El legado de Billy Wilder
Obras maestras del cine negro, el melodrama y la comedia
A la hora de buscar un exponente modélico, casi definitorio, del cine negro, el primero que aparece es “Pacto de sangre” (1944). Si la idea es encontrar el melodrama más sórdido y conmovedor, figurará “Días sin huella” (1945). Entre las múltiples variantes de la comedia, “Una Eva y dos Adanes” (1959) probablemente sea un referente dentro de las farsescas; “Sabrina” (1954) o “Amor en la tarde” (1957), entre las románticas; “Piso de soltero” (1960), entre las de cierto sesgo dramático; y “El ocaso de una vida” (1950), entre las más oscuras; mientras que “Testigo de cargo” (1957) resultará emblemático entre los thrillers judiciales, e “Infierno 17” (1953), entre las historias de campos de concentración.
¿Qué tienen en común todas estas películas tan distintas entre sí? Fueron dirigidas por Billy Wilder, el último de los grandes realizadores del Hollywood clásico, que murió, a los 95 años, el miércoles último, tal como informó ayer La Nacion.
“Un experto en construir comedias amargas y dramas divertidos.” La definición, perfecta, es del director español Fernando Trueba, uno de los tantos admiradores confesos que tuvo el creador de “La mundana” (1948), ejemplo de esta capacidad para montar una comedia con toques románticos y musicales (con la gran Marlene Dietrich) en el Berlín devastado de la posguerra.
No le faltaron a este multifacético artista los reconocimientos en vida: ganó siete premios Oscar (incluido el Irving Thalberg a la trayectoria) y sigue manteniendo el récord de nominaciones (20) en las categorías de dirección y guión, por encima de las 19 cosechadas hasta ahora por Woody Allen. También ostenta el halago de haber sido el primero en recibir tres estatuillas en la misma noche como productor, director y guionista de “Piso de soltero”.
Nacido en un pueblo del imperio austro-húngaro (hoy parte de Polonia), se mudó a Alemania (donde comenzó junto con otros grandes emigrados como Fred Zinnemann, Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer), luego se escapó del nazismo y filmó en Francia, para finalmente radicarse en Hollywood a partir de 1933. Allí, especialmente durante las siguientes tres décadas, realizaría varias obras maestras de la historia del cine.
Tratar de abarcar en pocas líneas la inmensa trayectoria y la decisiva influencia de Wilder como director y guionista resultaría una tarea titánica y, finalmente, imposible.
A continuación, algunos datos y elementos valorativos para (intentar) reflejar el alcance y el valor de su filmografía:
- Fue un notable guionista. Comenzó escribiendo con contrato de la Paramount –el principal estudio de la época dorada de la comedia– para otros realizadores, como Howard Hawks (“Bola de fuego”) y Ernst Lubitsch (“La octava mujer de Barbazul”, “Ninotchka”), que fue su gran amigo y mentor. En aquel momento, saltaron también a la dirección sus compañeros Preston Sturges, Leo McCarey y Joseph L. Mankiewicz. En la faceta de libretista, conformó durante años míticas asociaciones creativas junto con Charles Brackett (que lo introdujo en el círculo de Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald) y luego con I. A. L. Diamond.
- Es considerado como uno de los primeros “autores” dentro del sistema de los estudios. Escribió y dirigió 25 de sus largometrajes. También pasó de cobrar 250 dólares por semana como “empleado” de la Paramount a producir sus propios films. Así, se convirtió en millonario y reunió una de las colecciones de arte más importantes de los Estados Unidos.
- Tuvo una capacidad singular para descubrir y consolidar estrellas. Puso el ojo en Jack Lemmon (su principal alter-ego), Walther Matthau, William Holden, Audrey Hepburn, Charles Laughton, Gloria Swanson, Kirk Douglas, Tony Curtis, Ray Milland, Ginger Rogers, James Cagney, Marlene Dietrich, Shirley MacLaine, y le fue muy bien con ellas. Tuvo, en cambio, públicas disputas con Humphrey Bogart y Marilyn Monroe. Sin embargo, fue el único realizador en trabajar dos veces junto a esta diva, a quien dirigió en “La comezón del séptimo año” (1955) y en la apuntada “Una Eva y dos Adanes”, conformando un hilarante triángulo junto con Lemmon y Tony Curtis.
- Siendo un inmigrante europeo que no sabía una sola palabra de inglés, tuvo la capacidad no sólo de asimilarse a Hollywood, sino también de poder captar y describir con una mirada irónica e impiadosa las profundas miserias, contradicciones e hipocresías de la sociedad estadounidense. Una acidez que compartió con emigrados como Lubitsch, Otto Preminger y Fritz Lang, entre otros.
- Cínico como pocos, se negó a trabajar sobre la figura del héroe inmaculado. Los protagonistas de sus films fueron muchas veces marginales, gángsters o prostitutas (“Irma la dulce”, “Bésame, tonto” o “Primera plana”).
- Manejó con soltura todos los géneros y estilos. En “Días sin huella”, para conseguir una sensación de cinema-verité, rompió con los preceptos de Hollywood de rodar siempre en estudios y, en la línea del neorrealismo, filmó en las calles de Nueva York con una cámara oculta para mostrar de la manera más auténtica posible las penurias del alcohólico interpretado por Ray Milland. La película ganó la primera Palma de Oro en el Festival de Cannes.
- Tuvo una enorme influencia en varias generaciones de directores. Varios de ellos (desde Trueba hasta Cameron Crowe) le dedicaron textos sobre su vida y su obra. Además, tres de sus films fueron llevados como musicales a Broadway con suerte diversa: “Piso de soltero” se convirtió en “Promises, promises”; “Una Eva y dos Adanes”, en “Sugar”, y “El ocaso de una vida”, en “Sunset Blvd”.
Pero no todas fueron éxitos, halagos y gratificaciones en su vida. Desde el fracaso de “Bésame, tonto” (1964), una farsa sexual que le trajo serios problemas con los estudios, la prensa, la Iglesia, los políticos y sus colegas, su carrera inició una pendiente que derivó en su retiro, en 1981.
Desde entonces, intentó concretar varios proyectos (estuvo cerca de filmar “La lista de Schindler”), pero nunca pudo regresar. Incluso su cine fue duramente cuestionado por varios críticos e investigadores de la talla de Andrew Sarris, Pauline Kael o David Thomson. Este último lo denostó por priorizar siempre el valor de los diálogos y de la narración en off por sobre la potencia de las imágenes. Más allá de lo justo o no de este reparo, lo cierto es que él podría haberle respondido con la célebre frase final de “Una Eva y dos Adanes”: “Nadie es perfecto”.
Aunque, tratándose de Wilder, casi lo es.
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