Estrenos de cine: En Crímenes del futuro, el cuerpo es hábitat y prisión de la humanidad
Un regreso a las obsesiones viscerales para el canadiense David Cronenberg, el sorprendente film plantea una Atenas derruida en la que un artista realiza performances extirpándose órganos superfluos, perseguido por las autoridades y groupies de lo extremo
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Crímenes del futuro (Crimes of the Future, Canadá-Reino Unido-Grecia/2022). Guion y dirección: David Cronenberg. Fotografía: Douglas Koch. Edición: Christopher Donaldson. Elenco: Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Kristen Stewart, Scott Speedman, Don McKellar, Welket Bungué. Distribuidora: Mubi. Disponible: a partir de hoy en la Sala Lugones y, desde el viernes 29, en la plataforma Mubi. Duración: 107 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Crímenes del futuro es el regreso de David Cronenberg al mundo corporal de sus inicios, a las bases de ese horror visceral que lo hizo un cineasta de culto y veneración. Ajeno a las herencias canónicas y a los deberes del legado, extraño a las restricciones de una industria poderosa, su despegue en sus años canadienses descubrió el cuerpo como un territorio de prueba, algo más que el recipiente de la condición humana: su hábitat y su prisión. Desde Parásitos mortales (1975), en la que los parásitos contagiaban la pulsión sexual y propagaban una plaga de deseo y locura, a La mosca (1986), entrada a Hollywood con la tragedia pegajosa de un cuerpo enamorado, la preocupación de Cronenberg estuvo situada en esas texturas fluidas y pestilentes, en los cambios que la tecnología ejercía sobre lo humano, en el arte como ejercicio de la liberación.
Ahora es el tiempo del retorno: después de la exploración de la violencia social –en el díptico perfecto junto a Viggo Mortensen que forman Una historia violenta (2005) y Promesas del Este (2007)- y de los laberintos de la mente –desde la psicótica Spider (2002) a la psicoanalítica Un método peligroso (2011)-, Cronenberg vuelve al cuerpo, a un cuerpo indolente y mancillado por las cirugías y los placeres vicarios, por la espectacularidad de la intimidad y el fracaso de todo progreso.
La historia de Crímenes del futuro está situada en una ciudad imaginaria, una Atenas portuaria y sombría plagada de esqueletos metálicos y sótanos anegados. Allí Saul Tenser (nuevamente Viggo) es el artista por excelencia, aquel que ofrece su cuerpo como materia misma del sacrificio. Los órganos que crecen en su interior, fútiles en función pero aspirantes a una belleza eterna, son extirpados por su compañera Caprice (extraordinaria Léa Seydoux), en un ritual de amor y bisturíes mecánicos, en una performance de goce sin dolor.
Debajo de ellos, bulle la ciudad con sus devotos y pecadores. Una secta de digestores de plástico proyecta un golpe de efecto, un acto de conciencia social sobre ese nuevo cuerpo que se avecina. En el final de Videodrome (1983), Max Renn (James Woods) gritaba “¡Larga vida a la nueva carne!” mientras asumía sus intestinos de video como la nueva materia de su rebelión. Ahora la tecnología no solo ha dejado atrás el obsoleto VHS y la realidad virtual de los proféticos videojuegos de eXistenZ (1999), sino que macera las vísceras con sus intervenciones, proyecta en su minimalismo asceta la utopía del futuro. A ese reino se asoma Cronenberg, lo muestra con gélida precisión y lo embebe de sus secreciones, de esos cortes frontales que exhibe Caprice con inevitable placer, sustitutos de todo erotismo, simulacros perfectos de una belleza mistificada.
La mirada de Cronenberg no se aleja del presente aún bajo la coartada de la distopía, y lo que antes fueron las tecnologías mecánicas del automóvil en Crash (1996), o las virtuales de las finanzas en Cosmópolis (2012), ahora escapan a la materia para convertirse en mirada y control. Quienes ejercen el rol vigilante son Wippet (Don McKellar) y Timlin (Kristen Stewart), funcionarios del clandestino Registro de Órganos, secretos groupies de aquellos artistas que crean lo que ellos solo pueden catalogar. No solo podemos respirar los olores tóxicos de esas máquinas carnales que alimentan lo que queda de vida, o los efluvios putrefactos de los que Tenser parece escapar en sus recorridas nocturnas vestido como un monje sacrificial. También percibimos la seducción delegada en los ojos de Timlin, fascinada por ese sueño orgiástico de exponer las vísceras a la mirada de todos.
El título Crímenes del futuro es una pista sobre el intrincado universo que envuelve a esa Atenas fantasmal, pero también es una marca propia. El recuerdo de la segunda película de Cronenberg estrenada en el 70, con el mismo nombre y los tópicos habituales -científicos enajenados, mutaciones inesperadas, plagas mortales-, que implica ahora un regreso a las fuentes, al acto político de la exposición de los “vicios” de la adaptación. Adaptación a un mundo de toxinas plásticas, de habitantes indolentes, de cultores de la cirugía como nuevo sexo. Esa realidad ocre que Cronenberg compone como un artista desesperado recoge el grito de sus criaturas, el anhelo de una vida posible aunque sea en el fetiche de su representación.
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