El beneficioso destierro de Joseph Losey
Si bien lamentablemente no está hoy entre los realizadores más frecuentados -efecto de las modas, que también se imponen en estos terrenos-, hay quienes todavía ignoran que Joseph Losey, de cuya muerte en Londres se cumplen hoy veinte años, había nacido en los Estados Unidos.
El equívoco se explica porque este cineasta brillante, cuya irregularidad no lo excluye del reducido grupo de los grandes, desarrolló la parte más destacada de su obra en Inglaterra, donde debió establecerse cuando la enceguecida cacería de brujas desatada en Hollywood a fines de la década del cuarenta echó de la industria a realizadores, guionistas e intérpretes sospechados de desarrollar "actividades antinorteamericanas". Losey, que se inició en la escena y siguió siendo toda su vida básicamente un hombre de teatro, se había mostrado desde el principio interesado en el empleo del cine como herramienta de análisis social; para muchos, esa actitud de compromiso que avivó el recelo de los intolerantes provenía más de su temprano vínculo con el liberalismo de Roosevelt (Losey intervino en muchos proyectos para el Federal Theater del New Deal) que de su temporaria vinculación con el partido comunista norteamericano.
Pero también desde un comienzo había en sus trabajos otro rasgo que resultaría decisivo en la conformación de su estilo personal: una preocupación casi científica por el estudio del comportamiento de los seres humanos y sobre todo del uso y abuso del poder (moral, físico, intelectual), tal como se manifiesta en las relaciones entre individuos, en el interior de las instituciones o entre las clases sociales.
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Nacido en La Crosse, Wisconsin, en 1909, Joseph Walton Losey abandonó sus estudios de medicina en Dartmouth para dedicarse a la literatura en Harvard, y durante algún tiempo escribió críticas de libros y de teatro para The New York Times y otros medios. En los años treinta y cuarenta trabajó en radio (en 1932, fue responsable de la primera producción teatral emitida en vivo desde el Radio City Music Hall) y dirigió numerosos espectáculos de teatro, en los que puso en evidencia su vasta cultura y sus convicciones políticas, además de afirmarse en los rasgos que marcarían sus mejores obras: la agudeza para la minuciosa descripción de personajes y cierto distanciamiento emocional. En 1947 obtuvo notable reconocimiento y consolidó su prestigio con una puesta de "Galileo Galilei", con Charles Laughton, en la que trabajó junto con el propio Bertolt Brecht.
La del dramaturgo alemán es una de las dos grandes influencias que se perciben en la obra de Losey. La otra es la de Harold Pinter, guionista y estrecho colaborador en tres de sus films más celebrados, todos de su etapa inglesa: "El sirviente" (1963) "Extraño accidente" (1967) y "El mensajero del amor" (1971), de los que se desprende cierta visión pesimista y decadente del mundo y de las relaciones humanas, al mismo tiempo que la madurez expresiva del realizador se cristaliza en una suerte de lúcido y gélido barroquismo.
La obra de Losey es, claro, bastante más extensa: va desde "El niño del cabello verde" (1948), la fábula antirracista con la que se inició en el largometraje cuando todavía trabajaba en su país y empezaba a experimentar el quiebre de los códigos de continuidad espacial y temporal que eran norma en Hollywood, hasta la comprensiblemente olvidada "Steaming" (1984). Y, por cierto, contiene algunos otros títulos memorables, como la controvertida "El otro señor Klein" (1976) o la deslumbrante "Don Giovanni", que, al recrear la ópera de Mozart, lo condujo de regreso a sus orígenes teatrales.
En vida, Losey disfrutó del enorme prestigio conquistado en Europa y hasta fue canonizado temprana y justamente por los influyentes críticos de Cahiers du Cinéma. En cambio, en los Estados Unidos -donde nunca quiso volver a trabajar- su obra generó frecuentes controversias y hasta se intentó descalificarlo tildándolo de pretencioso.
Sería porque el creador de "Por la patria", "Eva" y "El asesinato de Trotsky" rehuía del escapismo y pretendía sacar provecho del poder movilizador del cine y de sus limitaciones: "Las películas -decía- pueden ilustrar nuestra existencia, pueden afligir, perturbar o inducir al espectador a pensar en sí mismo o a plantearse ciertas cuestiones. Lo que no pueden, en cambio, es dar respuestas".
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