El irlandés conquista Devoto: qué puede cambiar en el circuito de cine arte local gracias a Netflix
El irlandés es un gran éxito en los cines aunque haya perdido en su segunda semana algo más de la mitad de las salas que la proyectaban desde su estreno en pantalla grande, el jueves 21. No deja de ser un acontecimiento que la película de Martin Scorsese se mantenga en cartel en una veintena de salas de todo el país en el mismo momento en que está disponible en streaming para los abonados de Netflix. En estos tiempos de nuevos paradigmas consolidados en el consumo de entretenimiento, la comodidad del hogar se convierte en una tentación difícil de resistir para un público cada vez más acostumbrado a este nuevo ejercicio.
Pero por más que Netflix haya aportado los 160 millones de dólares que Martin Scorsese necesitaba para hacer una de sus obras magnas, frente a la negativa del resto de los estudios grandes y tradicionales de Hollywood, El irlandéses una película hecha para ser vista y disfrutada en el cine. Las funciones a sala llena en muchos de los cines que la exhiben, algo que se hizo costumbre desde el estreno sobre todo en las ciudades más importantes del país, lo demuestra y ratifica. Lo que ocurre en el Cinema Devoto, el único complejo de la Capital Federal que aceptó programar la película, es una muestra ejemplar de esta conducta.
No pocos lamentaron que el acceso a esta película en una sala de cine haya quedado tan profundamente restringido. Muchos hubiesen querido que los espacios más característicos de exhibición del cine arte que se mantienen en funcionamiento en la Capital Federal incluyeran a la película de Scorsese. Más de uno imaginó que, por ejemplo, de haber sido programado en el Lorca se hubiesen repetido aquéllas memorables imágenes de dos décadas atrás, cuando la fila que esperaba ingresar a la tradicional sala de la avenida Corrientes para ver El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, daba casi la vuelta a la manzana.
Todo esto ocurre en medio de febriles discusiones sobre las perspectivas de futuro, para muchos oscuras, que se auguran para la proyección de las películas de autor en los cines. Hace pocos días, de paso por Madrid, el renombrado guionista Robert McKee alentó a los asistentes del seminario que ofreció diciendo que el cine como arte no desaparecerá. Pero de inmediato advirtió que lo que está en peligro "es el medio". Según la reconstrucción de su charla que hizo el diario El País, McKee dijo que "se acabará eso de pasear y sentarse en una sala junto a otros espectadores".
¿Qué podrían decir frente a este pronóstico quienes permanecieron el miércoles pasado al sol varias horas en una interminable fila que arrancaba en el cine Gaumont, esperando el momento de comprar entradas parala nueva Semana del Cine de Cannes programada para la semana que viene? Con títulos que participaron en la sección oficial del festival más importante del mundo (y que difícilmente tendrán estreno comercial en la Argentina) y entradas al irresistible precio de 30 pesos, la convocatoria siempre superará a la capacidad disponible de butacas. Mucho más este año, porque la sala principal del Gaumont, de casi 500 localidades, está en un demoradísimo proceso de refacciones y la Semana de Cannes se hará esta vez en la sala 3, mucho más pequeña (entra menos de la mitad del público de la sala 1). El hombre fuerte del festival de Cannes, Thierry Fremaux, que nos visita todos los años para presentar en persona esta muestra que él mismo programa, no podrá este año decir que le comentará a los directores de las películas en exhibición que sus obras se proyectan en un cine argentino ante una multitud.
Lo que pasó con la Semana de Cannes y con El irlandés son muestras que no pueden desdeñarse. Son además casos testigo, sobre todo lo que ocurre con la película de Scorsese, de un proceso de mutación en el comportamiento del público y de la industria que debemos tomar muy en cuenta como inventario para el futuro. El sistema tradicional de exhibición resistió con mucha fuerza la llegada a los cines argentinos de las películas más fuertes presentadas por Netflix. Se niegan a ceder las tradicionales ventajas que nacen de contar con la exclusividad de la primera ventana de lanzamiento de una película por un tiempo que el gigante del streaming se resiste a convalidar. Ahora, a partir del próximo jueves, Los dos papas llegará también a la mayoría de los cines que proyectan El irlandés (sin agregados de nuevas salas) con más tiempo en cartel, unas tres semanas, antes de su lanzamiento en streaming. Y lamentablemente no fructificó la idea de repetir la experiencia con Historia de un matrimonio (A Marriage Story), que llegó esta semana por ejemplo a un par de salas del circuito independiente de exhibición de Chile antes de su lanzamiento en Netflix. Habrá que esperar en el caso argentino hasta el 6 de diciembre para limitarse a ver en streaming una de las grandes candidatas a competir por el Oscar en las máximas categorías.
Hacia el futuro, esta sucesión de experiencias abre una serie de interrogantes simultáneos. ¿Por qué algunos de los títulos más atractivos del momento, producidos fuera del sistema tradicional, no pueden llegar como corresponde a los cines si el público (como lo estamos comprobando) lo quiere y lo pide? ¿Qué pasará de aquí en adelante con la llegada a la pantalla grande de muchas películas de autor muy prestigiosas, con directores renombrados, si los dueños de los derechos (que en muchos casos pertenecen a las majors) muchas veces deciden no estrenarlas en los cines invocando decisiones estratégicas regionales o de sus casas matrices? ¿Qué harán los distribuidores independientes interesados en que siga llegando este material al público cinéfilo argentino si, como todo lo indica, la inmensa mayoría de las bocas de exhibición quedará acotada cada vez más al estreno de los megatanques?
Lamentablemente, una parte del público acostumbrada al nuevo tipo de consumo impuesto por la revolución del streaming contribuye a la confusión y a los equívocos. En los últimos días, a propósito de El irlandés, se abrió una febril discusión en redes sociales a propósito de la duración de la película (210 minutos) y la incomodidad para muchos para verla de una sola vez, desdeñando a partir de esta opinión el valor y la importancia de seguirla en cines. Suena extraño desvalorizar a una película por su extensión y decir, entre otras cosas, que no es interesante ni atractivo verla por esa razón de manera bastante despectiva e irónica, por parte de las mismas personas que se jactan de las maratones de series y la práctica televisiva del binge watching que las mantiene durante noches enteras de insomnio frente a una pantalla, antes de reclamar a los gritos más temporadas.
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