El centenario de Leopoldo Torre Nilsson: un gran realizador que cambió para siempre el cine argentino pero no pudo librarse de los censores
En fondo y forma, el director fue un revolucionario; estéticamente moderno e independiente de tendencias políticas, a lo largo de su filmografía trabajó con nombres tan disímiles como Isabel Sarli y Charly García
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Lo criticaron por “filmar torcido” o por la “abundancia de los primeros planos”; también lo persiguieron por promover “las mas bajas expresiones de la degradación humana”, y atacar a “la familia, la religión, la moral y otros valores básicos de nuestro sistema de vida”. En 1962, Leopoldo Torre Nilsson asistía al Festival de Cannes (que le dio prestigio mundial cuando presentó allí La casa del ángel, en 1957), y una reflexión suya sobre Antonioni y Buñuel sirve también para recordarlo: “[...] Las obras están allí, sobreviviendo a ocasionales estupideces. Más allá de las barrigas y de los suspiros. Donde el mundo será paraíso y el paraíso talento, cultura y alimento para los más y no para los menos”, escribía para la mítica revista Tiempo de cine. Ya era un nombre de fama mundial y base desde el cual el cine argentino cambió para siempre, pero hasta el momento de su prematura muerte, aquejado por un cáncer óseo, nunca pudo librarse de la censura y, principalmente, de los censores.
Porque Leopoldo Torre Nilsson, quien hoy hubiese cumplido 100 años, introdujo tanto la modernidad estética en el cine argentino como también una filosa mirada a la decadencia moral burguesa como parte de la crítica social que incluyó a la represión sexual como otro de los traumas sociales y desde donde construyó una filmografía que se destacó en su labor conjunta con la escritora Beatriz Guido, a quien conoció en 1951 en una comida en casa de Ernesto Sábato y con quien inició una unión sentimental y artística que sólo sería separada por la muerte.
Desarrolló una temática transgresora junto a un lenguaje que, sin tapujos, hablaba de aquello que la sociedad argentina escondía debajo de la alfombra. “Babsy”, apodo con el cual se lo llamó desde pequeño, conocía como nadie el ambiente del cine: hijo del pionero Leopoldo Torres Ríos y sobrino del también realizador Carlos Torres Ríos (a la sazón director de fotografía del “Negro” Ferreyra, otro pionero); fue asistente de dirección de su padre en 17 películas alumbradas dentro de la raigambre del cine más popular y gracias a los cine-clubes, el joven Nilsson descubrió el cine expresionista y se deslumbraó con El ciudadano, de Orson Welles. Vendrían entonces dos películas de realización conjunta con su padre; una con ambiciones artísticas como El crimen de Oribe (1949), con Roberto Escalada y Carlos Thompson, basado en un relato de Adolfo Bioy Casares con adaptación de Arturo Cerretani; y la absolutamente popular El hijo del crack (1953), estelarizada por Armando Bó y Oscar Rovito.
De Isabel Sarli a Charly García
En buena medida, aunque se convirtió en un cineasta del más puro cuño intelectual, la vertiente popular se hizo igualmente presente a lo largo de su filmografía, con nombres tan disímiles como Isabel Sarli o Charly García. Y anécdotas, entre la realidad y la leyenda, que se suman de a borbotones. Muchas de las películas vivían el azar de la producción de hacer cine en la Argentina pero también de una suerte que se corría en las carreras del hipódromo de Palermo. En el set se añadían los planes imposibles urdidos por Beatriz Guido: “Estaba tan enamorada de los muebles que teníamos en el set de Boquitas pintadas que ideó la contratación de una mudadora para llevárselos, plan que desde luego era más parte de un juego dominado por la fantasía que por la realidad”, recordaba a este cronista la vestuarista de esa película, Leonor Puga Sabaté. En el caso de Isabel Sarli, Babsy fue el único realizador que, en vida de Armando Bo, dirigió al mito erótico del cine argentino y se dice que ella estaba encantada de seducir a una platea intelectual que la despreciaba hasta que el plan no terminó bien cuando, a nivel de la producción, se resolvió añadir algunas escenas eróticas con una doble de cuerpo, situación que terminó en los Tribunales y llevó a la “Coca” a señalar a Torre Nilsson como “impostor” cuando se inició la causa por “adulteración pornográfca” de la versión de Setenta veces siete que se exhibió en los Estados Unidos. “Trampeó con mi cuerpo” bramaba la Coca.
“Mi hermano y yo íbamos a un colegio religioso y optábamos por no decir que éramos hijos de Torre Nilsson, un hombre que era separado, que manifiesta públicamente su defensa del amor libre, de Cuba y de cosas que nos daban una vergüenza terrible” (de su hijo Pablo Torre, a LA NACION, en septiembre de 1998).
Una marca inobjetable es el mundo que aunaba cine y literatura a mediados de la década del cincuenta, donde también se encontró la unión fundamental de Fernando Ayala y David Viñas, y comenzó la dupla Nilsson-Guido, que alumbró una veintena de trabajos que constituyen buena parte de lo más destacado del cine argentino del siglo XX (El secuestrador, La caída, Fin de fiesta, La mano en la trampa, La terraza, La maffia, El pibe cabeza y, desde luego, ese comienzo marcado a fuego con La casa del ángel).
De manera previa, Babsy había dirigido su primera película en solitario con un guion firmado conjuntamente con Jorge Luis Borges y basado en su cuento “Emma Zunz” que se llamó Días de odio; también La Tigra, donde adaptó la pieza teatral de Florencio Sánchez e incluso Para vestir santos, con la dupla imbatible de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari o Graciela, donde adaptó la novela Nada, de Carmen Laforet. “Desde La casa del ángel a La mano en la trampa, Torre Nilsson y Beatriz Guido cuentan siempre la misma historia. Lo que hacen en sus colaboraciones es una suerte de variaciones sobre un relato modelo, que ya se articula con claridad en la primera película de la serie. Este relato modelo consiste en un joven (generalmente de sexo femenino), que es testigo de una degradación familiar que finalmente lo abruma, y la arrastra, precipitándolo también en esa caída total”, anota Gonzalo Aguilar en el libro Leopoldo Torre Nilsson: una estética de la decadencia, editado por el Museo del Cine.
Una trilogía de la identidad
Aún faltaban varias películas para desembocar en la trilogía de la identidad nacional que sería uno de los momentos más taquilleros e igualmente cuestionados de su filmografía, donde se inscriben Martin Fierro, El santo de la espada y Güemes, la tierra en armas, un cine “a la medida de la revista Billiken”, decían sus detractores sobre los perfiles patrios casi icónicos e igualmente carentes de cualquier tipo de malevolencia o ambigüedad. “El personaje tiene una notable vigencia, una gran hondura, porque siempre me interesó establecer una suerte de diálogo entre personaje y sociedad; pienso que Martin Fierro es una de las muchas formas reveladoras de la incomunicación entre hombre y sociedad”, respondía Nilsson en una mesa redonda ante la pregunta de Kive Staiff.
“Mi padre era magnífico, mundano y generoso. Conoció la gloria y también el fracaso. ‘En la mala hay que agrandarse’, repetía. Luchó hasta el final y en los últimos instantes se mordía los labios de dolor y ganas de filmar”, recordó otro de sus hijos, Javier Torre, en LA NACION del 8 de septiembre de 1998.
En fondo y forma, Leopoldo Torre Nilsson revolucionó al cine argentino como pocos porque además de los planteos narrativos también introdujo un cine estéticamente moderno y vitalmente independiente de corrientes estéticas o tendencias políticas. Sentó las bases para el gran impulso de la Generación del ‘60 que también deparará el inicio de Leonardo Favio como director y cuya ópera prima, Crónica de un niño solo, está dedicada a Torre Nilsson, a quien quiso como a un padre y consideró su maestro. No era para menos, Nilsson le otorgó a Favio su primer protagónico en El secuestrador, y eso le permitió trabajar con otros grandes directores de la época además de nuevamente a las órdenes de Babsy en Fin de fiesta, La mano en la trampa y La terraza.
Pese a ser un director consagrado, en 1962 solicitó un préstamo al Fondo Nacional de las Artes para comprar equipos de filmación. Hacer cine en la Argentina era igualmente una aventura dificil. Y legalmente lo fue casi desde el principio, con La Tigra, film al cual la Dirección General de Espectáculos Públicos calificó como de “exhibición no obligatoria”, se estrenó en la Ciudad de Buenos Aires diez años más tarde y con once minutos menos que la copia original. Ya había tenido que luchar con la censura impuesta por el peronismo y todavía le quedaba la encarnizada persecusión que sobre su obra realizaría el máximo censor del cine argentino, Miguel Paulino Tato. Parte de ese camino judicial la relata la voz del propio Torre Nilsson en el disco Prohibido.
“Yo aborrecía al cine, mi padre me impuso el cine casi como el zapatero le dice a su hijo ‘serás zapatero’; me parecía un mundo abominable el de los actores, el de los técnicos, un lenguaje que no tenía nada que ver con lo que yo en ese tiempo soñaba, que era la creación artística; Rainer Maria Rilke, Valéry, Kafka, Proust. Entonces yo andaba por los sets y me la pasaba leyendo o escribiendo sonetos, quería ser escritor”, declaraba Nilsson sobre un cine que lo fascinó desde uno de los lugares que lo hizo célebre: “A través de los lentes llegué a querer al cine, cuando empecé a descubrir que colocando la cámara un poco más abajo, un poco más arriba, o poniendo un gran angular o menos angular se modificaba la expresión de un rostro, que cambiaban los ojos o que se acentuaba el rictus de una boca, o algo así... Empecé a querer al cine a través de ese matiz”, decía Nilsson de esa época en la cual los primeros pesos que ganó en una mano de cartas los utilizó para rodar El muro, que fue su primer cortometraje cuando tenía tan sólo 22 años.
“Usted es la revelación”
Tan solo una década más tarde le enviaba una sentida carta a su padre desde Cannes: “André Bazin, que desde 1945 tiene la manija de la crítica, me dijo: “Usted es la revelación del festival. Y a Eric Rohmer se le hacía agua la boca, me hablaba sin parar y lo único que le entendí fue que La casa del ángel era lo mejor que había visto made in Sudamérica (…) ¡Matamos, Polo! Bien merecido lo tenemos porque este triunfo es de los dos, después de tantas claudicaciones de ambos”, decía de esa función donde La casa del ángel fue aplaudida de pie. El tiempo haría que la crítica que lo denostaba por sus estampas patrias volviera a considerarlo con La maffia, Los siete locos, Boquitas pintadas y El pibe cabeza. Inquieto como era luego participaría en la producción de Adiós Sui Generis, que dirigió Bebe Kamin y se exhibió con la presencia de Nito Mestre en la última edición del BAFICI.
“Hasta los 40 años no tenía la más remota idea de dirigir, pero algunas cosas me decidieron. La pregunta: “¿Ah, vos sos el hijo de Torre Nilsson, y no hacés cine?”, y darme cuenta de que el maravilloso mundo de mi viejo se lo habían quedado otros” (Pablo Torre, para LA NACION, septiembre de 1998).
Para Torre Nilsson, el cine fue su razón de ser y la posibilidad de ejemplificar un universo de contradicciones que constituían además su vital reflexión poética como realizador, como definió en su libro Entre sajones y el arrabal: “Demasiadas lecturas para ser wing izquierdo. Demasiado potrero para ser buen lector”. Leopoldo Torre Nilsson murió de cáncer a los 54 años, luego de tres operaciones y un terrible padecimiento, el 8 de septiembre de 1978. En 1982, su hijo Javier Torre filmó ese proyecto inconcluso titulado La fiebre amarilla, que el director no pudo culminar. Pensó en el cine, que fue su desvelo, hasta el final.
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