Estrenos de cine: No existen 36 maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo es pura cinefilia
El memorable trabajo experimental de Nicolás Zukerfeld usa la filmografía del director del Hollywood clásico Raoul Walsh para entender los mecanismos de la memoria y la gramática del séptimo arte
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No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo (Argentina/2021). Dirección: Nicolás Zukerfeld. Guion: Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld. Edición: Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld, con asistencia de Paula Saidón. Sonido: Valeria Fernández. Distribuidora: 36 caballos y Punto y línea. Duración: 63 min. Estreno exclusivo en la Sala Leopoldo Lugones. Nuestra opinión: muy buena.
En su extraordinario libro sobre el montaje cinematográfico, el teórico Vicente Sánchez Biosca brindaba diferentes conceptos en relación a esta herramienta del cine fundamental para la narrativa de todo el campo audiovisual: “Montaje alude, si bien se mira, a la existencia de fragmentos, de piezas; pero paralelamente lo hace también al resultado obtenido una vez que todas ellas han sido ensambladas”, y añadía: “El segundo aspecto deriva del anterior: ¿Quién habla a través del montaje?”
Estos conceptos parecieran explicar de manera concreta una parte fundamental de los tres capítulos que componen No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, frase icónica de la historia del cine que pareciera haber sido dicha (o no), por el experimentado director del cine clásico de Hollywood Raoul Walsh. El primer capítulo que compone el trabajo experimental de Nicolás Zukerfeld muestra a través del montaje una sucesión de hombres que montan a caballo, luego se pasan a otras escenas como tiroteos, raptos, tormentas, aperturas de puertas. Zukerfeld selecciona alrededor de 50 monturas a caballo dentro del recorte de las más de 70 películas dirigidas por Walsh resumiendo una intensa labor de observación y de montaje.
A medida que los minutos avanzan, los simples planos de jinetes darán paso a escenas de mayor complejidad interna o incluso a la deconstrucción de las mismas, claro, a través del montaje. A la pregunta del teórico español seguramente casi no existan dudas de la evidente voz autoral que se desprende de dicha elaboración.
Pero el compendio de planos -y escenas con raccords minuciosamente calculados entre película y película de Walsh- esconden el propósito que se releva en la segunda parte del ensayo, donde el director se interroga (a través de la enunciación de un profesor que va a dictar una clase) por la frase que da título a la película y que extrae de un artículo publicado por Edgardo Cozarinsky en el libro Cinematógrafos. Curioso sobre su origen y el por qué de su enunciación, comienza una pesquisa casi detectivesca y con un pulso del relato por demás obsesivo rastreando el origen de la sentencia que explicaría un modo de entender el cine. El modo en el que Walsh (por otro lado tan taciturno como John Ford a la hora de dar entrevistas), cristaliza en palabras aquello que lo convirtió en marca legendaria del cine clásico. Se vale de una pantalla en negro, una voz en off y de reproducciones de ejemplares de revistas icónicas de la crítica junto a frases de mails que van y vienen.
El tercer capítulo es simplemente un epílogo de toda la enunciación previa. El brillante trabajo Nicolás Zukerfeld en derredor de Raoul Walsh (sustentado en guion y montaje creados junto a Malena Solarz), permite comprender la distancia de reflexión teórica con respecto a los clásicos y cómo se estructura el ejercicio de la memoria con ese pasado que, en definitiva, hemos denominado amorosamente cinefilia.
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