El hombre que amaba a los platos voladores: lejos del rigor de una biopic, una mirada humorística de un personaje en su época
El nuevo film de Diego Lerman reconstruye el camino de José De Zer en su viaje hacia un encuentro profético que fue furor en la televisión argentina de finales de los 80
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El hombre que amaba a los platos voladores (Argentina/2024). Dirección: Diego Lerman. Guion: Diego Lerman y Adrián Biniez. Fotografía y cámara: Wojciech Staroń. Edición: Federico Rotstein. Música: José Villalobos. Elenco: Leonardo Sbaraglia, Sergio Prina, Osmar Núñez, Renata Lerman, María Merlino, Agustín Rittano, Norman Briski, Daniel Aráoz, Mónica Ayos. Calificación: No disponible. Estreno: salas de cine y a partir del 18/10 en Netflix. Duración: 107 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
¿Cómo abordar el personaje de José De Zer? Quizás para los más jóvenes sea un desconocido, un hallazgo de esta nueva película de Diego Lerman (Una especie de familia, El suplente), pero para los que ya tienen unos años, De Zer fue una figura estelar de la televisión de finales de los 80, aquel que asomó en Nuevediario como el artífice de una saga noticiosa que tenía a los ovnis y el cerro Uritorco como epicentro. También había sido el periodista que cubrió el copamiento al cuartel de La Tablada, un cronista de espectáculos de la noche porteña, un artista en la búsqueda de interés allí donde no parecía haber más que abulia y monotonía. ¿Cómo abordar a ese personaje tan querido por sus compañeros, extravagante en sus apariciones públicas, con su pelo canoso y sus alaridos al camarógrafo apodado ‘Changuito’? Como “el hombre que amaba a los platos voladores”, nos dice Lerman, y nos invita a la aventura de su descubrimiento.
José De Zer (Leonardo Sbaraglia) camina y camina por los largos pasillos de un teatro de revista a la espera de saludar a la estrella, la estridente Mónica (Mónica Ayos), con sus pelucas y atrezzos que van y vienen entre el escenario y el set de la televisión. José se mueve como pez en el agua, con su camperita clara ajustada a la cintura, su sonrisa de dientes blancos y una alegría de estar ahí, en el medio de “la movida”, que resulta contagiosa. De repente, un problema coronario lo deposita en la cama de un hospital y le ofrece una visión: sus horas de extravío en el desierto del Sinái durante la Guerra de los Seis Días regresan como una ráfaga a su memoria, quizás como una señal de lo que vendrá, como el preámbulo de un volantazo para su carrera como cronista en la televisión. Un pequeño pueblo de Córdoba busca reinventar su protagonismo turístico gracias al rumor de que objetos voladores no identificados han sido avistados en la zona. ¿Una trampa de los inversores que buscan revaluar sus tierras o una leyenda creída por los lugareños? No importa, porque José va hacia allí con el Chango (Sergio Prina, notable) como copiloto, a revolucionar el pueblo de montaña y convertirlo en el germen del furor de las fake news contemporáneas.
Pero El hombre que amaba a los platos voladores no es un registro testimonial de aquella historia sino la exploración del viaje de José hacia ese destino inventado, hacia un encuentro profético. Lerman nos contagia el entusiasmo de su personaje, nos regala su mirada del mundo, aun con sus dudas y contradicciones. ¿Existe allí, en esa sierra surcada por viejas minas, por manchas de fuego y ceniza, el territorio de un encuentro con extraterrestres? En la encrucijada entre el cinismo y la fe, entre la mirada crítica que forjó un cineasta como Billy Wilder cuando filmó un circo parecido alrededor de una mina y un hombre en busca de una noticia en Cadenas de roca (1951), y la de Spielberg, cuando puso a Richard Dreyfuss a la espera de una señal en Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), Lerman nos deja en libertad, nos invita a asumir el riesgo de toda decisión, la recompensa de la apuesta o el desencanto de la pérdida.
De hecho, la película parece evocar, casi de soslayo, cierto espíritu borgiano en el que todos son parte de una fábula que no solo desdibuja la frontera entre historia y literatura, sino que nos tiene a nosotros, los propios espectadores, como partícipes involuntarios de esa conspiración. Sacudiéndose cualquier indicio de biopic y trascendiendo los contornos del true crime contemporáneo, El hombre que amaba a los platos voladores asume su impronta de farsa en el irreverente humor, desplegando la idea de puesta en escena incluso en el fuera de campo del relato -haciendo que los habitantes de la ficción y los reales del pueblo donde se filmó la película, se entrelacen-, y por supuesto sin abandonar la cercanía con su personaje, chanta, crédulo y visionario, que tiene como referente de su arte impuro la mirada de su hija, principal depositaria de sus triunfos, consuelo definitivo de sus fracasos.
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