En Extraña forma de vida, Pedro Almodóvar deconstruye la sacralizada virilidad del western estadounidense con melancólica ternura
El director español recurre a la química de Ethan Hawke y Pedro Pascal para contar una historia de amor queer entre un sheriff y un bandolero
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Extraña forma de vida (Strange way of life, España-Francia/2023) Dirección y guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Edición: Teresa Font. Música: Alberto Iglesias. Elenco: Ethan Hawke, Pedro Pascal, Pedro Casablanc, Manu Ríos. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: MacoCine. Duración: 31 minutos (más una entrevista con Almodóvar de 50 minutos). Nuestra opinión: muy buena.
“En el western hay grandes ausencias. A pesar de que es un género que ha dado múltiples obras maestras, hay zonas inexploradas como, por ejemplo, el deseo masculino”, dice Pedro Almodóvar en la extensa entrevista que acompaña la presentación de este corto en su estreno en cines. La trascendencia del realizador permite que este formato olvidado para la pantalla grande pueda tener presencia en los cines argentinos en su visita a un género esencialmente norteamericano y que -pese a estar rodado en los mismos escenarios donde Sergio Leone construyó su mítica marca en el spaghetti-western- se identifica mucho más con su tradición originaria, a la que Almodóvar añade su universo creativo.
¿Es Extraña forma de vida un trabajo para ubicar dentro de lo mejor de la extensa e inteligente filmografía del realizador? Seguramente no. ¿Es una realización por encima del promedio habitual de la actual cartelera cinematográfica e interesante? Indudablemente sí y mucho. En tiempos donde el discurso cinematográfico pareciera ubicarse dentro de lugares comunes o límites conocidos tanto en el cine mainstream como en aquel surgido de cuño independiente, Almodóvar conserva aquello que lo ha distinguido como uno de los creadores más importantes del cine: su infinita capacidad de articular una narración donde lo cotidiano se mezcle con lo fantasioso sin perder un ápice de autenticidad y verosimilitud pese a que se fuercen constantemente, a partir del artificio visual de los vivos colores de su cine, los límites de la representación.
Eso sucede también con este western que se permite tanto un homenaje al género como replantear los arquetipos de la construcción viril del cowboy norteamericano bajo una contenida emoción no exenta de melancolía. Eso sucede con el vínculo entre Jake y Silva, quienes se conocieron como pistoleros a sueldo y se reúnen veinticinco años más tarde cuando Silva cruza el árido desierto rumbo a Bitter Creek, donde Jake es, nada menos, que el sheriff local. Pero ese reencuentro, casi al instante, va a estar determinado por una creciente y cada vez menos disimulada tensión homoerótica.
Así, el deseo -una de las claves del universo creativo del realizador a través de los tiempos- se articula con una melancólica ternura perteneciente más a la última etapa, dejando el humor negro que sostenía el pulso trepidante de la acción desenfadada que lo hizo famoso, por el paso a la reflexión introspectiva sobre la naturaleza del amor. Pero eso no significa que Almodóvar no sea, en buena medida, el mismo cineasta que conmueve con su radical mirada desde que Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón lo convirtiera en una joven revelación hace más de cuarenta años. Sólo que esa reflexión sobre la arrolladora pulsión de la pasión se ha profundizado, como también su madura mirada sobre el cine que le permite en esta historia tener a un sheriff, un bandolero y un rancho para desmontar más de un siglo de construcción de la masculinidad -parte de la épica fundante norteamericana- pero valiéndose de su propia iconografía para cambiar la naturaleza del territorio inexplorado, base de la “conquista viril” del cine de vaqueros en su avance por el Lejano Oeste, para entregar un melodrama queer que navega entre los instintos y la represión. Tampoco faltan como en el mejor western el crimen y la venganza, con una pasión que es aquí más declamatoria que expositiva, con lo cual el sexo está mucho más presente en lo que se dice que en lo que se muestra.
El Fado inicial, de donde proviene el título, pertenece a Amalia Rodrigues y es cantado por Caetano Veloso en un playback que introduce a la acción, y junto al vestuario de Saint Laurent subrayan que es un corto enteramente de Almodóvar y, si bien no necesariamente este revisionismo deslumbre, sigue cautivando con su habilidad para situarse, de un modo u otro, siempre en el lugar de la mirada controversial e innovadora pese a que por momentos el artificio le gane a la sustancia. Ethan Hawke (el sheriff) y Pedro Pascal (el bandido), consiguen una química extraordinaria a la hora de mostrar este juego de tensiones y pasiones disimuladas que hacen eclosión en un corto con innumerables referencias al género que Almodóvar rememora y decostruye valiéndose de sus propias armas. Allí está la fotografía de José Luis Alcaine y la música épica de Alberto Iglesias, dos habituales colaboradores del realizador, para demostrarlo.
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