El exorcista, la novela de William Peter Blatty inspirada en un hecho real supuestamente ocurrido en los Estados Unidos a finales de los 40, se convirtió en best seller de la noche a la mañana. Publicada en 1971 luego de los crímenes del clan Manson, de los ecos sangrientos que llegaban desde Vietnam y de la matanza de cuatro pacifistas en una manifestación en la Universidad Kent en Ohio, encontraba el ánimo ideal en una población ávida de especulaciones y paranoias sobre el origen y el porqué del Mal. No pasó demasiado tiempo hasta que la Warner Bros. comprara los derechos para llevarla a la pantalla y comenzara una ardua campaña para encontrarle un director. Eran los años de los cambios más radicales en Hollywood luego del clasicismo: una nueva generación había tomado las riendas del éxito y el prestigio, combinaban la audacia con la madurez creativa, llevaban los límites de lo que podía hacer la industria más allá de lo previsto. Desde fines de los 60, géneros como el bélico, el terror y la ciencia ficción encontraban miradas renovadas, inteligentes, que trascendían limitaciones de presupuesto, censura o pudor. Directores como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Peter Bogdanovich, Brian De Palma o Steven Spielberg estaban dispuestos a ser los nuevos amos del Nuevo Hollywood.
La búsqueda de un director
La Warner junto a la Paramount Pictures eran los estudios que mejor se habían aggiornado a los nuevos tiempos. Paramount había conseguido éxitos como El bebé de Rosemary (1968) de Polanski, El padrino (1972) de Coppola y La fuga (1972) de Sam Peckinpah, y Warner tenía Bonnie & Clyde (1967) de Arthur Penn o La naranja mecánica (1971) de Kubrick, pero necesitaba un éxito que lo pusiera definitivamente en la cima. Como cuenta Peter Biskind en el excelente libro Moteros tranquilos, toros salvajes: la generación que cambió Hollywood, primero le ofrecieron el proyecto a Mike Nichols, el director de El graduado (1967), quien se negó con la frase: "No quiero que mi carrera y el éxito o el fracaso de la película dependan de la interpretación de una niña de 12 años". Luego lo tentaron a John Boorman, el autor de Deliverance (1972), al que no le gustaba nada la novela y declinó amablemente la oferta –paradójicamente terminaría dirigiendo El exorcista II-; y, por último, Blatty –que oficiaba como productor y comandante de la adaptación de su libro a la pantalla- tuvo la peregrina idea de seducir a Bogdanovich con el ultimátum: "Si vos no hacés la película, entonces no la va a hacer nadie", frase que por supuesto no convenció al director de La última película (1971) y dejó a la Warner otra vez en foja cero.
Entonces apareció en el camino William Friedkin, laureado por éxito de Contacto en Francia (1971), pero con una fama de 'chico malo' que lo convertía en todo un riesgo. "Friedkin no se dejaba dominar por las habituales inhibiciones de Hollywood y vivía poniendo en peligro sus posibilidades en la industria diciendo siempre lo que pensaba", recuerda Biskind. Lo cierto es que Blatty le envió el guion con la misma nota desesperada que había escrito para Bogdanovich y esta vez causó el efecto deseado: Friedkin no dejó pasar la oportunidad. "Gran parte de mi motivación fue hacer una película mejor que la de Francis [Coppola, quien recién había estrenado El padrino]. Éramos ambiciosos y competitivos. Siempre había uno que subía la apuesta". Lo cierto es que en ese momento El exorcista era una película que parecía imposible de hacer por los efectos especiales –levitación, posesión, cabeza giratoria, poltergeists- ya que la técnica del momento era muy precaria para conseguir efectividad y sortear el ridículo. "Todo estaba muy bien para la imaginación del lector en la página impresa, pero en la pantalla grande podría haber sido un papelón. Sin embargo a Billy [Friedkin] nada lo intimidaba", recuerda Blatty. El trató se cerró y Friedkin consiguió un contrato por 325 mil dólares para dirigir la película, a lo que se agregaba un 5% de la recaudación, que le cedió Blatty como productor, y otros 5% que le ofreció la Warner para terminar de convencerlo. El camino recién comenzaba.
Los cambios del guion y la elección de los actores
Lo primero que hizo Friedkin al tomar las riendas del proyecto fue sugerirle a Blatty que revisara el guion, al que había plagado de flashbacks y premoniciones, torciendo el rumbo de la novela en un espiral de pompa y grandilocuencia. Parece que Blatty le había hecho a su libro lo que jamás le haría a la obra de ningún otro autor, ni si quiera a la de su peor enemigo. "Quiero que cuentes la historia de manera frontal, de principio a fin, sin desvíos ni veleidades artísticas", le gritó el director al escritor más vendido del momento. Pese a su estatura mediana y a esa apariencia de intelectual neoyorquino, Friedkin tenía un temperamento exigente y autocrático. Tiraba teléfonos, pateaba decorados, imponía su autoridad con una mezcla de carácter e impostura, como en el pasado lo había hecho su admirado Fritz Lang. El director se sentía a sus anchas con esa imponencia copiada del genio vienés y gobernaba el set de El exorcista como Lang había tiranizado el rodaje de Metrópolis. "Nunca arrojaba ningún objeto letal –recuerda el montajista Evan Lottmann en el libro de Biskind. Todo estaba calculado para atemorizar y dominar".
Cuando Blatty sugirió que Marlon Brando podía ser una buena elección para el papel del Padre Karras, Friedkin le dijo que no, que así la película terminaría siendo de Brando y él no lo iba a permitir. Ya le había pasado a Coppola en El padrino y él no quería compartir la fama con ningún actor. Luego rechazó a Jack Nicholson y finalmente se decidió por Jason Miller, un actor sólido aunque no demasiado famoso. Esa fue su estrategia en el reparto: Max von Sydow, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb, todas figuras que le garantizaban un prestigio impensado para una película de terror, pero que nunca le arrebatarían el liderazgo como creador. La elección de Linda Blair para el papel de Regan, la nena poseída, fue más difícil. Friedkin en persona entrevistó a numerosas aspirantes hasta que vislumbró en el carácter de Blair, de solo 12 años, la intensidad necesaria para manejar los aspectos más macabros del guion sin perder la apariencia de una preadolescente. Mercedes McCambridge, la famosa villana de Johnny Guitar (1954), fue la que brindó la siniestra voz de Regan cuando estaba poseída por el demonio. Para las escenas del exorcismo, Friedkin la hizo interpretar la misma lucha que a Linda Blair, atada con cuerdas al cuello, para que se filtrara en su voz la verdadera tensión de la disputa con el sacerdote.
El rodaje
Luego de seis semanas de demoras –porque Friedkin no estaba conforme con el diseño del set y lo mandó rehacer íntegramente-, el rodaje de El exorcista comenzó el 14 de agosto de 1972 en la ciudad de Nueva York. La relación con los ejecutivos de la Warner fue tensa desde el comienzo y Blatty intentaba en vano ser el mejor intermediario posible. "Cada vez que enfrentaba a Billy [Friedkin] por las demoras o los desplantes, me decía ‘¿Por qué no me despides?’. ‘De acuerdo, estás despedido’, le contestaba. Pero luego llegaban los abogados, su representante, y me decían que no tenía derecho a despedirlo. Así que decidí mantenerme al margen y le dije a la Warner que yo no era responsable de lo que pasara". Lo cierto es que el presupuesto inicial de cuatro millones de dólares se disparó a 12 millones y medio y Friedkin era tan detallista que cuando alguien del equipo se engripaba y regresaba al set dos o tres días más tarde, descubría que todavía se seguía filmando la misma escena que cuando había tenido el primer estornudo. Friedkin podía permitirse delirios y excentricidades porque llevaba el aval inscrito en su silla de director: "Un Oscar por Contacto en Francia". Estaba claro quién mandaba.
Pese a las desavenencias, Friedkin y Blatty compartían el mismo espíritu torturado respecto al recuerdo de sus "santas" madres y ese sentimiento se trasladó a la película. Blatty estaba convencido de que podía comunicarse con su madre en el más allá y ese misticismo se convirtió en una línea divertida de las crónicas de los medios sobre el rodaje. Por su parte, Friedkin también compartía esa obsesión con una madre santa y perdida, y las escenas entre el padre Karras y su madre agonizante se convirtieron en las más conmovedoras de la película. Al final cuando el padre Karras está por morir y un cura le da la extremaunción, Friedkin quiso a un auténtico sacerdote para el papel. Sometió al Padre William O’Malley a sucesivas tomas y, nunca satisfecho, le exigió: "Padre, no lo está haciendo como Dios manda". Cuando filmó la toma definitiva, la mano del padre O’Malley temblaba como nunca. "Pura adrenalina", aseguró el clérigo.
"Los diarios no paraban de hablar y en la Warner pensaban que Friedkin los iba a arruinar como le había pasado a la Fox con Cleopatra", recuerda Biskind. Nadie gastaba esa cifra astronómica en una película de terror: refrigerar el set en la escena de la posesión para captar la brumosa respiración de los presentes supuso una fortuna en aire acondicionado; el final exigió el traslado de gran parte del equipo a Irak para filmar en locación; y la mezcla de sonido definitiva duró ocho semanas porque a Friedkin no lo convenció el trabajo de Lalo Schifrin y exigió reemplazarlo. A todo eso se sumaban las quejas de los actores, que también llegaban a la prensa: Ellen Burstyn sufrió una severa lesión espinal debido al arnés que la sujetaba en el enfrentamiento final, cuando Regan poseída la tira con fuerza contra la pared de la habitación; Linda Blair, vestida solo con un camisón, casi se congela en la escena del aliento refrigerado; y Jason Miller tuvo una acalorada discusión con Friedkin cuando este disparó un arma en el set para conseguir un "sobresalto auténtico" en su actuación. "Estoy seguro de que le clavaban alfileres a un muñeco con mi cara. Pero yo hacía como si estuviera trabajando en la Capilla Sixtina", decía orgulloso el director.
El estreno
Cuando los ejecutivos del estudio vieron la copia terminada de El exorcista se quedaron pasmados. No sabían realmente lo que tenían entre manos y decidieron estrenarla el 21 de diciembre de 1973 sin preestreno alguno, por miedo a la reacción de la opinión pública. El acuerdo fue exhibirla en solo treinta salas con permanencia de seis meses en cartel en condición de exclusividad. Pero la respuesta del público los desbordó. Ellen Burstyn recuerda que veía por televisión las largas colas en la puerta de los cines desde las cuatro de la mañana para sacar las entradas y no podía creerlo. Pese a que la crítica fue dispar con la película, se convirtió en todo un fenómeno: la gente sufría colapsos en el cine, los exhibidores entregaban bolsas para los que vomitaban durante la función, se disparó una paranoia satánica que hizo que las iglesias recibieran día a día peticiones de exorcismo. Además, se rumoreaba que habían ocurrido muertes misteriosas entre el equipo de producción, lo cual alimentó la idea de una "maldición" alrededor de la película. Mientras tanto, las cifras de recaudación eran impresionantes: todavía hoy es el mayor éxito de la Warner si se ajusta la taquilla a los valores actuales. A eso se sumó que se convirtió en la primera película de terror en ser nominada al Oscar como mejor largometraje. Finalmente Friedkin había triunfado.
Más allá de los méritos del marketing y la paranoia de la época, El exorcista hizo resurgir el atavismo y el delirio místico en plena crisis del modelo liberal que había dejado la posguerra. La ciencia y la medicina se convertían en experiencias traumáticas e invasivas: las escenas de los estudios médicos eran, por su extremo realismo, las más terroríficas de la película. Y no solo eso sino que encima dejaban a todos sin respuestas. Eran las creencias más ancestrales las que regresaban, los miedos silenciados, los fantasmas del pasado. El exorcista reflejaba el temor a la emergencia de una sexualidad (femenina) que era vista como posesión diabólica. Ese pánico a la madurez sexual que encarnaría luego Carrie (1976) y al deseo adolescente que cristalizaría Halloween (1978), eran los que convertían a esa época en la antesala de los años que vendrían. El exorcista no solo se consagró como el emblema del terror satánico y asoció al género al prestigio técnico y la originalidad creativa, sino que convirtió un rodaje maldito en el definitivo presagio de un legendario éxito.
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