François Truffaut, el hombre que amaba a las películas más que a su propia vida, cumpliría 90 años
El gran director francés, que desde el comienzo de su carrera, con Los 400 golpes, escribió en el cine su propia autobiografía, murió con apenas 52 años, en 1984
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La vida activa de François Truffaut como director empezó en 1959, año de estreno de su colosal ópera prima, Los 400 golpes, y se cerró en 1983. Confidencialmente tuya fue su última película. En esos 24 años hizo 21 largometrajes. Podríamos agregar un par de cortos filmados entre 1954 y 1959 y nos quedaría todavía más clara la presencia de un artista de creatividad inagotable.
Ahora que lo recordamos al cumplirse 90 años de su nacimiento, ocurrido el 6 de febrero de 1932 en París, también podríamos preguntarnos cuántas películas más hubiese hecho de no haber fallecido tan pronto, cuando tenía apenas 52 años.
Por lo que dijo uno de sus grandes admiradores, Steven Spielberg, podemos deducir casi sin esfuerzo que Truffaut hubiese seguido filmando sin cansarse muchísimos años más. “Le encantan las películas más que cualquier otra persona que haya conocido en mi vida. Sabe más de cine de lo que cualquiera de nosotros sabrá jamás”, dijo en 1978, cuando todo el mundo hablaba de su sorprendente aparición como actor en Encuentros cercanos del tercer tipo.
Como Spielberg, Truffaut es alguien para quien la vida sin el cine no hubiese tenido ningún sentido, dijo una vez el crítico y ensayista cubano Guillermo Cabrera Infante. Tanto fue así que los primeros recuerdos atesorados por Truffaut tuvieron mucho más que ver con el cine que con su propia existencia. Como si sentir la respiración fuese posible solo durante la experiencia de ver una película.
“Sus primeros recuerdos no fueron suyos. Fueron películas. O fueron películas que hizo suyas”, agregó Cabrera Infante invitando al lector de Cine o sardina, su formidable recopilación de escritos y ensayos críticos sobre el cine, a leer Las películas de mi vida, una autobiografía de Truffaut que no es otra cosa que una colección de viñetas y reflexiones sobre los títulos y los creadores que marcaron su existencia.
La primera parte de Las películas de mi vida, titulada ¿Qué es lo que sueñan los críticos? (A quoi rêvent les critiques?) debería leerse al mismo tiempo que se ve (o se vuelve a ver) Los 400 golpes. “Un día de 1942 estaba tan impaciente por ver Los visitantes de la noche, de Marcel Carné, finalmente estrenada en el Cinema Pigalle de mi barrio, que decidí escaparme de la escuela”, escribe Truffaut, que tenía entonces 10 años.
El protagonista de Los 400 golpes, Jean-Pierre Léaud, había llegado a los 12 cuando fue elegido para interpretar allí por primera vez a Antoine Doinel, un chico de espíritu rebelde al que no le interesa la escuela, está peleado con sus padres y sale a la calle a descubrir el mundo. Las salidas al cine son parte esencial de ese aprendizaje, que lo lleva a quedarse más tiempo en las calles de París que bajo el techo familiar. Los 400 golpes inician la carrera de Truffaut pero ya muestran las líneas precisas de su estilo, el de un cineasta que prefiere filmar en las calles y registrar los pequeños grandes momentos de la vida cotidiana de sus héroes, personajes comunes y corrientes en los que afloran las emociones profundas de todo ser humano.
Las semejanzas entre la ficción y la realidad abundan. Como le pasa a Doinel en la película, Truffaut también tuvo una infancia triste y llena de penurias. El abatimiento terminaba solo cuando se apagaban las luces del cine y empezaba una nueva película. También le tocó al director tener un padre adoptivo con el que se llevaba mal. Las ganas de escapar de su casa estaban presentes en todo momento. Los 400 golpes no podría ser más autobiográfica. Y estamos hablando de la primera película de un realizador que volvería a Doinel otras cuatro veces en distintas etapas de la vida del personaje: Antoine y Colette (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
“Vi mis primeras doscientas películas en estado de clandestinidad, gracias a que me hacía la rata, entrando al cine sin pagar por la puerta de emergencia o la ventana del baño. También aprovechaba la ausencia de mis padres por las noches, aunque tenía la exigencia de estar de vuelta en la cama, simulando dormir, en el momento en que ellos regresaban”, cuenta en el libro.
Allí también reconoce que pagó esos “placeres grandiosos” con toda clase de problemas físicos y de conducta: dolores de estómago y de cabeza, retortijones, constantes sentimientos de culpa. Pero esos estados de ánimo no hacían más que “exaltar las emociones evocadas en cada película”.
Los 400 golpes fue recibida a lo grande en el Festival de Cannes de 1959 y ganó el premio a la mejor dirección otorgada por el jurado que presidía nada menos que Jean Cocteau. La prensa francesa, según evoca el historiador británico David Thomson, recibió a la película como la bandera del renacimiento del cine francés. De paso, también recuerda Thomson que un año antes Cannes le había negado a Truffaut una acreditación como crítico de Cahiers du Cinema porque sus opiniones eran consideradas demasiado agresivas por las autoridades del festival.
Los 400 golpes es la primera película de la historia que comienza con una dedicatoria. Truffaut le rinde homenaje en su ópera prima a André Bazin, uno de los críticos más influyentes de todos los tiempos, desde su lugar de fundador de los Cahiers. Los dos se conocieron en 1946 y Bazin se convirtió para el futuro cineasta en una suerte de figura paterna y protectora. Hasta llegó a gestionar su libertad y darle alojamiento en su casa después de que Truffaut quedara arrestado por desertar del ejército.
También le dio su primer trabajo como crítico en los Cahiers, desde cuyas páginas Truffaut escribió textos contundentes en los que proclamaba el final de la vieja guardia del cine francés y anunciaba el comienzo de una nueva era, marcada por la “teoría de los autores”, una mirada reivindicatoria al papel del director como verdadero artífice de una película, que además lo acercaría cada vez con más fuerza al cine estadounidense.
En Las películas de mi vida, Truffaut reconoce su escaso interés por ciertos géneros (“me cuesta identificarme con las películas de época, el cine de guerra y los westerns”, admite). Su abordaje es mucho más amplio, como queda dicho en el prólogo de El cine según Hitchcock, libro imprescindible y decisivo en la formación de generaciones enteras de cinéfilos. Allí plantea sin vueltas que en la obra de Hitchcock está la respuesta a la pregunta principal que todo cineasta debe hacerse: ¿cómo expresarse de una forma plenamente visual?
Hitchcock y Truffaut grabaron en 1962 50 horas de conversaciones que quedaron en la historia. Gracias al libro que las recopila, la obra cinematográfica de Hitchcock “empezó por fin a ser tomada en serio”, según afirma Peter Bogdanovich en el documental Hitchcock-Truffaut, dirigido en 2015 por Kent Jones. Las conversaciones grabadas por ambos directores recorren, película a película, toda la vida de Hitchcock y de ellas surgen definiciones fundamentales sobre la teoría del cine.
Ese libro de conversaciones tiene en Las películas de mi vida una suerte de bonus track con los apuntes que Truffaut escribió entre 1954 y 1973 sobre cinco grandes películas de Hitchcock: La ventana indiscreta, El hombre equivocado, Para atrapar al ladrón, Los pájaros y Frenesí. Ese libro se convierte en una guía esencial para cinéfilos (y además un disfrute en sí mismo, porque Truffaut escribía muy bien) a partir de los conceptos aplicados de la “teoría del autor” a las mejores creaciones de muchos grandes directores.
Allí desfilan Jean Vigo, Carl Dreyer, Jean Renoir, Ernst Lubitsch, Charles Chaplin, John Ford (“uno de los artistas que jamás pronuncian la palabra arte y uno de los poetas que jamás pronuncian la palabra poesía”), Fritz Lang, Frank Capra, Howard Hawks, Robert Aldrich, Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Roberto Rossellini y muchos más. Entre los franceses, Jacques Becker, Max Ophüls, Robert Bresson, Jacques Tati y “mis compañeros de la Nouvelle Vague”, de Chabrol y Godard a Resnais y Louis Malle. A uno de estos últimos, también compinche en la redacción de los Cahiers du Cinema, Jacques Rivette, está dedicado el libro.
Truffaut siempre se sintió muy cerca del cine estadounidense, pero nunca llegó a probar suerte en Hollywood. Cuenta Thomson que estuvo cerca de dirigir Bonnie y Clyde en 1967. Cinco años antes, después de ver Jules y Jim y haberse convencido de que hacía falta un toque europeo (especialmente francés) para transformar el lenguaje de Hollywood, Robert Benton y David Newman le enviaron a Truffaut el primer borrador de un guion de la película sobre las andanzas de la famosa pareja de ladrones y criminales fugitivos.
Truffaut imaginó de inmediato que Jane Fonda podría ser su Bonnie Parker, pero no estaba convencido de sumar como Clyde a Warren Beatty, que al mismo tiempo se mostraba cada vez más interesado en participar del proyecto. Hubo un momento de duda que Beatty aprovechó para adquirir los derechos del guion y producir por las suyas la película tal cual como se conoció en 1967, con dirección de Arthur Penn y con el propio Beatty y Faye Dunaway como estrellas. Al francés no le preocupó demasiado haber perdido esa oportunidad (se puso a filmar Fahrenheit 451, inspirada en el relato de Ray Bradbury) y no volvió a pensar en hacer una película en Hollywood.
Volvió allí de otras maneras. Primero, para recibir de manos de Yul Brynner el Oscar a la mejor película extranjera en 1974 por La noche americana, una de las mejores muestras de todos los tiempos de lo que se conoce como “cine dentro del cine”, en el que el propio Truffaut interpreta a un director. Ese personaje sueña que vuelve a ser un niño y roba los carteles de El ciudadano en la antesala del cine donde se proyecta la película. Lo mismo hacía Antoine Doinel en Los 400 golpes: en un momento lo vemos arrancar de una pared la fotografía de Harriet Anderson en Un verano con Mónica, de Bergman, y salir corriendo.
“A menudo me preguntan en qué punto de mis amoríos con el cine comencé a querer ser director. De verdad, no lo sé. Todo lo que yo quería era estar cada vez más cerca del cine”, escribe en Las películas de mi vida. Su extraordinaria carrera es la expresión de ese sueño cumplido. Disparen sobre el pianista (su segunda película, con Charles Aznavour como estrella excluyente), Jules y Jim, La piel dulce, La novia vestía de negro (todo un homenaje al cine de Hitchcock), Las dos inglesas, La sirena del Mississippi, La historia de Adele H., El amante del amor, La mujer de la próxima puerta y El último subte perduran en el recuerdo del espectador y van definiendo, cada una un poco, los perfiles de su obra completa.
En 2004, desde estas páginas, Fernando López definió a Truffaut como un cineasta de los sentimientos que “compuso durante poco más de una veintena de títulos un único film ininterrumpido, articulado en dos formas de ficción yuxtapuestas y complementarias: la ficción de la vida, en la que cabían sus experiencias autobiográficas, y la ficción literaria”.
Tan profundamente caló el cine en su vida de todos los días que Truffaut llegó en un momento a dudar si se casaba con la única hija de Hitchcock, Patricia, o con una de las sobrinas de Jean Renoir. Siempre consideró a los dos como sus grandes mentores, referencias insoslayables a las que acudía cuando alguien le preguntaba qué tipo de cine le gustaba hacer.
Su primera esposa fue Madeleine Morgenstern, la hija de un destacado distribuidor de cine de origen judío-húngaro y sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial cuyo aporte fue decisivo para financiar Los 400 golpes. Se casó con ella en octubre de 1957 y tuvieron dos hijas, Laura y Eva. Luego nació una más, Josephine, fruto de la unión entre Truffaut y Fanny Ardant.
No faltaron historias de amoríos fugaces en el set entre el director y algunas de las estrellas de sus películas. Casi todos los nombres femeninos famosos del cine francés de su tiempo tuvieron un lugar en el cine de Truffaut: Nathalie Baye, François Dorleac, Catherine Deneuve, Isabelle Adjani, Bernadette Lafont, Jacqueline Bisset, Jeanne Moreau. Y Jean Paul Belmondo, Gerard Depardieu, Jean-Louis Trintignant, Charles Denner y el omnipresente Leáud, entre los hombres.
Truffaut murió en París el 21 de octubre de 1984, víctima de un cáncer de cerebro. Para mitigar el dolor, muchos de quienes lo lloraban en ese tiempo recordaron que en un reportaje se autoproclamó como el hombre más feliz del mundo. Había dejado atrás la pobreza de su infancia y pudo ver cómo cada uno de sus sueños logró hacerse realidad. Todos estuvieron hechos de cine. “Hacer una película –dijo una vez- es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo”.
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