En la cima del mundo
El jueves llega a las salas Everest, la película que narra la tragedia ocurrida en 1996 en el intento de escalada del pico más alto del planeta
"A 8848 metros, en la tropósfera, me llegaba tan poco oxígeno al cerebro que mi capacidad mental era como la de un niño retrasado. En aquellas circunstancias, poca cosa podía sentir a excepción de frío y cansancio." En el comienzo de Mal de altura, crónica en primera persona de una de las mayores tragedias de la historia del montañismo, Jon Krakauer nos dice que quien logra llegar a la cima del mundo difícilmente tomará conciencia en ese momento de lo que le está pasando. Alcanzar la cumbre del Everest, el pico más elevado del mundo, es un triunfo colosal. Pero también, como sugiere Krakauer, una suma de tremendos esfuerzos que, sin las previsiones adecuadas (tan extremas como el clima), puede convertirse muy rápido para sus protagonistas en una desgracia irreversible.
Lo que cuenta Everest, cuyo estreno anuncia UIP para el jueves, es el relato de cómo salió mal, de manera irreversible, una expedición que tenía todo para salir bien. Más de una, para ser preciso. Porque los hechos narrados por Krakauer en el libro que sirve en buena parte de inspiración para la película transcurrieron en mayo de 1996, durante el apogeo de las llamadas expediciones comerciales al techo del mundo.
Esa corriente garantizaba a priori, gracias a la conducción de avezados montañistas y guías no menos expertos, que grupos de personas con un mínimo de preparación y sin más compromiso que el hobby o el cumplimiento de alguna promesa estaban en condiciones de alcanzar la cima del Everest. El requisito más importante de los candidatos (entre los que podían estar médicos, empleados postales, militares retirados y hasta una millonaria columnista de notas sociales) era garantizar a las empresas organizadoras el pago de hasta 65.000 dólares por cabeza para cumplir con la aventura y el ansiado sueño.
Así surgieron empresas como Adventure Consultants (liderada por el neozelandés Rob Hall) y Mountain Madness (a cargo del estadounidense Scott Fischer) que aprovecharon el filón y llevaron adelante durante aquella década un modelo tan cuestionado por los puristas como exitoso en términos económicos. Las experiencias previas habían sido satisfactorias, pero lo ocurrido en mayo de 1996 superó los peores augurios. Entre esas expediciones comerciales y los grupos de distintas nacionalidades que, por distintas razones y motivos, encararon al mismo tiempo el ascenso del Everest se produjo allí un virtual embotellamiento con un saldo trágico (un total de 15 muertes a lo largo de esa temporada, ocho de ellas pertenecientes a las expediciones de Hall y Fischer) provocado sobre todo por la demora en el descenso y el adelantamiento de un gigantesco temporal que estaba previsto para el día siguiente de aquel fatídico 10 de mayo.
"Los hice sufrir un poco, pero nadie resultó dañado", relató hace pocos días el director de la película, Baltasar Kormakur, luego de que el último Festival de Venecia se abrió con el estreno mundial de Everest. El entusiasmo de la gente local por acercarse a las muchas estrellas que llegaron para acompañar el lanzamiento contrastó con el gélido silencio con que la prensa despidió la multitudinaria primera proyección en el Lido.
Tras esa reacción, a la que siguieron las más dispares repercusiones, hubo tiempo para hablar de los detalles más llamativos del rodaje. Kormakur (hijo de un español y una islandesa, reconocido director de comedias negras independientes y films de acción bastante elogiados como Invierno caliente, 101 Reykjavik y Dos armas letales) logró el raro privilegio de un permiso para rodar en Nepal, en los mismos escenarios en los que transcurrieron los hechos reales de hace casi dos décadas. Y decidió llevar a parte del elenco y del equipo técnico al campamento base de las expediciones, ubicado a 5500 metros de altura. Allí, según cuenta Krakauer en el libro, se encuentra la mitad del oxígeno que hay al nivel del mar. Cuando se llega a la cima, apenas una tercera parte. La experiencia de rodaje duró poco, porque buena parte del equipo acusó los efectos de la altura y debió ser evacuada con cierta premura.
Lo que buscó el director en todo momento fue llevar al extremo la sensación de realismo que, a su juicio, la historia exigía. "Quería hacer una película independiente y muy realista con los recursos de un blockbuster", confesó en todo momento. Por eso, tras la experiencia vivida en Nepal, trasladó el rodaje a los Dolomitas italianos, donde filmó a 3000 metros y con casi 30 grados bajo cero. Las escenas de interiores se completaron en gran medida también en Italia, en los legendarios estudios Cinecittà.
Jason Clarke y Jake Gyllenhaal, que interpretan respectivamente a Hall y a Fischer, hicieron su propia experiencia de escalamiento en montaña antes del rodaje. Y Josh Brolin, a cargo del otro papel clave (el texano Beck Weathers, uno de los clientes de estas expediciones comerciales) también dijo sentirse exigido por la responsabilidad de interpretar a una persona que atravesó semejante exigencia.
En verdad, como sostiene Krakauer, ascender al Everest es ante todo "una cuestión de aguante" y la búsqueda de una suerte de "estado de gracia" nacida del esfuerzo y del padecimiento. Pero, a la vez, advierte en Mal de altura la gran encrucijada de la tragedia que se cuenta en Everest. Dice que para alcanzar la cima hay que ser extraordinariamente decidido, pero un exceso de ese mismo fervor deja al escalador con un pie en la tumba. Y concluye: "La línea que separa el entusiasmo de la temeridad es muy delgada".
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