La película de Anthony Minghella logró varios premios Oscar, pero hasta que se llegó a filmar pasó por varias etapas e incluso estuvo cerca de no realizarse
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Anthony Minghella terminó de leer la nueva novela de Michael Ondaatje en los días posteriores a un rodaje en un hotel de Nueva York. Lo hizo casi en un suspiro e inmediatamente se decidió a llamar a su amigo Saul Zaentz para contarle la tímida epifanía. ¿Quién mejor que el productor de éxitos como Atrapado sin salida (1975) o La insoportable levedad del ser (1988) para convertir en un triunfo de Hollywood aquella aventura literaria? En el pasado, Zaentz había afrontado rodajes arduos en exteriores como el de La costa mosquito (1986), había lidiado con materiales esquivos a la transposición como el texto de Milan Kundera; también había aprendido a caminar los largos pasillos de los estudios de Hollywood, a tocar las puertas para obtener financiamiento, a conseguir la venia para aventurarse a las odiseas más arriesgadas. Esta era una nueva oportunidad. Si bien no había leído la novela, se enteró que en esos días Ondaatje brindaba una lectura cerca de su casa y allí se dirigió para adquirir los derechos de la adaptación de El paciente inglés al cine.
“Comenzó como una breve conversación nocturna entre un paciente quemado y una enfermera”, relataba Ondaatje en el Royal Festival Hall de Londres, en una presentación durante el mes de julio de 2018. “Al principio no tenía en claro dónde sucedía ni quiénes eran los personajes involucrados. Pensé que podría ser una novela corta, todo diálogo, estilo europeo, tipografía grande”. La anécdota corresponde a la chispa inicial de El paciente inglés, novela publicada en 1992 y ganadora del Booker Prize, traducida a más de 38 idiomas y artífice de su repentina fama literaria. Nacido en Sri Lanka y residente en Canadá durante más de 30 años, cuando el poeta publicó su inesperado éxito ya había ganado renombre como ensayista y crítico, había editado poemas y relatos desde los años 70 y hasta había incursionado como documentalista en el cortometraje Sons of Captain Poetry. Las 300 páginas que sedujeron a Minghella y entusiasmaron a Zaentz como para visitarlo de improviso, le abrieron un nuevo horizonte a esa charla secreta entre un hombre quemado y su secreta protectora.
La gestación del guion y la fugaz participación de la FOX
Cuando llegaron a un acuerdo con Zaentz para buscar financiamiento y llevar la novela de Ondaatje al cine, Minghella no tenía demasiados pergaminos que lo precedieran. Nacido en la Isla de Wright, de padres italianos, había dirigido apenas tres películas –entre ellas la muy buena La magia del amor (1990), con Alan Rickman y Juliet Stevenson- y su experiencia como dramaturgo fue suficiente para que decidiera hacerse cargo del guion. Más de veinte tratamientos fueron desechados, cambios de estructura, alteraciones temporales, reescritura de los diálogos. Minghella demoró casi dos años hasta lograr un guion que pudiera seducir a los productores como para invertir en una historia que, por escenarios y ambientación, iba a resultar costosa. “Durante la escritura, e incluso en el tiempo del rodaje –contaba en una entrevista con el diario El País en 1997-, sentía que la clave estaba en la enfermera Hana, en la guerra, en la historia del desierto y el espionaje. No era tan consciente del influjo que la historia de amor impondría sobre toda la película. Creo que el corazón es un horno de fuego y en nombre del amor nos volvemos ciegos, sordos, estúpidos, pero también traidores e inmorales”.
La construcción de la historia de amor entre el conde de Almásy y Katharine Clifton se volvió ese corazón sumergido en el pasado, revelado a retazos por la memoria fracturada del paciente agonizante en la villa toscana. El uso de Almásy como narrador intermitente le permitió a Minghella hilvanar el presente y el pasado, concebirlo como un tiempo único que emerge de su interior, de sus días en el desierto trazando mapas, de sus amores ilícitos con la esposa de uno de los expedicionarios, para gravitar en el crepúsculo de la guerra en Italia, en la comunión con la enfermera Hana que también carga con sus heridas. “El proceso de escritura tuvo infinitas idas y vueltas, lo viví con una permanente sensación de amenaza, con la convicción de que si perdía el pulso todo se caía a pedazos. Lo importante era establecer paralelismos entre ambos tiempos para precipitar la memoria al modo de un rompecabezas”, señaló.
El primer estudio interesado en el proyecto fue la Fox, a la que Zaentz convenció del sentido épico de la producción que tenía entre manos, heredera del cine de las grandes gestas de antaño como Lawrence de Arabia (1962) de David Lean, La amante del teniente francés (1981) de Karel Reisz o Refugio para el amor (1990) de Bernardo Bertolucci. Las exigencias del estudio pasaron entonces por la elección del elenco. Primero se convocó a Daniel Day-Lewis para dar vida al conde de Almásy, pero el actor dijo que no; luego se pensó en Bruce Willis para interpretar a Caravaggio, el ángel vengador de las manos heridas, pero la estrella de Duro de matar terminó declinando por asuntos de agenda. El conflicto más importante llegó con la elección de la actriz que daría vida a Katharine Clifton, la dama inglesa que enamoraba a Almásy en el desierto, la heroína etérea guardada en el pedestal del recuerdo. La Fox quería a Demi Moore, que entonces se encontraba en la cima de su fama luego de éxitos como Ghost y Propuesta indecente, mientras Minghella recibía una carta que le anunciaba la decisión final: “Soy la K de tu película”.
La elección del elenco y el rodaje en el desierto tunesino
Fue fi quien seducida por la poesía de la escritura de Ondaatje decidió convencer a Minghella de que podía ser la protagonista de aquella historia pese a las conspiraciones del estudio. “Leí la novela y me enamoré de ella”, contaba en una entrevista con The Guardian en 2016. “Cuando escuché que iban a filmar la película, pensé: ‘Dios, tengo que hacerla’. Me reuní con Minghella en un almuerzo y fue desastroso; estaba tan nerviosa y abrumada por el entusiasmo que no supe qué decir. Sabía que mi nombre era una elección arriesgada: acababa de tener mi segundo hijo y no tenía demasiada confianza en mí misma, pero luego le escribí la carta y conseguí una prueba con Ralph Fiennes”. Para entonces Minghella ya se había decidido por Fiennes para el conde de Almásy; había desestimado a Sean Connery, John Goodman y Danny De Vito para Caravaggio, en virtud de Willem Dafoe; y había enriquecido a la enfermera Hana para tentar a Juliette Binoche. “Cuando hicimos la lectura con Ralph [Fiennes] todo parecía estar en su lugar. Anthony [Minghella] nos dijo: ‘¿Podemos hacerla de nuevo?’ Y después me confirmó que el papel era mío. Sin embargo pasaron los meses y no había novedades. Me fui de vacaciones y cuando volví llamé al estudio en Italia. Finalmente alguien atendió y me dijo que empezábamos el rodaje en septiembre”.
Lo que Kristin Scott Thomas no sabía entonces era que la producción se había caído. La Fox se había retirado por desavenencias en la conformación del elenco y algunos detalles en la construcción del guion y Zaentz tuvo que salir a buscar nuevos productores. Así entraron en escena los hermanos Weinstein y El paciente inglés se convirtió en una de las primeras películas cuyos premios Oscar cimentaron el prestigio de Miramax. El rodaje se instaló en el desierto tunesino, en el mismo lugar donde se habían filmado algunas escenas de Star Wars en los años 70 y 80. Cuando llegó el mes de noviembre el clima se hizo demasiado caluroso durante el día y muy frío en la noche. “De pronto alguien del equipo aparecía con una bolsa de agua caliente y una campera de plumas pero no servía de mucho cuando el viento era helado a las cuatro de la mañana y yo llevaba un vestido ligero”, recordaba Scott Thomas. “Pero fue una experiencia maravillosa: ir a trabajar dando tumbos arriba de una Land Rover a las cinco de la mañana, frente a los hermosos paisajes y escuchando a lo lejos las llamadas a la oración de los lugareños”. Esos mismos lugareños y algunos turistas fueron los que oficiaron de extras en la escena del tiroteo alemán al avión de Almásy que aparece al comienzo de la película.
Para Ralph Fiennes el rodaje también resultó arduo debido al complejo maquillaje que debía llevar para la apariencia de sus quemaduras. El cuerpo abrasado de su personaje no solo tenía que ser médicamente verosímil sino que al mismo tiempo tenía que sugerir la cartografía de aquel desierto, la textura de un paisaje que ahora conservaba adherido a su piel. Cada día el equipo de vestuario y maquillaje liderado por Anne Roth, Giusepe Desiato y Giacomo Iovino tardaba más de cinco horas en preparar al actor de cuerpo entero, aun cuando varias de las escenas estaban concebidas en primeros planos. Mientras tanto, Minghella trabaja en la banda sonora junto al compositor Gabriel Yale, a quien conocía desde 1994 cuando habían colaborado en un anuncio publicitario para los primeros teléfonos móviles. “Anthony no solo era un gran escritor y director sino un músico talentoso y ecléctico que amaba el pop, el jazz y la música clásica”, recordaba Yale en un evento en el Barbican de Londres en abril de 2016. “Le gustó la música que compuse para Betty Blue (1986) y me convocó para El paciente inglés. Sabía que a mí me gustaba componer la música en las etapas iniciales de producción, incluso antes del rodaje”.
El arte de la música y el montaje
Minghella le había entregado el guion a Yale a comienzos de 1995 con claras especificaciones de las tres pistas que quería para la partitura de la película: la primera pista era una melodía de ecos orientales; la segunda, Giacomo Puccini y su elegancia armónica; la tercera, Johann Sebastian Bach. Minghella sugirió también utilizar “Szerelem, Szerelem”, una canción popular húngara cantada por Márta Sebestyén. Por entonces Yale vivía en una isla de Bretaña y viajó a San Francisco para interpretar las partituras frente a Minghella, Zaentz y el montajista Walter Murch antes de comenzar el rodaje. En los meses siguientes intercambiaron faxes y llamados con sugerencias y la partitura se fue ajustando a las imágenes en sincronía con la fotografía del australiano John Seale, quien definió la paleta de colores del desierto con ecos del cine de su país –sobre todo la estética de Peter Weir en el corazón del nuevo cine australiano. Lo que restaba era amalgamar esos materiales en la instancia de montaje, proceso que resultó arduo para Minghella y que llevó larguísimos meses de trabajo de posproducción.
“El trabajo que hizo Minghella con la música fue similar al que habían hecho Coppola y David Shire en La conversación (1972): escribir la partitura antes incluso del rodaje. Fue un procedimiento que en su momento resultó exitoso, pero habían pasado más de 20 años hasta que lo hicimos con El paciente inglés”, explicaba en una entrevista con The Guardian el montajista Walter Murch. “Ayudó mucho que Anthony [Minghella] fuera músico: la comunicación logística y artística entre él y Gabriel [Yale] fue fácil y profunda como no he visto antes entre director y compositor”. Murch comenzó su trabajo de manera analógica, pero debió pasar al sistema digital debido a que su hijo sufrió un accidente y decidió trabajar desde su casa para cuidarlo (parte de su experiencia se registró en la segunda edición de su libro sobre montaje, In the Blink of an Eye). Durante ese inesperado proceso de montaje, Murch tuvo que pedir una melodía de reemplazo para el aria de las Variaciones de Goldberg de Bach porque no funcionaba con las imágenes. “Me tomó mucho tiempo escribir una melodía nueva, un preludio de piano a tres voces”, confesaba Yale. “Finalmente di con el tema y se utilizó, entre otras, en la escena en la que Juliette Binoche es izada con una cuerda en la iglesia iluminada con antorchas”. Para Minghella, como reflexionaba en la entrevista con El País, el montaje debía ser más transparente que en la novela: “Fue un montaje fluido en el que intentamos que las transiciones fueran necesarias antes que nostálgicas. Quería recuperar un cierto sentido épico, recogiendo el impulso de un cine de hace treinta o cuarenta años, donde el sentido era una obligación”.
A la hora de firmar el acuerdo con los Weinstein, Saul Zaentz aportó 6 millones de dólares del presupuesto final –que superó los 25 millones en total- para conservar el corte final. Así Minghella llegó a un primer metraje de cuatro horas y diez minutos y en conversaciones con Zaentz y Murch consiguieron reducir la duración final a 162 minutos. La película se estrenó en noviembre de 1996 en Los Ángeles y en pocos meses superó ampliamente las expectativas de la taquilla. Al año siguiente se convirtió en la favorita de la temporada de premios y coronó su recorrido con nueve Oscar (de las 12 nominaciones) que incluían las principales categorías: mejor película, mejor director y mejor actriz de reparto para Juliette Binoche por su interpretación de la enfermera Hana. Fue una de las últimas películas –junto Titanic el año siguiente- que puso al melodrama romántico a la cabeza de la crítica y la recaudación. Los años 90 cerraban una era del cine analógico, construido en base a historias de corazón clásico, esquivas a los efectos especiales, sostenidas en una fibra que Hollywood había edificado como su esencia en el pasado. La llegada de la nueva trilogía Star Wars, la aparición del ciclo Marvel y las sucesivas alianzas entre estudios y negocios digitales cambiaban el cine para siempre. El paciente inglés fue una de sus despedidas.
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