El viento que arrasa: un film intimista que captura la esencia la novela de Selva Almada y se concentra en los sentidos
La adaptación de Paula Hernández es uno de los estrenos en salas de este jueves
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El viento que arrasa (Argentina, Uruguay/2023). Dirección: Paula Hernández. Guion: Leonel D’Agostino y Paula Hernández, basado en la novela homónima de Selva Almada. Fotografía: Iván Gierasinchuk. Edición: Rosario Suárez. Música: Luciano Supervielle. Elenco: Alfredo Castro, Sergi López, Almudena González, Joaquín Acebo. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Cinetren. Duración: 94 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
En El viento que arrasa, la memorable novela que la escritora entrerriana Selva Almada editó en 2012, la transformación de una de las protagonistas de la historia, la joven Leni, se describe, en gran medida, a través de manifestaciones físicas, de cómo el contexto impacta en su cuerpo, como si la estuviera empujando hacia un lugar de mayor liberación. Leni, con su espalda transpirada por permanecer tanto tiempo en el auto de su padre, cierra los ojos y concibe fantasías propulsadas por la indiferencia hacia su realidad opaca. La escena se repite por fuera de ese vehículo, bajo la lluvia, con su cabello mojado y las gotas cayendo, una vez más, sobre su espalda, cuando la fantasía vuelve a empezar, en un ciclo extenuante pero necesario.
Esa imagen se torna espectral cuando los relámpagos la circundan y ella contempla “un espectáculo hermoso”: la confluencia de la caída de un rayo sobre un árbol, el instintivo accionar de los animales, y el abrupto cambio de temperatura que funciona como presagio. Leni se deja arrasar como ese viento que también acompaña a su padre, el Reverendo Pearson, y a las personas con las que se encuentran en ese viaje por el Chaco, un mecánico apodado “el Gringo”, y Tapioca, su fiel asistente. A medida que Leni va adentrándose en territorios desconocidos, va asumiendo que esa costumbre de ser la compañera leal y complaciente de su padre ya no es un papel que quiera seguir adoptando. El Gringo y Tapioca, quienes brindan su ayuda tras un desperfecto con el auto, se le presentan a la joven como una posibilidad distante de mutación, como aquello que parece inaprensible, otra manera de vincularse.
Así, la misión evangelizadora de su padre la agota y la imagen de la cinta del asfalto resulta tentadora de explorar. La prosa de Almada, profundamente cinematográfica, encontró en la realizadora Paula Hernández (y en su coguionista, Leonel D’Agostino, con quien ya trabajó en los largometrajes Un amor y Las siamesas) una mirada poética en el momento de transpolar a la pantalla ese clima espeso que se va enrareciendo a medida que el road trip desnuda los anhelos de Leni (interpretada en el film por Almudena González) y los de Pearson (Alfredo Castro), ambos siempre en un estado de perpetua -aunque solapada- confrontación que se acentúa con la sola presencia disruptiva del Gringo (Sergi López) y su perspectiva más concreta de los hechos.
Hernández traduce a la perfección esos instantes dubitativos de Leni sin necesidad de recurrir a secuencias explicativas sobre la ausencia de su madre (conflicto que tiene otro espesor en la novela de Almada), más bien plantada en esa realidad, en ese calor agobiante al que le sucede la lluvia, en esa fluctuación propia de una naturaleza que azota sin miramientos, pero que también abraza, despeja, aclara. Los intercambios entre Leni y Tapioca (Joaquín Acebo) se producen precisamente dentro de un marco bucólico, la antesala de una noche donde convergen las diferencias entre ambas duplas, cuando sus integrantes se atomizan para priorizar lo que tienen o para desechar lo que los oprime. De esta forma, la directora de Los sonámbulos entrega un film intimista que captura la esencia de una novela en la que prevalece lo sensorial, y lo hace sin descuidar los diferentes modos de peregrinaje.
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