Duna: la “película infilmable” que se convirtió en la peor pesadilla de David Lynch, pero que dejó su huella en el género de la ciencia ficción
La epopeya detrás del fallido film estrenado en 1984 incluye un presupuesto millonario, altas temperaturas, un equipo intoxicado, una invasión de cucarachas en el set y críticas implacables
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Tras el éxito inédito de La guerra de las galaxias, el productor Dino de Laurentiis compró los derechos de Dune, una novela de Frank Herbert publicada con éxito moderado en 1965 pero que escaló hasta convertirse en el libro de ciencia ficción más vendido de la historia. El productor planeaba así tener su propia saga espacial que capitalizara el éxito de la película de George Lucas.
Si bien la novela de Herbert, como la historia de Lucas en la que claramente influyó, tiene un imperio galáctico, guerreros del futuro que se enfrentan cuerpo a cuerpo en batallas épicas y un “elegido” con sorprendentes poderes mentales, también es una saga de 800 páginas que describe una media docena de culturas distintas -cada una con un vocabulario imaginario propio- y presenta a decenas de personajes centrales. Desde principios de los 70 se había intentado llevar la historia a la pantalla sin éxito. De Laurentiis encaró un texto que ya había ganado reputación de infilmable, con un director sin ningún interés manifiesto en la ciencia ficción que solo tenía una película mainstream en su haber y con un protagonista desconocido que nunca había actuado en el cine (el debutante Kyle MacLachlan). ¿Qué podía salir mal?
Una historia intrincada, un director atrevido
La novela había sido inspirada por una investigación que Herbert había encarado sobre las dunas de Oregon para un artículo periodístico que, a la vez, disparó su gran interés por la ecología; la otra fuente de inspiración fue la creciente preponderancia de medio Oriente en el concierto mundial a partir de la inagotable demanda de energía de los países centrales, que llevó a las crisis petroleras de los años 70 y 80. El libro presenta un futuro lejano en el que el lugar más importante del universo es el planeta Arrakis (que no es un anagrama de Irak, pero está cerca), un mundo desértico habitado por una raza de nómades llamados Fremen y por gigantescos y peligrosos gusanos que circulan bajo la arena. En esas arenas defendidas por gusanos, como los dragones de la literatura fantástica defienden el oro, se encuentra la especie Melange, una droga psicoactiva que expande la conciencia, prolonga la vida y, lo más importante, hace posible que los pilotos de naves interplanetarias puedan trazar cursos seguros por el hiperespacio, de modo que es esencial para la comunicación y el comercio. Si bien el petróleo es más difícil de inhalar y no tiene muchos beneficios para la salud, el vínculo está claro.
La novela sigue las intrigas palaciegas de diferentes castas: la Casa Atreides, nobles de un planeta paradisíaco que son puestos a cargo del desértico Arrakis; la Casa Harkonnen, una raza brutal que, con el apoyo secreto del poder imperial, va a la guerra contra los Atreides a quienes el emperador de la galaxia percibe como una amenaza a su hegemonía; la Casa Corrino, a la que pertenece Padishah IV, que gobernó por 80 generaciones; los Fremen, habitantes de Arrakis que aspiran a recuperar el control de su mundo; la Cofradía de los navegantes, quienes necesitan de la especia para existir y la hermandad Bene Gesserit, cortesanas con asombrosos poderes psiquicos que pretenden generar, manipulando líneas genéticas, a un “mesías” que unificaría el poder político de la galaxia y al que ellas podrían controlar. A caballo de la geopolítica, la contracultura, la psicodelia, el interés por las religiones orientales y hasta hasta las artes marciales, Herbert creó una historia compleja, cuyas volutas narrativas son bastante más laberínticas que la paternidad secreta de Darth Vader.
En 1980, David Lynch había sido elegido por Mel Brooks para comandar su producción de El hombre elefante, exclusivamente por los méritos de Eraserhead, una revulsiva película de arte que el realizador nacido en Montana había filmado sin presupuesto y con sus amigos a lo largo de años. El film basado en la historia del freak victoriano John Merrick resultó un éxito de taquilla y obtuvo ocho nominaciones a los premios Oscar. Tras ese triunfo, el inexperto Lynch se convirtió en uno de los directores más promisorios y buscados de Hollywood. Brooks había sido un incansable defensor del realizador. Cuando El hombre elefante perdió el Oscar principal ante Gente como uno, de Robert Redford, dijo: “En diez años, Gente como uno será la respuesta a una pregunta de trivia y nuestra película será la que la gente continuará viendo”.
El siguiente proyecto de la productora Brooksfilms era una biografía de la inconformista actriz Frances Farmer, que el cómico ofreció a Lynch pero éste sintió que no era para él. George Lucas lo contactó para que se ponga al frente de El regreso del Jedi, propuesta que también fue rechazada. Sin embargo, cuando De Laurentiis lo convocó para dirigir Duna, el realizador leyó la novela -que desconocía porque jamás se había sentido afín a la ciencia ficción- encontró el texto lleno de posibilidades visuales y aceptó.
Un rodaje plagado de contratiempos
Al momento de la filmación, el comienzo de los años 80, Duna fue una de las películas más caras de la historia. Con un presupuesto de más de 40 millones de dólares, el film costó más que cualquiera de los de la trilogía inicial de Star Wars y cuadruplicaba el presupuesto de ET de Steven Spielberg. La escala de todo era monumental. Se construyeron 80 sets en 16 estudios distintos. La producción incorporó a ganadores del Oscar como el director de fotografía Freddie Francis o el experto en efectos especiales Carlo Rambaldi (quien había hecho a ET) dentro de un equipo de 1700 técnicos, entre los que ni se contaban a los 200 trabajadores encargados de limpiar a mano y mantener inmaculados los cinco kilómetros cuadrados de desierto mexicano que se usaban para filmar los exteriores.
A pesar de que se habían enviado scouts a Africa y Medio Oriente para encontrar las mejores locaciones que representarían los desiertos de Arrakis, donde sucede el grueso de la acción, una reciente devaluación del peso mexicano hizo que la alternativa más conveniente fuera filmar en el desierto de Samalayuca, en México. Sin embargo, la infraestructura de los estudios Churubusco de Juarez, donde se instaló la producción, no estaba a la altura de los requerimientos de un proyecto gargantuesco. En una época sin celulares, la oficina de producción contaba con solo una línea telefónica que no siempre funcionaba. La burocracia mexicana volvía una tarea kafkiana la obtención de cualquier permiso y una inesperada invasión de cucarachas estuvo cerca de cancelar el rodaje. Además, debido a la llamada “venganza de Moctezuma” (una diarrea fulminante que ataca a los turistas cuyo sistema inmunológico no está habituado a las bacterias del agua corriente en México) los interpretes caían enfermos por días. Lynch reveló que se duchaba con un buche de vodka en la boca para evitar contraer la enfermedad.
Las condiciones climáticas también fueron un problema. En la ficción, para sobrevivir en Arrakis es necesario llevar un “destiltraje”, un uniforme especial que recicla el agua del cuerpo para evitar la deshidratación. En el film, estos trajes estaban confeccionados de una gruesa goma que multiplicaba la temperatura de cualquiera que los usara y tenía en la vida real el efecto opuesto del que tenían en la historia: en el desierto, los actores que portaban “destiltrajes” cada tanto perdían el sentido por el calor.
A las dificultades del rodaje se sumaron las de la posproducción. Aunque Lynch siempre afirmó que mantuvo una excelente relación con Dino de Laurentiis y su hija Raffaela (al punto de que luego serían los productores de Terciopelo Azul, la película que definió su carrera), ambos tenían expectativas diferentes respecto del film. Lynch quería mantener el tétrico mundo industrial de los Harkonnen en penumbras, mientras que De Laurentiis exigía máxima visibilidad, dado que pensaba en los beneficios de la venta en los entonces novedosos VHS, para los que una iluminación con matices volvía a la imagen indescifrable. Lynch pretendía estrenar una película de tres horas para hacer justicia a la trama de la novela. De Laurentiis, que tenía el corte final, redujo el metraje a poco más de 130 minutos. Esta drástica reducción dejó un tercer acto casi incompresible y forzó a incluir voces en off que repusieran la información faltante en la pantalla.
“Hay cosas que el cine puede hacer que son muy difíciles de explicar”, expresó David Lynch al periodista Chris Rodley. “Tienes que tener a alguien que confíe en ti para alcanzarlas. Esas cosas nunca pueden suceder en una atmosfera de comité en la que todos piensan que tienen que entender cada pequeña cosa del guion. Eso deja la magia del cine tan lejos como sea posible. Todo se vuelve solo lo que es y no queda lugar para el sueño o la abstracción”.
La película resultó un fracaso resonante, al punto de que fue comparada con Heaven’s gate, la obra de Michael Cimino que condujo a la bancarrota a los estudios United Artists. En realidad, la comparación no es justa porque, aunque el costo de ambos films fue similar, la película de Lynch recaudó diez veces más que los 3 millones de Cimino. Pero no solo fue un fracaso de público. La crítica, que suele reclamarle al cine de género creadores audaces que eviten las fórmulas, también la destrozó, acaso alentada por los panfletos explicativos con la trama y la terminología específica que los distribuidores entregaban a la entrada de cada sala.
La única voz notable que se alzó en defensa del film fue la del escritor y guionista Harlan Ellison, que ponderó la visión del director, aunque también aclaró que quizás algunos libros, como Moby Dick o, acaso, Duna, no estén hechos para ser filmados. Sin embargo, tal como Mel Brooks predijo sobre El hombre elefante, en este caso, el tiempo volvió a darle la razón a Lynch. Hoy, esta obra es una película de culto que, si bien es narrativamente torpe y tiene cantidad de momentos rayanos en el ridículo, también presenta un diseño de producción extraordinario que transmite como pocas veces en el cine la “otredad” de una cultura verdaderamente alienígena. La imaginación surrealista de Lynch y, quizás, también su falta de experiencia con los tropos de la ciencia ficción, hicieron que edificara un universo distinto a cualquier otro que se hubiera visto hasta ese momento o, incluso, hasta ahora.
La nueva versión de la novela encarada por Denis Villeneuve, que se estrena esta semana, da testimonio de la originalidad de la primera Duna porque, si bien es mucho más fiel al libro, no deja de ser, al mismo tiempo, una remake de la película de Lynch. Duna es un film fallido y un fracaso para su estudio pero que fue capaz de dejar una huella mucho mayor que la que dejó la mayor parte de los grandes éxitos de su época.
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