“Hatewatching”: ¿por qué vemos tantas películas malas en el catálogo de las plataformas?
¿El lugar común del “cambio en los hábitos de consumo” también se refleja en la divergencia de gustos entre la crítica y el público? ¿O el suscriptor ve en función de lo que la plataforma le ofrece?
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Se habla mucho de las diferencias de consumo audiovisual entre las salas de cine y las plataformas de streaming. Se escucha y lee mucho respecto del “cambio en los hábitos de consumo”, hasta el punto de de que hoy se ha convertido en un cliché. Y, como todo cliché, tiene algo de verdad detrás. Entre ambas cosas, aparecen fenómenos curiosos, como lo que podríamos llamar “la película que amamos odiar”, o algo similar (como el “hatewatching”, literalmente, ver algo que odiás). En efecto: la revista Variety publicó la semana pasada una nota en la que comparaba las métricas distribuidas por Netflix respecto de sus films y los puntajes que tales producciones tienen para los espectadores. El parámetro “puntaje” se toma del sitio Rotten Tomatoes, que promedia las críticas de una miríada de medios -no solo en inglés- y los comentarios de los usuarios. La novedad es que algunas de las películas con peores puntajes resultaron ser, por otro lado, de las más vistas.
Como suele decirse (otro lugar común) correlación no implica causalidad. Para nada, y menos en estos casos. Veamos los dos más espectaculares: la película con peor puntaje de las originales de Netflix en este año es La madre de la novia, comedia dramática protagonizada por Brooke Shields. La aceptación del film, combinados los comentarios de usuarios y de los profesionales, fue de un 13%. Pero Netflix anunció que tuvo 77,7 millones de espectadores. El segundo caso fue la película de ciencia ficción y acción Atlas, en la que Jennifer Lopez hace pareja con una inteligencia artificial y maneja una armadura robot cargada de armas. La aceptación fue del 19%; el público -siempre según Netflix- 77,1 millones de espectadores. Son la sexta y la séptima películas más vistas de la plataforma en el primer semestre -ambas debutaron en mayo- y le ganaron, por ejemplo, al megatanque Minions, que entró a la plataforma más o menos por la misma época, y fueron apenas superadas por Súper Mario Bros. La película, que fue un megaéxito en los cines. [Atlas y La madre de la novia fueron reseñadas por los críticos de LA NACIÓN con la calificación más baja: una estrella].
Hay más: Damsel, épico film protagonizado por la -vamos a decirlo- gran estrella de Netflix Millie Bobby Brown (la chica de Stranger Things, para ser precisos) tuvo más de 143 millones de espectadores. Su aceptación en Rotten Tomatoes es del 56%. Detrás, con 129,4 millones de espectadores, está Lift, comedia con Kevin Hart que fue aplaudida por el 29% de las personas que la vieron. Ambas le ganaron a una película mucho más aplaudida -y candidata al Oscar-, La sociedad de la nieve, que está tercera con 108 millones. Dicho sea de paso: entre las diez películas más vistas, siete son originales de Netflix (solo La sociedad de la nieve, con más de un 75% de aceptación). Las otras tres (las mencionadas Súper Mario, Minions y Un jefe en pañales) son verdaderos commodities: películas animadas que los chicos ven una y otra vez (y vienen de los cines).
¿Podemos inferir de estos datos que la gente se suma a Netflix para ver películas que odia? Obviamente, sería un absurdo, pero el asunto es bastante más complicado e interesante. Debe hacerse una nada pequeña salvedad: no se puede saber cuántas personas de esos millones que mencionan las estadísticas han visto completas las películas, porque alcanzan algunos minutos de visionado para que se sume un espectador al título. De todos modos, 70 millones de espectadores globales es una cantidad gigantesca: imaginen un promedio de precio por ticket en los cines de todo el mundo de aproximadamente 7 dólares: son casi 500 millones (490, si se quiere) de dólares. Pero por lo dicho más arriba respecto de las métricas y porque los mercados no son todos iguales, es una cifra un poco mentirosa: apenas es válida para explicar cuán enorme es la cantidad de espectadores. Sí, 70 millones es muchísima gente: el 99% de las películas que se producen cada año en el mundo no llega ni de lejos a esa cifra. Incluso si el 10% de los que Netflix marca como “espectadores” para un contenido en particular lo vieran completo, realmente sería muchísima gente.
Otra pequeña distorsión: es obvio que no todo el mundo deja su opinión en alguna red respecto de lo que ve, solo aquellos que quieren participar de la conversación. Y además, existe algo que podríamos llamar “deformación profesional” respecto de la crítica. El crítico ve muchas películas y aquello que podría emocionar por novedoso al espectador irregular (que es el que sostiene el audiovisual y, en especial, el cine) tiene un valor diferente para el que escribe mucho y ve demasiado. Pero de todas maneras, el desfase entre cantidad de espectadores y valoración es demasiado grande como para que estos parámetros sean válidos. Pasan otras cosas.
En principio, cada estreno en streaming es publicitado con fuerza hasta convertirse en un evento del que todo el mundo quiere participar. Esto también es válido para el cine en salas, por supuesto, especialmente el masivo. Pero con las plataformas hay un pequeño valor agregado que proviene de la televisión: está a mano y el usuario busca algo para ver. Un poco como cuando hacíamos zapping entre una miríada de señales de cable. Allí la penetración del marketing comienza a funcionar “Ah, el otro día escuché a alguien hablar de equis película”. Y se ve. Quizás solo un rato, hasta que el usuario decide si es o no para él, pero eso basta para marcar un acceso y para que continúe en la plataforma. No tiene problemas en “abandonar” una película porque paga un fee mensual por todo el acervo, no por una entrada en particular para un film preciso, cuyo visionado requiere además elegir un momento específico para acudir a la sala. Mientras hierve el agua de los fideos o se termina de cocinar el pollo al horno, es posible mirar algo de lo que se oyó hablar. La disponibilidad del contenido y la labilidad del acceso hacen que no haya riesgos en ver “una mala película”.
Y aquí aparece otro tema interesante y que, cada vez más, es el puntal que sostiene el espectáculo (cualquier espectáculo): la conversación. Es probable que, para una gran parte del público, las películas por sí mismas ya no importen tanto como lo que sucede alrededor de ellas. O, mejor dicho, como la posibilidad que las películas, o las series, o la música pop, o el último libro de la saga de los dragones que pelean con hadas robots zombis sean un motivo para integrarse a una charla, expresar una opinión, “ser parte” de la obra a partir de la interacción en redes sociales. Esto independiza la calidad de la película de su relevancia como acontecimiento. De hecho, un película “mala” puede traccionar mucha conversación justamente por eso. Sobre todo si parte de un “concepto alto”, como por ejemplo Atlas: Jennifer Lopez hace pareja con una inteligencia artificial para luchar contra seres tremendos en un planeta hostil, con coprotagónico del actor de Barbie y Shang-Chi, Simu Liu. Más allá de que parezca una película diseñada completamente por una IA, desde la trama hasta las secuencias de acción y el final múltiple con cien pequeñas etapas y resurrección de villano, es un evento en sí. ¡Jlo en una aventura espacial! (uno recuerda esa película espacial boba protagonizada por la ficticia actriz de Julia Roberts en Un lugar llamado Notting Hill, digamos). Ese evento es el que general la interacción, la interacción genera más público y de ese modo llegamos a las métricas que tenemos.
Dato: en realidad la película debutó con 7 millones de horas vistas el 4 de mayo; dos días más tarde, tenía diez millones de horas vistas. Al 30 de junio (todos los datos vienen del sitio especializado FlixPatrol) tenía 154 millones de horas. Esto implica que el visionado cayó rápidamente, pero de todos modos es importante. Es decir: el comentario “en contra” no es del todo inocuo, pero queda claro que incluso aquellos que los leyeron pensaron “¡Uy, vamos a ver si es tan mala!”, y se sumaron a la conversación desde allí. Esto, que parece pequeño, cambia radicalmente la manera de apreciación de los productos y, de algún modo, también el criterio de inversión. Como explicó Ted Sarandos en una conferencia en Londres la semana pasada, “Me preguntan si no es demasiado el contenido que tenemos y digo que no, que hay que tener mucho de todo”. Es decir: lo que cuenta es la disponibilidad de contenido, que el usuario tenga mucho para ver y lo recorra, incluso las películas que no le gustan porque, después de todo, “Están ahí y ya pago por ellas”.
Y por último, Netflix tiene una estrategia de marketing bastante poco convencional: su principal marquesina es la página de inicio de cada usuario. Que haya mucho, que tenga para recorrer, que no se vaya porque “Siempre hay algo” y que además pueda ver los rankings semanales para poder decidir qué ver sino si se suma o no a la conversación alrededor de ese contenido. Por cierto, es el modelo que poco a poco van tomando también todas las plataformas competidoras. Vean, por ejemplo, cómo funciona la difusión de Disney+ sobre todo con las series (el caso de El encargado, tremendo fenómeno que además satura redes, es sintomático: una serie nacional que no pasa por la TV de aire ni el cable). Es decir: hay un nuevo tipo de usuario que busca pertenencia más que calidad fílmica, sea a partir del elogio, de la reflexión o del denuesto. Y una “película mala” muy ostensible es una carnada perfecta, sobre todo para las generaciones más jóvenes, que son el target principal de todos estos servicios. El cambio es tan grande, en suma, que una mala película puede ser un muy buen negocio.
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