Francesco Rosi: el cineasta obsesionado con la verdad
El guionista Christian de Chauveron habla su comedia Dios mío, ¿qué hemos hecho? sobre los matrimonios interreligiosos
Que con 12 millones de espectadores, Dios mío, ¿qué hemos hecho? haya sido la película más vista de 2014 en Francia (y que la cifra se haya extendido hasta los 20 millones si ese consideran otros países europeos como Alemania, Suiza, Austria o Grecia) parece darle la razón a su autor, Christian de Chauveron, cuando dice que "la comedia es un vector magnífico para hablar de las cosas más serias de la forma más ligera", aunque por supuesto aclare que de ninguna manera quería hacer una "película con mensaje" ya que "la gente no necesita que pensemos por ella".
La suya, que estrenará CDI el jueves 22, toma el asunto de las llamadas parejas mixtas (uniones entre personas de distintos orígenes, etnias y religiones) para apuntar, en clave de humor, a ciertos prejuicios que subsisten en una sociedad integrada por muchas comunidades diferentes y en estos días tan brutalmente golpeada por la irracionalidad.
Claro que para eso exagera un caso extremo: el de los Verneuil, un matrimonio burgués, convencional y católico, cuyas tres hijas mayores han conformado tres modelos de parejas mixtas: la primera se casó con un musulmán; la segunda, con un judío, y la tercera con un chino. Queda la menor, todavía soltera, y en ella cifran sus esperanzas (sobre todo Madame Verneuil, católica devota y conservadora) de que por fin esta vez la boda se celebre en una iglesia católica. Habrá que esperar a conocer a su novio? cuando lo traiga a casa.
Es "una historia de amores entre gente diferente" dice el director, pero también es muy francesa y por eso universal (lo que explica probablemente que haya sido celebrada por públicos diversos).
Por cierto, Chauveron tenía en qué inspirarse: "La idea -ha dicho- surgió el día en que me di cuenta, estadísticas en mano, de que los franceses somos los campeones del mundo en bodas mixtas. Aproximadamente el 20% de las uniones que se celebran en nuestro país se hacen entre personas de orígenes y confesiones distintas, mientras en el caso de nuestros vecinos europeos, la cifra ronda el 3%. Yo pertenezco a una familia católica y burguesa, así que he visto qué clase de problemas puede provocar una pareja mixta en un ambiente como el mío, ¡y eso que éramos más modernos que los Verneuil! Mi hermano estuvo casado con una mujer de origen magrebí y yo viví con una africana. Guionista al fin, me puse a imaginar cómo viviría algo así una familia que se viera obligada a aceptar ¡cuatro bodas mixtas seguidas!"
Y subraya que nadie se quejó, seguramente porque en la película todos los personajes tienen sus defectos, sus debilidades...: "Queríamos poder reírnos de ello, sin segundas intenciones. Por eso, la primera versión del guión se la di a leer a amigos de distintas comunidades y enseguida vi que a todos les divertía y que la cosa funcionaba. Y que estábamos en lo cierto. Más aún después de las pequeñas contribuciones que hicieron todos (se refiere al elenco, que encabezan Christian Clavier, el primer Asterix que acompañó a Depardieu, y Chantal Lauby, e integran, claro, los yernos: Ary Abittain (el judío tunecino), Medi Sadoun (el argelino musulmán), Frédéric Chau (el chino) y el malí Noom Diawara, las que me permitieron enriquecer el tema y hacerlo más auténtico."
Admirador confeso de la comedia social italiana, en especial de las de Dino Risi, también se declara fan de las comedias de humor adolescente de los hermanos Farrelly, como Locos por Mary, y de las comedias de grupo francés Splendid, del que formaba parte su protagonista: "Los caraduras la vi por primera vez cuando se estrenó, en 1976. Tenía 11 años y Christian Clavier, el señor Verneuil. de mi film, 25".
En todos, ha confesado que lo que buscaba era que irradiaran encanto y frescura. Y tuvo suerte. "Para mí por ejemplo -concluye-, los cuatro maridos encarnan las cuatro caras del yerno ideal. Aunque los Verneuil tarden un poco en darse cuenta".ß
"Para mi generación, hacer cine equivalía a hacer política." Más que una síntesis sobre la identidad de su carrera, tal vez no demasiado generosa en títulos pero sí de enorme valor, significado y coherencia, esta frase de Francesco Rosi puede servirnos como punto de partida para la comprensión de una obra que desde ayer se integra a la mejor historia del cine italiano, sobre todo el marcado por el compromiso político.
Rosi murió ayer en Roma, a los 92 años. Hacía un buen tiempo que había decidido dejar de hacer películas, pero seguía activo y curioso haciéndose las preguntas de siempre sobre los complejos vínculos entre el poder, el dinero y la criminalidad en su amada Italia. Temas siempre conectados con el cine, que para Rosi era ante todo el medio de expresión más cabal del compromiso de un artista con la sociedad y con su tiempo histórico. Un tiempo, el actual, que no sentía como propio.
Por eso, cuando su discípulo Giuseppe Tornatore trata de alentarlo para el regreso en Io lo chiamo cinematografo (2012), que recoge largas conversaciones entre ambos, Rosi admite que ya no tiene la enorme energía que a su juicio exige el desafío de hacer una película. Y agrega: "En la Italia de hoy es muy difícil hacer cine y la realidad se degrada demasiado rápido. Correría el riesgo de hablar de un país que no existe más".
El tiempo al que alude Rosi fue el de la segunda mitad del siglo XX, etapa que tuvo al cineasta nacido en Nápoles el 15 de noviembre de 1922 como uno de los exponentes más destacados de la pantalla italiana. El artista que se forjó junto a Luchino Visconti, de quien fue guionista y asistente durante la posguerra y que se apoyó en el neorrealismo para ir más allá, sobre todo en los años 60 y 70, con un estilo que identificó esa época como pocos. Sencillamente porque aludía a su tiempo y buscaba allí respuestas a preguntas urgentes, molestas e seguramente incómodas para los dueños del poder.
Al cine testimonial y comprometido que caracterizó a Italia en los años 60, Rosi le agregó un matiz esencial. Entendía el cine como el mejor vehículo para buscar la verdad en una Italia plagada de negociados y corruptelas políticas, pero sin embanderarse (como muchos de sus colegas) con ideologías precisas. Por eso, el cine-inchiesta con el que se identificaba tenía ante todo un espíritu indagador. En palabras escritas en estas mismas páginas por Fernando López, sus obras eran "films documentados", a la manera de las investigaciones periodísticas, cuyo máximo exponente fue Salvatore Giuliano (1961), en donde la vida del famoso bandido siciliano se reconstruía a través de una serie de flashbacks sin continuidad cronológica, innovador para su época.
Esa búsqueda siguió en algunas de sus mejores obras como Saqueo a la ciudad, El caso Mattei y Lucky Luciano, mucho más que sendas biografías sobre hechos y personajes clave de la política y el crimen organizado en Italia, con una mirada fortalecida por el aporte de su actor preferido, Gian María Volonté. También asomó en películas de mayor vuelo dramático, en las que tampoco faltaron las constantes (y dolorosas) alusiones a los excesos del poder: Cadáveres exquisitos (inspirada en una novela de Leonardo Sciascia), Cristo se detuvo en Eboli (a partir del emocionante texto de Primo Levi), Tres hermanos y La tregua, con la que cerró en 1997 su obra como realizador.
Símbolo de la italianidad pura en su fisonomía, su manera de expresarse y sus gestos, amante del jazz de Chet Baker y Count Basie y de la ópera (dirigió una recordada versión cinematográfica de Carmen en 1984), Rosi pasó sus últimos años entre el teatro y los reconocimientos, el mayor de los cuales fue el León de Oro a la trayectoria que recibió en Venecia en 2012, a punto de cumplir 90 años.
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