Sin otro estímulo, el actor protagonizó junto a Jean Simmons un melodrama romántico carente de las grandes escenas bélicas que promete mostrar la nueva película sobre el mismo personaje a punto de estrenarse en los cines
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La primera gran superproducción que Hollywood lanza al mundo después de los desgastantes e interminables 118 días de huelga actoral en la capital del entrenamiento es el Napoleón de Ridley Scott, protagonizado por Joaquin Phoenix. Variety acaba de definirla como “una película grandilocuente de la vieja escuela sobre grandes hombres, del tipo que dominó el cine de Hollywood a finales de los años 50 y principios de los 60″.
Aunque se filmó y se estrenó un poco antes, en 1954, el Napoleón Bonaparte por excelencia del Hollywood clásico responde a esa descripción. Y lleva el rostro, inesperado para muchos, de Marlon Brando. Ese Napoleón es un “hombre del destino”, como se define a sí mismo en su primer encuentro con Desirée Clary (Jean Simmons), la joven hija de un comerciante marsellés de la que se enamora en las sombras poco antes de iniciar la primera de las campañas que lo convertirán en el hombre más poderoso de Francia y de la Europa de su tiempo.
El título original de la película, Desirée, habla a las claras del lugar que ocupa en ella cada uno de sus protagonistas. Para su estreno en la Argentina se eligió un matiz destinado a realzar el nombre de la figura histórica principal del relato: Desirée, la amante de Napoleón.
Fuera de este detalle, el nombre más importante es el del principal personaje femenino. Desirée además oficia de narradora de un relato histórico que recorre la vida de Napoleón a través de sucesivos y notorios saltos temporales. Lo que menos se ve del Gran Corso es su vida militar. Se habla, por supuesto, de todas las conquistas territoriales y de poder que va acumulando en un camino de apogeo y decadencia, pero sin una sola imagen en el campo de batalla. Precisamente lo que distingue, de acuerdo con todos los anticipos, al Napoleón de Ridley Scott que llega a los cines argentinos este jueves 23 de noviembre.
“Gran parte del material del libro en el que está inspirada la película fue tomado del diario de una joven que estaba enamorada y fue abandonada. Yo quería conservar la intensidad y la ternura de ese diario cuando la historia se llevara al público del cine”, comentó el director de la película, Henry Koster, un reconocido artesano de la época clásica dominada por los grandes estudios de Hollywood. En sus manos, Desirée, la amante de Napoleón, toma considerable distancia de la épica histórica con la que se identifica ahora Scott para asomarse a ese momento de la historia en clave melodramática. En una historia de amor que no sale bien.
Koster pertenecía a esa raza de directores siempre dispuestos, y no solo por meras cuestiones contractuales, a transformar en películas las instrucciones precisas de los poderosos dueños de los estudios. En este caso, el mandato de Darryl Zanuck, el mandamás de 20th Century Fox, responsable de la producción del primer film en colores (y en formato Cinemascope) de toda la carrera de Brando.
En 1954, Brando le debía una película a Zanuck. Esa obligación estaba impuesta en una cláusula adicional del contrato que el actor había firmado con Fox antes de filmar ¡Viva Zapata!, la segunda película que iba a hacer a las órdenes de Elia Kazan después de su extraordinaria consagración con Un tranvía llamado deseo.
La habilidad de Zanuck logró esta vez que Brando no impusiera su voluntad, como hizo a lo largo de toda su carrera, y se acomodara a las necesidades del poderoso dueño del estudio. Su módico triunfo en el medio de toda esa discusión fue negarse a protagonizar Sinuhé el egipcio con Michael Curtiz. No estaba dispuesto a someterse por completo a las decisiones del prolífico director de Casablanca, a quien no le gustaba intercambiar impresiones sobre el rumbo de sus películas con los actores. Y mucho menos a compartir cartel en ese proyecto con la preferida de Zanuck, la actriz Bella Darvi.
Atormentado por el cuadro terminal de la enfermedad que por entonces atravesaba su madre, Brando decidió quedarse con ella para acompañarla en sus últimos días y de paso tomar distancia definitiva de la película, sin preocuparse demasiado por la demanda de dos millones de dólares por incumplimiento de contrato que Fox estaba decidido a presentar en su contra.
Finalmente se llegó a un acuerdo. Brando podía olvidarse de Sinuhé el egipcio, pero tenía que hacer otra película elegida por Zanuck. Ahí apareció Desirée y, con ella, la oportunidad para Brando de convertirse en Napoleón. Curiosamente, estos dos proyectos (el que Brando se negó a filmar y el que finalmente aceptó) tuvieron a la misma estrella femenina: Jean Simmons.
La novela histórica de Annemarie Selinko en la que se inspira Desirée fue un gran éxito editorial en su tiempo. El público se apasionó por la historia de la muchacha francesa amada en secreto por el Gran Corso después de que su hermana se casara con José Bonaparte (Cameron Mitchell), hermano de Napoleón. Y también por el curso que tomaron luego los acontecimientos: mientras Napoleón pisaba cada vez más fuerte en Europa con sus exitosas campañas militares, Desirée se casó (más por interés que por amor) con uno de sus lugartenientes, el general Jean-Baptiste Bernadotte (Michael Rennie). Mientras tanto, Napoleón desposaba a la elegantísima viuda Josephine de Beauharnais, la famosa Josefina (Merle Oberon). ¿Acaso el deseo oculto de Desirée era aprovechar la cercanía de su marido con Napoleón para estar siempre cerca del hombre al que verdaderamente amaba?
En su biografía de Brando, el crítico y ensayista Richard Schickel define a Desirée, la amante de Napoleón como “un film absurdo, absolutamente característico de ese tipo de enormes y lentísimos artefactos que empezaban a cruzar pesadamente el paisaje cinematográfico de esa época”. También define a Koster como un realizador limitado, representante de lo que “ha sido siempre la espina dorsal de la mediocridad de Hollywood”. Al parecer, Zanuck le confió este proyecto como una suerte de premio por el éxito de su anterior película, El manto sagrado, uno de los mayores éxitos del Hollywood clásico sobre la Pasión de Jesucristo, al punto que volvía a los cines (también en la Argentina) en cada nueva Semana Santa, algo que ocurrió durante varias décadas.
Koster fue una elección de segunda mano, porque la intención original de Fox fue contratar a Anatole Litvak, un realizador mucho más sólido y de mayor personalidad. Pero en febrero de 1954, antes de poner en marcha el rodaje, Litvak dejó el proyecto después de un desacuerdo insalvable con el estudio. También los actores protagónicos fueron elegidos después del descarte de los intérpretes que Zanuck había imaginado en un principio: la pareja integrada por Laurence Olivier y Vivien Leigh.
Finalmente, cuando la prensa de Hollywood confirmó que Brando aceptaba personificar a Napoleón, se anunció al mismo tiempo que Fox retiraba la millonaria demanda contra el actor por incumplimiento de contrato. Zanuck había triunfado una vez más. En la evaluación de los críticos de la época, la película resultó decepcionante, pero se aseguró una repercusión en la taquilla mucho mayor a la del otro gran proyecto de Brando en ese mismo año, Nido de ratas (On the Waterfront).
Con el tiempo, sin embargo, Nido de ratas es la que perdura en la memoria del espectador y conserva intacto su interés hasta nuestros días. En cambio, del Napoleón de Brando pocos se acuerdan y ni siquiera las dos nominaciones al Oscar que obtuvo la película (en las categorías de dirección de arte y vestuario) lograron alterar esa tendencia.
Ciertamente estos dos rubros son los que mejor funcionan en una película llamativamente apagada y sobre todo rígida, demasiado condicionada a la letra del texto original. Lo más curioso es el tipo de interpretación elegida por Brando para un personaje que a primera vista parecía adaptarse al temperamento volcánico e impulsivo del actor. Lo que faltaba era ese golpe de instinto que alterara el ritmo anodino y previsible de un relato de época incapaz de llamar la atención.
Cuenta Schickel en su libro biográfico sobre Brando que no hubo en este caso ningún tipo de explosión temperamental o actitud revulsiva por parte del actor. “Su humor era más bien malicioso, como el de un alumno de secundaria que se somete a un castigo dejando traslucir su impaciencia, pero solo lo justo para que el castigo no se viera aumentado”, escribe.
La actuación de Brando, según Schickel, fue técnicamente intachable y emocionalmente ausente, marcada por el desapego. “Simplemente se limitó a interpretar de mala gana su papel, quedándose a un solo paso de la insubordinación legalmente sancionable”, agrega. El de Brando es el Napoleón “menos vehemente de la historia del cine” con un estilo más propio “de un erudito distraído que de un conquistador imperial”.
Con una voz susurrante y las manos unidas todo el tiempo sobre la espalda, Brando desconcierta a todos con una composición minimalista y casi inexpresiva, sin la mínima emoción. Muy lejos de la carismática figura que llegó a ser, como afirmó en 2004 Peter Bogdanovich, el actor más influyente de los últimos 50 años y la primera estrella del cine capaz de desafiar sus límites de tal manera que ninguna de sus películas se pareció en lo más mínimo a la anterior.
Parece imposible incorporar en ese cuadro a un personaje casi inexistente como su Napoleón. El propio actor pareció admitirlo cada vez que hablaba con la prensa durante el rodaje, sobre todo cuando alguien quiso saber cómo vivía el hecho de haber cambiado la musculosa de Un tranvía llamado deseo por la ceñida, exagerada y sofocante vestimenta napoleónica (cuellos altos, grandes capotes, túnicas imponentes, uniformes pesados). “Si los periodistas escribieran sobre mí como Napoleón estaría bien. Pero cuando escriben sobre mí como Marlon Brando a nadie le importa un comino. En un momento aparezco con una capa con 25 metros de armiño. Seguro que maté muchas comadrejas para esto”, bromeó una vez.
Las preocupaciones de los productores eran otras. Como Brando no les complicó la vida durante el rodaje se volcaron a la atención en otros detalles mucho más exigentes como la construcción en los estudios de la Fox en Los Ángeles de un duplicado casi exacto del imponente gran salón de las Tullerías, uno de los 50 decorados diferentes armados especialmente para el film. Esta réplica, utilizada para la escena del gran baile de Año Nuevo, costó unos 55.000 dólares de la época, que si se ajustan por inflación equivalen a algo más de medio millón de dólares en la actualidad. El rodaje en Cinemascope realza al mismo tiempo el gran cuidado visual que tiene esta película.
Un poco más tarde, en la intimidad de un espacio más reservado, Brando y Jean Simmons bailan un vals al compás del sonido de una caja de música valuada en 20.000 dólares que perteneció a la auténtica María Antonieta. En esa escena Simmons luce una elegantísima bata, propia de un tiempo en el que las mujeres cuidaban mucho más su vestuario antes de acostarse que en las reuniones sociales, según contó uno de los vestuaristas de la película.
Habrá a partir de esta semana comparaciones inevitables entre el Napoleón que Brando llevó al cine hace casi siete décadas y el mismo personaje ahora interpretado por un genuino heredero de la misma escuela actoral como Joaquin Phoenix. Pero fue el propio Brando, en su tiempo, el primero en advertir que este personaje no lo enorgullecía demasiado. Su decepción, disimulada detrás de una suerte de apagado trabajo a reglamento, quedó acuñada en estas palabras que su biógrafo se ocupó de rescatar: “La mayoría de las veces me limito a dejar que sea el maquillaje el que interprete. El cine, para mí, es una forma de ganarme la vida. Cualquier otra satisfacción que consiga es adicional”.
Desirée, la amante de Napoleón está disponible en Star+
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