El actor de la contracultura
Ayer, a los 59 años, falleció la figura icónica del teatro de los ochenta y uno de los creadores de la escena con mayor personalidad y estilo propio
Vamos a decirlo desde un principio: escribir esto no es fácil. Seguramente, debe de tener que ver con un recorte generacional, con esa rara sensación de sentirse parte de un movimiento expansivo que él, el Gran Alejandro Urdapilleta, fue figura, ícono, marca, palabra clave. A los 59 años, murió ayer. Cáncer de estómago. Datos casi insignificantes para narrar a estas alturas del domingo.
Alejandro fue el gran actor argentino de la otra argentina. Lo demostró durante los años ochentosos del Parakultural, o las tantas veces que se subió a un teatro de la escena oficial, o cuando Antonio Gasalla lo llevó a su programa, o en las películas La niña santa y la recientemente estrenada Un paraíso para los malditos . Fue un clown. Fue un trágico. Fue el escritor de un libro que llamó Vagones transportan humo, en el cual se tuteaba con Copi y con Perlongher. Fue el militante sin banderas que se llevó por delante con una fuerza brutal a los prejuicios y las pacaterías de la época.
Alejandro Urdapilleta, seguramente sin buscarlo, fue bandera de aquellos sótanos con olor a humedad y frescura renovadora que él llenó de magia con ese registro de lo desbocado, de esa exageración llevada un nivel de verdad que calaba en el espectador y generaba algo cercano al fanatismo, algo que parecía superar al registro de lo teatral. Como dice Alejandra Flechner en el recuadro, él fue el Gran Monstruo de la actuación. Y uno, como público, no esperaba otra cosa que ser devorado, triturado, arrasado por su energía, por esa personal manera de decir los textos, por esa expresión hambrienta de sentidos.
Se anotó a estudiar teatro a los 16 años. La manera de resolverlo fue fácil: fue a la Asociación Argentina de Actores, pidió un listado y se anotó con el primer profesor que figuraba. Obviamente, comenzaba con A. A los 22 largó el curso, largó el colegio y se mando a hacer su experiencia en Europa. En Londres, y esto él lo contaba con ciertos lujos de detalles que no podrían ser reproducidos en este diario, fue ayudante de mayordomo en la residencia del embajador italiano. No sabía italiano. No sabía inglés. No sabía poner la mesa. Ergo, lo echaron. Terminó en Ibiza. Y esa gira mágica y misteriosa alguna vez concluyó. Entonces, se volvió. En un curso con Augusto Fernandes vio por primera vez a Batato Barea. En la inauguración de Cemento, lo encaró y lo invitó para que viera el ensayo de una obra suya. Batato le dijo: "De ninguna manera, yo odio el teatro". Urda le dijo: "Yo también". Se hicieron amigos. Más que eso: compinches, compañeros de ruta, hermanos (o hermanas), y junto a Humberto Tortonese actuaron en maravillosos antros como el Parakultural, el Rojas, Medio Mundo Varieté, Babilonia. En esos espacios compartían escena con gente como Los Melli, Gambas al Ajillo, Fernando Noy y siguen los nombres.
La última función que hicieron los tres (Batato, Urda y Torto) fue en la vieja estación de tren de Montevideo. El espectáculo se llamaba La carancha . Urda había nacido en Montevideo donde su padre, un coronel del ejército, estaba exiliado por haber participado en el levantamiento contra la primera presidencia de Perón. En medio de la rigidez militar, él contaba que de chico lo obligaban a ver Buenas tardes, mucho gusto y Café con Canela , Hablaba como ella, caminaba como ella, cocinaba como ella. Pero eso fue hace tiempo, mucho.
Primera despedida
A los pocos días de aquella función de La carancha , ¿tres, cuatro?, murió Batato. Quizás como forma de exorcizar a esa pérdida, con Tortonese montaron La moribunda . Se ve que como ese trabajo no quería terminar lo hicieron una vez y otra vez y tantas, tantísimas veces. Al mismo tiempo, en la sala más pequeña del Teatro San Martín protagonizó Almuerzo en casa de Ludwig W., de Bernhard, con dirección del gran Roberto Villanueva. Aquello fue otra clase de actuación en la que los tres (Rita Cortese, Tina Serrano y él) estaban sencillamente espectaculares. En 1991 fue cuando Gasalla lo invitó a su programa.
Así fue como este gran creador de la escena local pasó, poco a poco, de los sótanos de la cultura emergente a la pantalla chica, a la esencia misma de la escena oficial y al cine. Colmo de ciertos colmos, le tocó reemplazar a Alfredo Alcón, quien había dejado el ensayo de Rey Lear. En aquella oportunidad,el mismo Jorge Lavelli, director del montaje, lo convocó a él. El tema dio bastante que hablar. Ya antes, por su trabajo en Mein Kampf (una farsa) se lo había comparado con Alcón. "Ésas son pelotudeces totales. ¿Sucesor de Alcón? ¿Qué quiere decir eso? Son cosas de cuñada, de señora de barrio. Todos los actores son importantes: hay algunos que han hecho cagadas toda la vida y de repente se destapan haciendo un trabajo que te caés de culo. Esto no es una carrera con galones, en la que empezás en la Vucetich y terminás en el Vaticano sentado con la toga papal. No tiene nada que ver, es un trabajo muy interior, personal. Cada uno tiene su camino, y somos todos distintos", dijo. Justamente, Alcón, en estos días, se sabe que no está bien de salud.
Lo de trabajo personal él se lo tomó a pecho. A veces, entraba en largos silencios, depresiones, tratamientos, fobias. Se sabía poco de él o nada. Al charlar con él daba cuenta siempre de esas búsquedas intensas, profundas y complejas en las que se le iba el cuerpo. Su último trabajo en teatro fue en 2007 cuando hizo Atendiendo al Sr. Sloane, con dirección de Claudio Tolcachir. De hecho, esa vez ya fueron pocas funciones. O menos de las pensadas, de lo previsto.
"Reivindico la locura del artista. A ese actor que quiere ser muy profesional, que quiere ser famoso al modo hollywoodense, no le veo ninguna gracia. No me parece nada divertido salir en TV Guía. El artista debe tener una dosis de locura que debe respetar y alimentar", dijo, y acoto: él lo tenía.
"Soy un vago total que no puedo salir de mi casa. Igual, creo que estoy más cerca de la huida que del anclaje", dijo otra vez. En verdad, parece ser que lo suyo fue el andar, el huir permanentemente, una extraña combinación de la quietud y el movimiento hambriento. Por eso, quizás, la marca que dejó. Por eso, tal vez, su partida sea como el cierre de una época. Como un fin. Como un monstruo que, al llamarse al silencio, nos deja a todos mudos.
Sus restos son velados en Córdoba 5080 y serán sepultados hoy, en el Jardín del Sol, en Pilar.