Falleció Adolfo C. Martínez, un periodista cabal, un hombre bueno
Falleció a los 88 años el destacado crítico cinematográfico de LA NACION, que durante su larga trayectoria en el diario siguió con admirables cualidades humanas y profesionales la vida y la actualidad del espectáculo en todas sus facetas
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El trabajo cotidiano de una redacción mejora y se embellece cada vez que incorpora a sus filas a una figura de las condiciones humanas y profesionales de Adolfo C. Martínez. El veterano cronista y crítico cinematográfico, que acaba de fallecer a los 88 años de causas naturales después de toda una vida (dicho en el más amplio sentido del término) en LA NACION honró su oficio en cientos de textos que nunca hicieron ruido y jamás buscaron el falso eco de la novedad propalada desde algún medio por quienes están más pendientes de que se escuche su propio nombre por encima de la noticia que deben. Entendía el periodismo como un oficio que se ejerce con palabras sencillas, conceptos claros y el máximo compromiso con la verdad.
Adolfo jamás se contaminó de vanidad alguna, aún cuando su talento y perspicacia natural para el seguimiento de los temas del espectáculo lo llevó a tener un trato directo y frecuentes con algunos nombres que al común de la gente de su tiempo le resultaban inalcanzables. Periodistas habituados a conversar con estrellas no dejaban de sorprenderse cuando, en tiempos en que todas las comunicaciones se hacían por teléfonos de línea, atendían un llamado y escuchaban del otro lado la voz de Analía Gadé o de Sara Montiel preguntando directamente por él.
Cada vez que algo así ocurría y se lo hacíamos saber, Adolfo reaccionaba en silencio, con una sonrisa pícara y un orgullo secreto, casi imperceptible. Pero jamás se jactó de esa cercanía con nombres famosos del cine y del teatro, sus dos especialidades. La ejercía con la misma cordial naturalidad con la que atendía cualquier compromiso impuesto en el trabajo de todos los días para la confección de un diario. Sobre todo a partir de un admirable espíritu de grupo y una inclaudicable vocación solidaria.
Adolfo resolvía de inmediato cada pequeño gran desafío de la tarea periodística en una redacción. Desde la crónica más breve hasta la amplia nota de tapa pasaban por sus manos con la misma eficiencia y la misma convicción. Podía hacer una crítica de cine, un texto necrológico, una semblanza, el anuncio de un estreno o una despedida teatral con la rapidez que exigía todo cierre y la precisión de quien no necesita correcciones visibles en los textos.
Siempre se las ingeniaba desde su proverbial discreción para que esa labor metódica se ejecutara sin llamar casi nunca la atención. Pero cada uno de sus compañeros, al cabo de un tiempo, siempre tenían algo que agradecerle: un consejo, la ayuda rápida para encontrar una palabra o un nombre extraviado en la memoria, la inmediata disposición a ocupar el lugar del otro ante una emergencia o la salida rápida a la calle por alguna urgencia periodística, la cobertura de último momento. Cuando hacía falta alguna mano, Adolfo estaba siempre dispuesto a ayudar sin dudarlo.
En sus larguísimos años en LA NACION jamás se le escuchó a Adolfo una queja, una palabra en tono elevado, una reacción a viva voz, un comentario despectivo. Sabía contenerse cuando se sentía molesto por algo. Pero su natural estado de ánimo lo llevaba hacia el lado opuesto del temperamento. Era un hombre tranquilo, de admirable serenidad y moderación en medio del frenesí de los cierres, y dueño de una bondad tan grande en el trato, en los modos y en las palabras que quienes compartimos largas jornadas de trabajo o de vigilias periodísticas junto con él jamás olvidaremos.
Cada uno de sus compañeros, al cabo de un tiempo, tenían algo que agradecerle: un consejo, la ayuda rápida para encontrar una palabra o un nombre extraviado en la memoria, la inmediata disposición a ocupar el lugar del otro ante una emergencia o la salida rápida a la calle por alguna urgencia periodística, la cobertura de último momento.
Tenía algunas señas que lo identificaban de inmediato, como los anteojos oscuros y una pipa que estaba siempre encendida en su boca cuando en las viejas redacciones el tabaco era una necesidad y una compañía infaltable para mantener la inspiración en los textos. Cuando el edificio de LA NACION fue declarado libre de humo, Adolfo siguió escribiendo sin renunciar a su pipa, que ahora estaba apagada. Con esos elementos a la vista se parecía bastante a un detective en plena pesquisa, con un lejano aire al retrato de Georges Simenon. También un hombre de otro tiempo, siempre dispuesto al diálogo con las viejas y las nuevas generaciones.
El aprecio hacia las cualidades personales y profesionales de Adolfo se extendía a todo el pequeño gran círculo de los cronistas de espectáculos. Algunos colegas lo veían como un hombre de otro tiempo, pero siempre estaba dispuesto al diálogo con las viejas y las nuevas generaciones. Así se ganó el respeto y el aprecio de todos. El adiós revivió en las últimas horas entre algunos de sus colegas el recuerdo de su asistencia casi perfecta a las funciones reservadas para los críticos cinematográficos de las películas próximas a estrenarse. Allí estaba el infaltable Adolfo, siempre de saco y corbata y con una valijita en la mano, llegando al lugar de uno de los quehaceres de su oficio que más disfrutaba.
Muchos se quedarán con el recuerdo de Adolfo en esas mañanas de cine, presto a sentarse en una de las filas más lejanas junto a su entrañable amigo y colega Aníbal Vinelli, otro querible personaje de ese mundo. Allí, con las luces apagadas y mientras seguía la proyección, el paciente y bondadoso Adolfo debía estar siempre atento a las frecuentes distracciones de su compañero de banco para que volviera a concentrarse en la pantalla.
Adolfo se identificaba con un modelo tradicional de crítica cinematográfica. Prefería la divulgación y el espíritu didáctico a cualquier tendencia innovadora o vanguardista. Nunca ahorraba elogios a las películas que, a su juicio, se identificaban con el humanismo y transmitían valores humanos. Y nunca escondió en sus críticas su rechazo a todo lo que consideraba vulgar o de mal gusto en el cine que veía. También se divertía mucho cuando algún compañero de redacción le festejaba el empleo en sus críticas de algún adjetivo o sustantivo que había dejado de usarse en el habla cotidiana.
Con el tiempo fue inclinándose cada vez más hacia el análisis y la observación del cine argentino, que complementaba con glosas, crónicas de rodaje, evocaciones y entrevistas a algunas de las figuras más apreciadas por el público. Las trataba con frecuencia y solía entrevistarlas en la redacción de LA NACION. Se esmeraba, sobre todo, en rescatar a glorias del pasado y recuperar el interés del lector por esas figuras olvidadas.
Periodistas habituados a conversar con estrellas no dejaban de sorprenderse cuando, en tiempos en que todas las comunicaciones se hacían por teléfonos de línea, atendían un llamado y escuchaban del otro lado la voz de Analía Gadé o de Sara Montiel preguntando directamente por él.
El rescate de grandes personalidades históricas de la pantalla nacional fue una de sus especialidades, que amplió y profundizó en su Diccionario de directores del cine argentino, libro que apareció en 2004 como fruto de un largo trabajo de investigación sobre la carrera de los principales realizadores locales, desde los albores del cine sonoro hasta nuestros días. También obtuvo premios y reconocimientos a la trayectoria.
El otro terreno en el que Adolfo se movía con destreza y conocimiento pleno era el de los espectáculos de arte español con cuadros de flamenco, zarzuela, canto y baile. Disfrutaba como pocos la presencia en Buenos Aires de ese mundo de “peinetas, castañuelas y mantones de Manila”, como escribía en sus crónicas.
Adolfo Martínez renunció en su momento a una carrera en LA NACION que auguraba elevadas responsabilidades y cargos, como el que llegó a ocupar en la sección que por entonces se llamaba Policía y Tribunales, para cumplir el sueño de convertirse en un simple cronista de espectáculos y escribir sobre cine, teatro y la vida diaria del arte y de los artistas.
Tenía algunas señas que lo identificaban de inmediato, como los anteojos oscuros y una pipa que estaba siempre encendida en su boca cuando en las viejas redacciones el tabaco era una necesidad y una compañía infaltable para mantener la inspiración en los textos. Cuando el edificio de LA NACION fue declarado libre de humo, Adolfo siguió escribiendo sin renunciar a su pipa, que ahora estaba apagada.
Permaneció más allá de su etapa activa comprometido en su trabajo de crítico cinematográfico de LA NACION. Lo hizo hasta octubre de 2022, consagrado casi con exclusividad en los últimos años en los estrenos del cine argentino. Pero también se ocupó en su larga trayectoria del cine del mundo, especialmente el único viaje que hizo a Los Ángeles como enviado del diario, en 2001, para ser testigo del estreno mundial de la película La mandolina del capitán Corelli. Allí pudo entrevistar a su protagonista, Nicolas Cage, que se sumó como estrella interrnacional a la larguísima lista de personalidades que narraron distintos aspectos de su vida y su obra artística ante la atenta pluma y el fino poder de observación de Adolfo.
Adolfo C. Martínez había nacido en la ciudad de Buenos Aires, el 30 de julio de 1935. Disfrutó hasta el final del afecto y la compañía de hijos y nietos en su departamento de toda la vida, ubicado en el barrio porteño de Parque Chacabuco. Fue un hombre de hábitos sencillos y de tradiciones inveteradas. Un profesional impecable y una persona bondadosa, apreciada por igual por sus compañeros, sus colegas y buena parte de nuestro mundo artístico. Así lo recordaremos.
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