El topo
Obra densa y absorbente con un Gary Oldman en la cumbre de su arte
El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Fracia-Gran Bretaña-Akemania/2011, hablada en inglés, francés, ruso y húngaro) / Dirección: Tomas Alfredson / Guión: Bridget O'Connor y Peter Straughan, sobre la novela de John Le Carré / Fotografía: Hoyte Van Hoytema / Edición: Dino Jonsater / Música: Alberto Iglesias / Diseño de producción: María Djurkovic / Elenco: Gary Oldman, Colin Firth, John Hurt, Kathy Burke, Benedict Cumberbatch, Toby Jones, Tom Hardy, Ciarán Hinds / Distribuidora: Distribution Company / Duración: 127 minutos / Calificación: apta para mayores de 16 años.
Nuestra opinión: muy buena.
Es un film de espías y el título parece decirlo todo. Hay un topo, un doble agente infiltrado (en este caso entre los niveles más altos del servicio secreto británico, en plena guerra fría) y es necesario descubrirlo. Pero lo que sobreviene no es la misión que llevará a un heroico 007 a emprender persecuciones, entrometerse en territorio hostil, anticiparse a los movimientos del enemigo y sobrevivir a todas las emboscadas, sino un paciente, minucioso y concienzudo trabajo de hormiga, un proceso que, en esta rigurosa lectura del clásico de John Le Carré, el espectador se ve incitado (o quizá más: obligado) a compartir. Como el protagonista, rescatado de su forzoso retiro para encargarse de identificar al traidor entre cuatro o cinco sospechosos, también él debe procesar una cantidad de información dispersa, parcial, a veces contradictoria, casi siempre ambigua, para entender lo que está sucediendo. George Smiley recoge los informes en su mundo, un mundo en el que abundan las traiciones, la sospecha y el interés personal; el espectador, de lo que el lenguaje detallista y sutil del director Tomas Alfredson deja deslizar a lo largo de una narración complejamente estructurada, intrincada hasta parecer impenetrable al principio pero al mismo tiempo apasionante.
Pocos films respetan tanto la inteligencia del espectador. Aquí no hay margen para la distracción, ni explicaciones intercaladas cada tanto para ordenar las piezas y comprender las estrategias que Smiley aplica en su espinosa búsqueda de la verdad. Esas estrategias se irán revelando poco a poco a medida que avanza el relato. Todos los personajes tienen su lado oscuro; la ambigüedad abunda. Hay que estar atento no sólo a las palabras y a lo que ellas pueden esconder, sino a mínimos gestos, a cada detalle de la imagen, a los ambientes, la luz, los silencios. El clima de la guerra fría dentro de ese mundo cerrado, nocivo, burocrático donde reina la paranoia y la traición (política y humana) tiene su traducción visual en cada signo de opacidad y vetustez de los claustrofóbicos interiores en los que transcurre la acción tanto como en la conducta de esos grises personajes. Si la intensidad de lo que se narra obliga al espectador a absorber mucho y muy rápido, cada pista falsa y cada dato equívoco -los mismos que a veces también obligan a Smiley a corregir el rumbo- son suficientes para mantener viva la curiosidad. Importa menos la intriga por descubrir quién es el topo que la progresiva revelación del estado de desconfianza e incertidumbre ética que domina esos círculos; una mentalidad que promueve menos una escalada armamentista que un incremento de la paranoia, y se manifiesta de modo no demasiado diferente en el Oeste y en el Este. Al fin, sea cual fuere la identidad del topo, su descubrimiento no significará un triunfo significativo en la defensa de los valores occidentales ni incidirá demasiado en el frágil equilibrio político: sólo resolverá un problema interno en el espionaje británico, que no deja de ser un jugador secundario en una guerra que disputan contendientes más poderosos.
Probablemente, Alfredson se atrevió a concentrar en dos horas una novela tan admirablemente construida y tan densa como la de Le Carré porque contaba con un guión excepcional y porque (ya lo mostró en su ópera prima) sabe valerse de todos los elementos que le ofrece el lenguaje del cine para orquestarlos con maestría. En El topo , si bien no abunda la acción y la violencia suele ser sólo una amenaza latente, la tensión es constante; y aunque el paso es calmo como el carácter de Smiley, los hechos se suceden con rapidez. Cada aspecto de la puesta en escena reclama atención -se ha dicho- y en especial el escrupuloso trabajo con los actores. En papeles que tienen la consistencia y la riqueza de matices que sabe conferirles un maestro como Le Carré, cada intérprete -de John Hurt a Tom Hardy, de David Dencik a Colin Firth-, hace una verdadera creación. No hay palabras para celebrar el triunfo de Gary Oldman: la minuciosa elaboración que le ha permitido hacer perceptible, con tamaña economía de recursos, la compleja, conmovedora interioridad de un ser tan lacónico como Smiley es el testimonio más rotundo de su inmenso talento.
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