El cuervo: una nueva versión del film de culto que va de menor a mayor
Treinta años después, esta remake comienza como el extenso videoclip de una historia de amor imposible y al final consigue encontrar buena parte del sentido que estaba buscando
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El cuervo (The Crow, Reino Unido-Francia-Estados Unidos/2024). Dirección: Rupert Sanders. Guión: Zach Baylin. Fotografía: Steve Annis. Música: Volker Bertelmann. Edición: Chris Dickens y Neil Smith. Elenco: Bill Skarsgard, FKA twigs, Danny Huston, Josette Simon, Sami Bouajila. Distribuidora: Imagem Films. Duración: 113 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años con reservas. Nuestra opinión: buena.
Cuesta pensar en una nueva versión de El cuervo al margen de todo lo ocurrido hace exactos 30 años con la película original, estrenada luego de la trágica muerte de su protagonista, Brandon Lee, ocurrida en pleno rodaje. Del episodio y sus inagotables derivaciones surgiría una extensa leyenda. Y con ella, una puerta abierta hacia futuras relecturas y nuevos episodios de un misterio que hasta hoy, tres décadas después, conserva su atractivo como indiscutido fenómeno de culto.
Llegó el momento de conocer la primera remake, que seguramente no será la última. Y el inevitable juego de comparaciones con la versión original. El cuervo modelo 2024 tiene al principio mucho para perder. El apasionado romance, nacido a primera vista, entre Eric (Bill Skarsgard, siempre al borde del estallido nervioso) y Shelly (la británica FKA twigs, conocida cantante e insípida actriz), es el retrato del encuentro entre dos personas dispuestas a protegerse mutuamente de la incomprensión de un mundo exterior que los ve como seres extraños, incómodos.
La llegada de ambos al centro de rehabilitación en el que se ven por primera vez y la evolución del vínculo, una vez que descubren una incontenible atracción mutua, es retratada en la película como un anticipo amable y edulcorado de lo que veremos en octubre cuando el Guasón regrese a la pantalla, ahora acompañado por su alma gemela Harley Quinn.
La película alimenta esta clase de semejanzas al describir a Eric y a Shelly (sobre todo al primero) como víctimas de situaciones traumáticas que los llevarán a desconfiar, a temer y en el fondo a rechazar a casi todo el mundo. Mientras tanto, los amantes salen a buscar la luz perdida del impulso vital, expuesta con recursos visuales y sonoros propios de la estética publicitaria. De la que surge, inevitable, una mirada superficial, vacía y bastante ruidosa, como si presenciáramos un largo e inacabable videoclip cargado del sonido dance y electrónico más estridente.
Todo este marco cambia muy poco mientras las cosas se complican, sobre todo cuando una oscura y misteriosa red criminal con aires vampíricos se revela como temible amenaza, marcando de paso diferencias notorias con la versión original. Quizás la más notoria es que aquí, a diferencia de 1994, la policía tiene muy poco margen para actuar. Y continúa en una travesía bastante insustancial por un lugar que se parece bastante al purgatorio.
Hasta que en un momento, cuando llega para Eric el momento de la decisión más crucial, el personaje empieza a redimirse junto con la película. En ese tramo final, presentado como la más feroz de las venganzas, el relato empieza a levantar vuelo sobre todo en una larga y magnífica escena con montaje paralelo en la que Eric, tatuado de la cabeza a los pies, consuma con fiereza su plan mientras se desarrolla una puesta de la fantástica ópera Robert Le Diable, de Giacomo Meyerbeer. En ese muy bien representado momento de redención, que a la vez funciona como puerta de entrada a esa redención, la nueva versión de El cuervo empieza a encontrar sentido.
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