El largometraje de Tobias Lindholm, que ya se encuentra disponible en la plataforma de streaming, registra un hecho verídico aterrador
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Cuando a Charles Cullen le preguntaron el motivo por el que, en su carrera de 16 años como enfermero, había decidido asesinar a más de 29 pacientes (el número que confesó, ya que se sospecha que este ascendió a 400), el denominado “ángel de la muerte” se limitó a decir que no quería verlos atravesar circunstancias “inhumanas”. Al ser finalmente fue capturado por la policía, Cullen simplemente confesó, con una tranquilidad aterradora, que “no podía parar” su accionar.
La historia del asesino serial que conomocionó a los Estados Unidos es retratada en El ángel de la muerte, la película del danés Tobias Lindholm que se estrena este miércoles en Netflix (basada en el libro The Good Nurse: A True Story of Medicine, Madness, and Murder de Charles Graeber) y que cuenta con los protagónicos de Eddie Redmayne en el rol de Cullen y de Jessica Chastain como Amy, una colega que empieza a sospechar del accionar de su compañero al trabajar codo a codo en el turno noche de un hospital. Es la mujer que eventualmente logra hacerlo confesar.
La película, lejos del sensacionalismo, muestra con un abordaje ascético la impunidad con la que se manejaba Cullen, la falta de control de los directivos de los hospitales de Nueva Jersey en los que trabajaba y la connivencia de estos con lo que sucedía en sus instalaciones, cuya reputación no querían ver manchada. En definitiva, una de las razones por las que el enfermero pudo seguir perpetrando sus crímenes era la falta de informes negativos, una arista que el film no esconde bajo la alfombra sino que, por el contrario, expone abiertamente. De hecho, un artículo del New York Times sobre el caso hizo hincapié en la fragilidad de los informes que se entregaban a pedido de los investigadores: “Los empleadores se negaban a brindar información negativa sobre personas a las que habían despedido por miedo a las demandas”, se remarcó.
La muerte de su madre, hecho traumático para Cullen
Cuando la madre de Charles, Florence, murió en un accidente de tránsito a los 55 años, el entonces joven Cullen quedó impactado por la noticia y por los hechos subsiguientes. En primera medida, no le comunicaron la noticia de su fallecimiento rápidamente y, cuando fue a verla, se encontró con que Florence había sido cremada. “Fue devastador”, expresaría Cullen años más tarde. Tras el conmocionante acontecimiento, el adolescente terminó la secundaria y se enlistó en la armada, donde era objeto de burlas de sus compañeros y donde se quiso quitar la vida en más de una ocasión. Cullen permaneció internado en un hospital psiquiátrico a comienzos de los 80 y dejó la fuerza cuatro años más tarde. Al poco tiempo, decidió cursar la carrera de enfermería y en 1986 se recibió y empezó a trabajar en una hospital de Livingston, en el condado de Essex, Nueva Jersey, en el que por más de una década cometió una sucesión de asesinatos.
Asimismo, en el hogar familiar, el hombre comenzó a comportarse de manera errática con su esposa Adrienne y sus dos hijas. Luego de un incidente que puso en riesgo la vida de las pequeñas y de varios episodios de crueldad animal, la mujer pidió una orden de restricción en su contra, que le fue concedida. Por otro lado, le comunicó a la policía que Cullen había estado en un hospital psiquiátrico y que su peligroso proceder también incluía intentos de envenenamiento de personas cercanas cuyas bebidas alteraba.
El comienzo de la pesadilla para sus pacientes
En 1988, cuando empezó a trabajar en el hospital Saint Barnabas, Cullen les administraba a los pacientes medicación que no era compatible con sus cuadros, y la mayoría de ellos moría por sobredosis de insulina, como eventualmente se descubriría. El hombre tomaba las bolsas intravenosas y les hacía pequeños agujeros por donde suministraba medicación. Es decir, nadie lo veía en circunstancias extrañas con los pacientes ya que Cullen se aseguraba de colocar las bolsas previamente alteradas. Cuando las autoridades del hospital hallaron una de esas bolsas, empezaron una investigación interna que derivó en el despido del enfermero, quien a esa altura ya había asesinado a 12 pacientes. Sin embargo, no se comunicó a las autoridades policiales lo que habían descubierto, lo que le allanó el camino a Cullen para perpetuar su modus operandi en otros centros médicos, en lugares como Phillipsburg y Allentown, donde además de insulina, les inyectaba a los pacientes digoxina cuando no lo requerían, lo que ocasionaba daños letales.
En 1993, Cullen fue denunciado por hostigamiento por una compañera de trabajo, quien fue despertada por el enfermero en su propia casa mientras ella dormía con su pequeño hijo. El hombre se declaró culpable, pero fue liberado de la cárcel tras solo tres días. Al salir, intentó quitarse la vida nuevamente y debió ser internado por segunda vez. De acuerdo a los informes, el enfermero era muy sagaz para ponerse una fachada, lo que explica cómo, tras ser dado de alta, pudo seguir trabajando como enfermero en otros hospitales, como Warren y Hunderton en Flemington, donde asesinó a cinco pacientes con digoxina, que se utiliza para tratar la insuficiencia cardíaca y las arritmias.
A fines de los 90, ya había pasado por más de seis hospitales y, según lo que declararon los expertos a posteriori, Cullen pudo moverse de un lugar a otro sin ser denunciado no solo porque no se quería manchar la reputación de los hospitales en cuestión sino porque no se supervisaba correctamente a los enfermeros contratados, quienes eran sumados al staff sin chequear de dónde provenían o cómo era su estado de salud mental. Además, Cullen solía trabajar por las noches, horario para el que varios hospitales no encontraban suficientes postulantes.
De 2000 a 2003, Cullen siguió trabajando en centros médicos y administrando dosis de insulina que resultaron fatales para decenas de pacientes. Al terminar su empleo, intentaba quitarse la vida y volvía a ser internado sin que sus empleadores sospecharan de que algo estaba sucediendo con el enfermero.
Cuando varios compañeros detectaron una inusual cantidad de fallecimientos en circunstancias sospechosas, Cullen era sacado del cuidado de pacientes, pero la falta de evidencia impedía el accionar policial. En octubre de 2003, en el centro médico Somerset, en Somerville, Nueva Jersey, sus jefes notaron su proceder y argumentaron haber presentado las pruebas necesarias para que Cullen fuera detenido. De todos modos, la policía declaró que el enfermero fue desafectado por mentir en su currículum para obtener el empleo y que fue Amy Loughren, la enfermera con la que había entablado una amistad, quien les había aportado los datos necesarios para arrestarlo y quien logró que el hombre confesara.
El número de víctimas sigue siendo un enigma
Si bien Cullen declaró en el juicio que había asesinado a 29 personas en 16 años, luego admitió no recordar la cantidad ni los nombres. Ese número, a su vez, fue variando, ya que al ser arrestado originalmente omitió detalles. El 2 de marzo de 2006 fue sentenciado por el juez Armstrong de Nueva Jersey a la primera de once cadenas perpetuas consecutivas, y en la actualidad, en la prisión estatal de Trenton a sus 62 años, sigue siendo interrogado por autoridades policiales para poder determinar los nombres de otros pacientes que murieron bajo su “cuidado”. Se estima que, de acuerdo al promedio de asesinatos en cada hospital, Cullen pudo haber matado hasta a 400 personas, siempre utilizando el método de sobredosis de insulina y digoxina.
En el film se muestra cómo “el ángel de la muerte” admite haber acabado con la vida de los pacientes porque “nadie lo impedía”, mientras que en la investigación policial consta, en su confesión, que lo hizo motivado para prevenir un sufrimiento mayor. Esto no se condice con el estado médico de las víctimas, que no padecían enfermedades terminales.
En diálogo con el programa 60 Minutes, Loughren, la enfermera que hizo confesar a Cullen, recordó el momento de la confesión: “No fui muy honesta con él y una parte de mí todavía se siente culpable. Lo estaba manipulando un poco porque le dije que los investigadores también me estaban investigando a mí, porque ¿cómo podía él pensar que yo no iba a estar implicada de alguna manera? Recuerdo haberle preguntado: ‘¿Quién fue tu primera víctima? ¿Fue hace mucho tiempo o fue reciente?’ Y así empezó a hablar, me dijo que había empezado [a matar] hacía mucho tiempo”.
El ángel de la muerte, de Tobias Lindholm, ya está disponible en Netflix.
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