El pianista: cuenta saldada
Roman Polanski encontró en la novela de Szpilman la historia sobre el Holocausto que quería filmar desde hace años
"Si esta película fracasa, mi carrera está terminada", admitía Roman Polanski a la revista polaca Kino hace dos años, cuando "El pianista" se encontraba en pleno proceso de producción.
Tras una vida tortuosa y al mismo tiempo apasionante, este realizador nacido en París de padres polaco-judíos y formado en la famosa escuela de cine de Lodz de la mano de Andrzej Wajda, para luego huir en 1961 de la censura comunista, tuvo en los últimos veinte años un período artístico bastante errático con apenas cinco largometrajes ("Piratas", "Búsqueda frenética", "Perversa luna de hiel", "La muerte y la doncella" y "La última puerta") que resultaron fracasos comerciales y encontraron más detractores que admiradores entre los críticos. Lejos parecían los tiempos de su consagratoria opera prima, "El cuchillo bajo el agua", o de clásicos como "Repulsión", "Cul-de-sac", "El bebé de Rosemary", "Barrio Chino" o "Tess".
Polanski -que el 18 de agosto próximo cumplirá 70 años- supo siempre que haría una película sobre el Holocausto, pero no quería que la historia fuese autobiográfica. Cuando en 1999 leyó las memorias de Wladyslaw Szpilman, un célebre pianista polaco que sobrevivió al gueto de Varsovia y falleció en 2000, a los 88 años, encontró el material que tanto había buscado. Al poco tiempo consiguió que el mítico productor y amigo personal suyo Alain Sarde, a través del poderoso conglomerado francés Canal Plus, aportara buena parte de los 35 millones de euros necesarios para concretar un largometraje de enormes proporciones y ambiciones, que él mismo define como "el proyecto más personal y extenuante de mi vida".
Buen comienzo
LA NACION estuvo presente en el lanzamiento mundial de "El pianista", en el último Festival de Cannes, donde la carrera internacional no pudo tener un mejor comienzo: la mismísima Palma de Oro. Desde entonces, el aluvión de reconocimientos no paró más e incluyó siete nominaciones a los principales Oscar, el Cesar francés y el Bafta inglés a la mejor película del año. Tras una excelente carrera comercial en los cines galos (acumula más de 1.500.000 espectadores) y en otros mercados, como el estadounidense, el italiano, el español y el británico, finalmente llegará a la cartelera argentina el próximo jueves.
En la complicada, azarosa y siempre desconcertante existencia de Polanski, "El pianista" ha sido saludada como su "regreso" a los primeros planos. Convencido de la trascendencia de su película, aceptó promocionarla como pocas veces lo había hecho con sus trabajos previos. Sin embargo, el director no podrá pisar suelo norteamericano para la entrega de los Oscar, ya que allí los fantasmas del pasado continúan acosándolo. En 1969, su esposa Sharon Tate -que estaba embarazada- fue asesinada por el clan Manson y en los últimos 25 años se ha mantenido como un fugitivo de la justicia estadounidense, desde que en 1977 pasó 42 días en la cárcel por haber mantenido en Los Angeles relaciones sexuales con una menor de 13 años y, tras haber sido condenado definitivamente a prisión, huyó del país.
En diálogo con la prensa extranjera acreditada en Cannes -festival al que volvió luego de la amarga experiencia con "El inquilino", en 1976-, Polanski se distanció de la forma en que Hollywood suele abordar el genocidio judío. "Steven Spielberg me ofreció dirigir "La lista de Schindler" pero yo me negué. El nació para filmar ese tipo de películas grandilocuentes y emotivas; yo quería hacer algo más intimista e introspectivo.”
–¿Qué lo atrapó de las memorias de Szpilman?
–Es una historia sobre la soledad más absoluta, sobre la paranoia de alguien al que sólo le queda huir, esconderse y resistir el hambre y la persecución nazi para mantenerse vivo en un ambiente tan opresivo, fétido y degradante como el gueto de Varsovia. Es un libro sobre la fragilidad y la desesperación humana por preservar la identidad, y especialmente una reivindicación del poder de la música y de las ganas de vivir. Es una mirada muy dura, pero en cierto sentido también optimista, porque habla de los buenos y los malos judíos, de los buenos y malos alemanes, de los buenos y malos polacos.
–¿Fueron importantes los recuerdos de su infancia para conseguir el tono de la película?
–Sí, muy importantes. Pero repito que no se trata de un film autobiográfico. Yo llegué a Polonia a los tres años porque mi familia vivía en París. Nos instalamos en Cracovia, donde con el tiempo los nazis construyeron un gueto bastante similar al de Varsovia. Mis padres fueron llevados a un campo de concentración y mi madre murió allí. Yo pude escapar a los 6 años a través del agujero que había en una peluquería. La historia de Szpilman o el levantamiento del gueto de Varsovia me tocan muy de cerca y por eso fue casi inevitable que yo haya incluido muchos de mis recuerdos y sensaciones en la película. Cuando filmamos esas escenas estaba como poseído y molesto con cualquiera que se me acercara. Es muy fuerte saber que en el gueto murieron de hambre más de 100.000 judíos. La Segunda Guerra Mundial terminó cuando yo tenía 12 años y por eso toda mi infancia, que es el período en el que más fuerte queda impregnada la memoria, estuvo signada por esa verdadera carnicería humana.
–¿Cuál fue el mayor desafío que se le presentó?
–Creo que encontrar el enfoque visual. No quería hacer un acercamiento documentalista a esa época, pero tampoco quería caer en un esteticismo vacío. Intenté evitar el brillo y las imágenes bellas que muchas películas tienen. También tuvimos que hacer muchos cambios en el guión porque la novela original no era filmable. Hicimos unas cuantas recreaciones y agregados, pero manteniendo el espíritu del libro.
–¿Cómo se sintió ante un rodaje tan complejo?
–Por momentos, sentía que no tenía fuerza suficiente como para sostener un ritmo semejante. Reconstruimos el gueto en los célebres estudios alemanes Babelsberg y luego rodamos en calles de Praga y de Varsovia. Fueron 17 semanas ininterrumpidas de 13 o 14 horas de filmación en exteriores con lluvia y frío. Cada vez que llegaba al set a las 4 de la madrugada y había 1500 extras esperándome me conmovía hasta la médula. Hoy siento que me debía ese esfuerzo. Y que valió la pena.
–¿Por qué eligió a un actor norteamericano como Adrien Brody para el papel principal?
–Hicimos un amplio casting en Londres, donde entrevistamos a miles de aspirantes, pero nadie me convenció. Decidí entonces ver a actores norteamericanos y Adrien Brody fue la elección inmediata. Lo había visto trabajar con Steven Soderbergh en “El rey de la colina”, con Terrence Malick en “La delgada línea roja”, con Spike Lee en “S.O.S. Verano infernal” y con Ken Loach en “Pan y rosas”. Es un actor extraordinario, de una entrega, una humildad y una ductilidad pocas veces vistas. No tenía problema en discutir una y otra vez el guión, en practicar durante horas el acento, en subir o bajar de peso, en repetir escenas muy trabajosas. Eso es mucho más difícil que conseguir el parecido físico o aprender a interpretar a Chopin en piano. Fue uno de los soportes más importantes de la película y le estaré eternamente agradecido por lo que hizo.