres necesarias para la vida de un gaucho. Es extraordinario el retrato de esos pequeños diálogos y la felicidad que surge de ellos, sobre todo cuando el chico empieza a aplicar las enseñanzas paternas y el legado se confirma y perdura a partir de ellas.
Reconocidos y muy apreciados en el mundo del documental por su película anterior, The Truffle Hunters, sobre un grupo de veteranos buscadores de trufas en el norte de Italia, Kershaw y Dieck esta vez eligieron instalarse en Animaná, San Carlos y otros enclaves de la región de los Valles Calchaquíes para atrapar su agreste belleza, la aridez de un suelo necesitado de lluvias, los contornos montañosos y el retrato de un grupo de personas que tratan de conservar sus costumbres con plena conciencia de que cada vez serán menos quienes lo hacen.
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