El último conjuro es apenas un pálido recuerdo del boom del terror oriental
El director de esta película, Hideo Nakata, inauguró el j horror con el film centrado en la terrorífica niña espectral Samara, cuyas virtudes aparecen aquí diluidas como el resto de la trama y personajes
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El último conjuro (The Forbidden Play, Japón/2023). Dirección: Hideo Nakata. Guion: Karma Shimizu, Noriaki Sugihara. Música: RIM. Elenco: Kanna Hashimoto, Daiki Shigeoka, Minato Shougaki, Uika First Summer, Mayu Hotta, Yuki Kura, Shinobu Hasegawa. Duración: 110 minutos. Distribuidora: BF Paris. Nuestra opinión: regular.
De aquella avanzada de terror oriental que invadió los cines más de dos décadas atrás con el nombre de j-horror, el realizador Hideo Nakata sobresalió de entre sus pares con dos películas: Ringu (conocida entre nosotros como La llamada) y Dark Water. Mientras de la segunda queda apenas un vago recuerdo de la remake norteamericana protagonizada por Jennifer Connelly, The Ring despertó un fenómeno que incluyó secuelas -tanto en su país de origen como en los Estados Unidos-, videojuegos y series de televisión. Casi siempre en torno a Samara, inolvidable nena espectral de pelo lacio sobre la cara que llamaba por teléfono para avisar que te quedaban siete días de vida.
Pasaron los años, la fórmula se agotó en base a un sinfín de malas imitaciones, y los fantasmas de Oriente comenzaron a dar cada vez menos miedo. Sin embargo, cuando se pensaba que la vertiente estaba agotada, Hideo Nakata insiste, reinterpretando varias de sus obsesiones en busca de la gloria de antaño.
La primera mitad de El último conjuro (tramposa traducción local para emparentar al film con la saga de El conjuro, con la que nada tiene que ver) se divide en dos historias paralelas. La primera es la de la familia compuesta por papá Naoto (Daiki Shigeoka), mamá Miyuki (Uika First Summer), y el pequeño Haruto (Minato Shougaki). Cuando el nene encuentra en el jardín la cola de una lagartija, el padre no tiene mejor idea que hacerle un chiste y decirle que si la entierra y reza con todas sus fuerzas un mantra ridículo, de la tierra va a crecer una nueva lagartija. Haruto lo hace, convencido del éxito, tanto que cuando a los pocos días su madre muere en un accidente, le corta un dedo y comienza el mismo procedimiento con la intención de volverla a ver. Con el correr de los días, en el lugar aparece un montículo de tierra, como si algo estuviera creciendo debajo.
Por otro lado, está la historia de Hiroki Kurasawa (Kanna Hashimoto), excompañera de trabajo de Naoto y secretamente enamorada de él, que comienza a ser víctima de un fantasma que la acecha. Kenshin (Shinobu Hasegawa), un vidente mediático le da la respuesta: no se trata del espíritu de un muerto, sino de alguien vivo. Porque sí, en esta película las malas energías pueden trocar en fantasmas vengadores. Una explicación mínima unirá ambas realidades, y será la columna vertebral de una resolución en la que se explica lo inexplicable con más voluntad que resultados concretos.
A pesar del intento de dar una vuelta de tuerca a un estilo dentro del género de terror que ha quedado algo rancio, el realizador no termina de generar un compromiso emocional con la historia que vaya más allá de los lugares comunes de su filmografía. La familia tradicional, la relación de padres e hijos, el uso de la tecnología (ya no es tiempo de llamadas a teléfonos de línea, así que ahora la comunicación con el más allá se da vía celular), algunos innecesarios toques de humor, y ciertas ideas que parecen sacadas de Terminator 2, redondean un proyecto fallido, de alguien que no ha sabido aggiornarse y termina empantanándose en terrenos conocidos, y cada vez menos atractivos.
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