SAN SEBASTIÁN.– Mercedes Morán atraviesa "con mucha alegría" la intensa rutina que tiene, desde que llegó al festival. Una sucesión de notas periodísticas, coloquios, y presentaciones marcan sus tiempos. No muchas actrices tienen, como ella, cuatro películas para mostrar en la gran vidriera internacional que es San Sebastián , donde se presenta El amor menos pensado, la comedia romántica que protagoniza junto a Ricardo Darín, que inauguró el certamen; El Ángel, de Luis Ortega; Familia sumergida, ópera prima de María Alché; y Sueño Florianópolis, el nuevo trabajo de Ana Katz, que viene de ganar tres premios en Karlovy Vary, donde Morán fue consagrada con el trofeo de actuación. "Estoy con muchas actividades, pero lo disfruto. Soy consciente de que no sucede con mucha frecuencia, y que probablemente no se repita esto de poder estar en un festival sin duda muy importante, con cuatro películas tan diferentes, de directores tan distintos, y haciendo en cada una de ellas personajes completamente opuestos", reflexiona la actriz.
Todas las experiencias le resultan enriquecedoras. Pero mucho más en este caso, porque una de sus tres hijas, Manuela Martínez, actúa en dos de las películas y pudo viajar también a San Sebastián. "En ambas, la idea de convocarla fue de las directoras –aclara Morán–. Manuela hizo los castings y quedó seleccionada. Yo lo supe después. En Familia sumergida tiene una participación más breve. Y en Sueño Florianópolis me encantó el papel que hace. De verdad, no lo digo porque se trate de mi hija. Y afortunadamente pude compartir con ella la presentación de estas películas en el festival".
Entre un café y otro, algún retoque de maquillaje o la respuesta de un llamado en su celular, Mercedes Morán asume con absoluta calma esta suerte de misión cinematográfica, que para otros podría resultar un incordio. Ella, en cambio, asegura: "Trato de tener un poco de tiempo, como para poder acompañar a las películas. Más allá de algún tipo de estrategia profesional, soy de las personas que no padece hacer prensa. Porque encuentro que es una linda manera de reflexionar sobre el trabajo, con una distancia que te permite ver las películas desde otro lugar, dado el tiempo transcurrido desde que se filmaron. Y llevar la película a festivales también es confrontarla con tanta gente que uno tiene oportunidad de conocer, ver qué lectura hacen. Creo que eso es muy nutritivo. El trabajo de una película no termina con el rodaje. Hay que acompañarla". Y con esa premisa, recibe a LA NACION para esta entrevista.
—Tomar distancia, ¿también implica otra mirada sobre tu propio trabajo?
—Desde hace mucho tiempo estoy haciendo un trabajo conmigo misma para ser menos crítica. De todas maneras, me cuesta mucho verme. De hecho cuando filmo, no veo material. La primera vez que veo algo, es cuando el director tiene un pre-armado de la película, y se anima a mostrarla. Y después, cuando pasa el tiempo, soy más benévola. De pronto estoy en casa haciendo zapping, encuentro que pasan en algún canal una película mía, y me pasa que puedo verla desde un lugar más alejado y apreciarla más. Pero me cuesta mucho. De hecho, con esta proliferación de películas que tengo ahora, y que desde afuera se ve como el gran momento, yo pienso: "Ay, se van a aburrir de verme tanto" (sonríe). Pero estoy aprendiendo a ser más piadosa conmigo. También el hecho de filmar más, en películas tan distintas y en las que se juegan cosas tan diferentes, fue un aprendizaje interesante. Y de verdad, me siento una privilegiada.
—¿Por la diversidad de las propuestas?
—Y de directores con los que he podido trabajar. Hacer todo tipo de cine: el de la gran industria, o el de muy bajo presupuesto. También muchas óperas primas. De verdad, soy consciente de que es un privilegio. Y además, terminar un poco con este miedo o mito, como lo queramos llamar, de que a determinada edad empiezan a menguar los lindos personajes. Yo empecé en el cine no muy joven, después de haber hecho una larga carrera en teatro y televisión. Y me han tocado personajes muy lindos, a partir de una edad ya bastante madura. Lo primero importante que hice, creo que fue lo de Lucrecia Martel. Empezar con las dos primeras películas de Lucrecia, fue un antes y un después en mi conexión con el cine. Aprendí mucho del cine, haciéndolo. Y al lado de artistas importantes. Ese comienzo con Lucreciafue una beca para mí.
—En las cuatro películas presentadas en el festival, tus personajes son madres, todas muy distintas. Con la madurez, ¿hay también otra sensibilidad para componer ese tipo de roles?
—Me están tocando muchas madres. Y bien diferentes entre sí. Lo cual también es muy enriquecedor. Cada una de estas películas tiene un lenguaje y tono particular. Y sus personajes atraviesan procesos distintos.
—¿Cómo definirías al personaje de Familia sumergida?
—La película está filmada desde el punto de vista de mi personaje, con lo cual la cámara "mira" con los ojos de esta mujer. Es el proceso, introspectivo, profundo, que ella vive a partir de la muerte de un ser querido, su hermana. Y cómo la vida otorga una licencia de apenas unos días para el duelo. Y después, con el devenir cotidiano, cómo se van redefiniendo todos los vínculos familiares.
—En Sueño Florianópolis, donde también te dirige una mujer, además hacés de madre de Manuela Martínez, tu hija en la vida real. ¿Cómo fue trabajar con ella?
—Al principio fue raro. Temí que esta tendencia sobreprotectora mía, me distrajera de la concentración en la que me gusta meterme cuando filmo. Pero desde el primer día de rodaje me di cuenta que no tenía que ocuparme de nada. Ella es muy autónoma y tiene un vínculo tan aceitado con la gente, que todo fluyó naturalmente. Disfruté mucho hacer Sueño Florianópolis. La película tiene humor, ironía, situaciones por momentos desopilantes, a partir de un matrimonio con dos hijos adolescentes, recientemente separado, que tenía unas vacaciones pagas en esas playas de Brasil, y decide irse igual, pese a estar separados, y hacer cada uno la suya, como si algunos países pudieran ser portadores inmediatos de felicidad. Es también una historia de vínculos familiares, y desde ahí trabajamos muchas situaciones con Gustavo Garzón, que hace el personaje del padre, también de su propio hijo.
—El Ángel, en cambio, te llevó a trabajar más por el lado de la ambigüedad, y componer una mujer en apariencia fuerte, pero sometida.
—Luis Ortega es un director fantástico. Tenía muchas ganas de trabajar con él. Nos conocemos, somos amigos, lo admiro muchísimo. Tiene un lenguaje muy propio, distintivo. Acá hago una mujer sometida a un marido con un grado alto de violencia y perversión. Que sale a robar con su banda. Y tiene ese vínculo de amor con ese hijo al que intenta cuidar, mientras se mete con él a correr todos los riesgos. Fue muy lindo interpretarla, porque es una mujer oscura, que cuenta mucho también esa época oscura –los años 70–, donde el límite entre el bien y el mal, lo legal e ilegal, es muy fino.
—Ahí te tocó ser la mamá de Chino Darín.
—Y en El amor menos pensado hago de mujer de Ricardo Darín. El otro día le decía a Flor [Florencia Bas, esposa de Darín]: "en una película soy la madre de tu hijo y en la otra, la esposa de tu marido, ¿nosotras dos qué vendríamos a ser?". La verdad, estoy muy contenta con las cuatro películas. Y tengo una más, Araña, en proceso de edición, que filmé en Chile, con Andrés Wood, otro gran director. Es también muy distinta, y tuve que interpretar a una chilena, con un tono y formas muy particulares.
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