El hábito sí hace al monje
El diablo viste a la moda ( The Devil Wears Prada , Estados Unidos/2006; color, hablada en inglés). Dirección: David Frankel. Con Meryl Streep, Anne Hathaway, Stanley Tucci, Emily Blunt y Adrian Grenier. Guión: Aline Brosh McKenna, sobre la novela de Lauren Weisberger. Producción: Wendy Finerman. Director de fotografía: Florian Ballhaus. Diseño de producción: Jess Gonchor. Montaje: Mark Livolsi. Vestuario: Patricia Field. Música: Theodore Shapiro. Presentada por Fox. Duración: 109 minutos. Apta para todo público.
Nuestra opinión: buena
El mundo de la moda siempre ha encerrado considerables atractivos para Hollywood, gracias a la fotogenia y el dramatismo de la alta costura, capaz de pintar a un personaje y sus circunstancias con pocos trazos (o un accesorio). Qué mejor telón de fondo, entonces, para escenificar esta ajustada variación de la historia de la Cenicienta, centrada en este caso en la importancia de que nuestro exterior esté a tono con nuestro interior. Después de todo, el uniforme que elegimos vestir dice mucho de quién queremos ser, pero también de quién somos en realidad. El secreto del vestir -y el de la vida, parece decir esta divertida comedia- no es más que achicar esa brecha hasta hacerla desaparecer.
Algo así le ocurre a Andy Sachs (Anne Hathaway), la protagonista de El diablo viste a la moda, cuando llega a las glamorosas oficinas de la revista Runway munida únicamente de su título universitario y su total desinterés por lo que la moda pueda hacer por ella. Los empleados de la publicación neoyorquina deciden -basta mirarla- que su paso por sus augustos corredores será, como mucho, fugaz. Y en un mundo que no sea el de la comedia romántica -o el de la autorrealización, como es el caso, donde el otro al que conquistar es la versión ideal de uno mismo- la joven saldría despedida en el instante en el que preguntase quién demonios es Miuccia Prada, por nombrar sólo uno de los muchos artistas homenajeados en el film.
Pero la temible Miranda Priestly (Meryl Streep), editora en jefe de Runway , ha terminado por "consumir" a otra de sus asistentes y necesita de otra esclava para someterse a sus inescrutables designios con el mismo abandono con el que ella sirve al glamour dondequiera que lo encuentre. Andy intuye que una breve condena a trabajos forzados le permitirá dedicarse luego al periodismo "serio" y decide arriesgarse a una temporada en el infierno.
Orgullo y prejuicio
A partir de allí, el hábil guión de Aline Brosh McKenna -cuya mayor virtud es saber cómo extraer el veneno presente en el best seller de Lauren Weisberger y reemplazarlo por una infrecuente dignidad- sigue a su protagonista mientras atraviesa cada uno de los trabajos de Hércules a los que su jefa la somete para probar su valía. Con cada triunfo (algunos de ellos, decididamente inverosímiles) sus prejuicios desaparecen, al paso que los beneficios del puesto -y los consejos de su lazarillo, el director de arte de la revista que compone con oficio Stanley Tucci- le permiten convertirse en una sofisticada extensión del poder de Miranda (cuyos efectos nocivos están encarnados a la perfección por la desopilante Emily Blunt, que se luce como su acólita en jefe).
La progresión dramática de su aprendizaje (completa con gran final en la Semana de la Moda en París) no se aparta de las convenciones del género, pero David Frankel -habitual director de Sex and the City-, ya desde la estupenda secuencia de títulos, sabe cómo contarla con encanto y dinamismo, a través de secuencias bien resueltas y no pocos hallazgos visuales. De entre los ajustados rubros técnicos de El diablo viste a la moda merecen párrafo aparte el extravagante y vital vestuario de Patricia Fields ( Sex and the City ) y la suntuosa cinematografía de Florian Ballhaus.
Aunque la expresiva Anne Hathaway tiene varias oportunidades para lucir su habilidad en la comedia física (su torpe Andy es una versión algo crecida de la Mia de Los diarios de la princesa ), El diablo viste a la moda pertenece por completo a la siempre sorprendente Meryl Streep, cuyo seco timing cómico y su capacidad de dotar de humanidad a las más gélidas caricaturas redimen a la autosuficiente y amarga Miranda Priestly y la convierten en una de sus composiciones más logradas en años. Su insaciable búsqueda de belleza es la nota oscura y discordante alrededor de la cual el film construye su adorable y pulido aspecto exterior.
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