En Danza macabra, el ensayo confesional en el que Stephen King recoge sus gustos e influencias, hay una interesante afirmación sobre la raíz del horror. "Todos los cuentos de horror pueden dividirse en dos grupos, aquellos en los que el horror es consecuencia de un acto de propia y libre voluntad, y aquellos en los que el horror está predestinado y llega del exterior como un relámpago". El primero gira en torno a la noción del "mal interior" y King ubica allí a la historia de Victor Frankenstein y su criatura sin nombre, y el segundo, que encuentra sus raíces en la historia de Job del Antiguo Testamento, adquiere una magnífica humanidad en Drácula, la famosa novela de Bram Stoker. La maldad del Conde Drácula está predestinada en su tragedia, aquella que tomó prestada la imaginería de King en su célebre novela de vampiros El misterio de Salem’s Lot, la misma que Stoker había recogido de historias ancestrales, de aquella fábula de John Polidori, El vampiro, nacida en la noche en la que Mary Shelley imaginó a su Prometeo, y que luego desplegarían las películas de de terror de tantas décadas.
La Drácula de Francis Ford Coppola no ignora aquellas infinitas tradiciones sino que las abraza y, como lo fue la novela de Stoker, que recoge hechos históricos y leyendas mitológicas, precedentes literarios y múltiples voces protagonistas, se piensa como antológica. Coppola llegó a filmar la historia de Drácula a partir de un encargo, como una tabla de salvación para salir de las infinitas deudas de su empresa American Zoetrope, contraídas por sus ambiciones monumentales y sus experimentos extravagantes como Golpe al corazón (1982), pero terminó siendo tan propia como la más íntima de sus películas. La historia de ese rodaje es también la historia de su progresiva fascinación con ese mundo maldito del príncipe Vlad de Valaquia, triunfante en la batalla con los turcos en la Europa del 1400, pero maldecido por la pérdida de su Elisabeta, princesa y amor eterno. La blasfemia de Vlad, el reniego de sus dioses y su condena a vagar como "no muerto" por los siglos de los siglos, se convirtió en la mirada del director ítalo-americano en la esencia del más mórbido romanticismo.
Y si de antologías se trata, no solo necesitaba recoger las anteriores versiones de la letra de Stoker, como la Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, contrabandeada a espaldas de la viuda del escritor irlandés y sobreviviente de las garras de la censura, sino también la Drácula (1931) de Tod Browning, con un Bela Lugosi de esmoquin y garbo neogótico, engolado como un falso Valentino. Pero también algunos retazos de la estética de la Hammer en su ciclo con Christopher Lee y Peter Cushing y de la loca aventura de Werner Herzog en su reinvención de la leyenda del vampiro inmortal. Todo eso estaba en su cabeza y llegó a su película incluso antes de que comenzara a filmar un fotograma, al igual que las influencias de Orson Welles y Akira Kurosawa que recogió en ese prólogo colorido y artificial que resumía la maldición de Vlad. Miró tantas veces las batallas de Kagemucha (1980) para escenificar las siluetas de esos turcos espectrales que condenan a la prometida Elisabeta, como el irreal epílogo de Excalibur (1981) de John Boorman para concebir ese furioso ensueño. Coppola tenía toda la historia en su cabeza, incluso sus filiaciones con la historia de Stoker, quien como él había sufrido la polio de niño y había pasado meses en cama agitando su imaginación. Predestinados a encontrarse, la historia de Drácula fue la cita definitiva.
Los juegos de luces y sombras
"Recordaba el libro al detalle desde mis días como instructor en un campamento juvenil, cuando lo leíamos antes de que cayera la noche. Entonces acaba de obtener mi diploma en dramaturgia y ya pensaba en una carrera vinculada con el arte. Recordaba todas las películas sobre Drácula, incluso las de Abbott & Costello que veíamos con mi hermano. Nuestro Drácula favorito era, aunque no lo crean, John Carradine. Pero ninguna de esas películas adaptaron realmente al libro de Stoker", recordaba el director en un entrevista hace algunos años. El propósito de la "verdadera" adaptación de Stoker fue el punto de partida y el guion de James V. Hart le llegó de la mano de Winona Ryder, quien quería trabajar con él después de abandonar a último momento el proyecto de El padrino III. El destino inicial del guion de Hart era una película para televisión dirigida por Michael Apted, pero cuando Coppola manifestó su interés, Apted pasó a ser productor y decidió agrandar sus ambiciones a la medida de la pantalla grande.
Uno de los elementos que Coppola incorporó al guion de Hart fue la fascinación por las innovaciones tecnológicas de aquel final del siglo XIX, que incluía no solo las que mencionaba Stoker –la electricidad, el fonógrafo, la máquina de escribir, el ferrocarril, las transfusiones de sangre, la trepanación- sino también el cinematógrafo. "Winona Ryder me dijo que lo que le encantaba del guion era que se parecía notablemente al libro y entonces pensé: ‘Drácula se escribió al mismo tiempo que se inventó el cine. ¿Qué pasaría si hiciera a Drácula como lo hubieran hecho aquellos pioneros?". Coppola no solo convirtió al Conde en un espectador más de aquellas sesiones de cinematógrafo sino que concibió su puesta en escena como aquellos juegos de luces y sombras, una estética que muchos definieron como irracional en plenos años 90, ajena al CGI y los efectos digitales, concebida desde la magia y el ilusionismo. En sintonía con sus saltos al vacío de antaño, arriesgados y megalómanos, pidió a su hijo Román que recreara los trucos sugeridos en el libro: retroproyección, maquetas en miniatura, perspectivas forzadas. Decidió filmar casi todas las escenas en estudios antes que en locaciones reales, lo cual le permitió mayor control sobre el material y la posibilidad de afirmar su mirada en ese juego de representaciones.
La llegada de los actores
Cuando Gary Oldman se convirtió en el elegido para interpretar al Conde Drácula, las principales indicaciones del director tuvieron que ver con la apariencia de quien ya consideraba su criatura. En una entrevista con Esteve Riambau durante el Festival de Cannes de 1997, el actor señaló: "Coppola siempre decía que la parte más cercana a los actores son los vestidos, y en este caso creo que era más literal que en otros de sus proyectos. Hay muchas cosas de Drácula que ya estaban en la cabeza de Francis desde el comienzo, y a las que se mantuvo fiel religiosamente, y una de ellas fue la idea del vestuario, al igual que la técnica de efectos especiales anticuada para preservar la sintonía con la época y la imaginación de Stoker". El fascinante vestuario de la película, diseñado por la japonesa Eikio Ishioka, privilegiaba el rojo sangre para el Conde y el verde esperanza para Mina, con explícitas referencias a la pintura de Gustave Klimt y cuya exuberancia buscaba contrastar con las sombras que deambulaban en los fondos. Oldman se familiarizó con su vestuario y maquillaje de entrada y configuró un estilo de interpretación tan intenso y artificial como los decorados que Coppola había pensado minuciosamente.
Así como se decía que Bela Lugosi tenía un sarcófago en su habitación donde dormía cada noche para recrear la experiencia del vampiro antes del rodaje en la Universal, Oldman estuvo en el set tres semanas antes de comenzar a filmar para probarse el vestuario, los disfraces prostéticos y el pesado maquillaje. Uno de los atuendos más aterradores era el del murciélago gigante que viste en el tramo final de la película, como preludio a su conversión en un enjambre de roedores en claro homenaje al concepto epidemiológico de contagio que había ensayado Murnau en su Nosferatu. Como Oldman creía que ese disfraz no era lo suficientemente aterrador, Coppola le sugirió que recorriera el set susurrando al oído de los actores sus líneas más escalofriantes así podía convertir el miedo en una experiencia genuina. Algo de esa convicción terminó impactando en Winona Ryder, la trágica Mina, quien debía compartir horas de rodaje con Oldman portando colmillos afilados y un humor bastante irascible. En su momento señaló que la experiencia fue traumática y que presentía que había un peligro inminente en el trabajo con él.
A ello se agregó la tensión que devenía de la relación entre los trágicos enamorados. De entrada Coppola ensayó variaciones argumentales en el tratamiento de la relación entre Mina y el Conde. Mientras que la versión de Murnau recogía las referencias homoeróticas en el vínculo de Drácula y el tímido Jonathan Harker, prisionero de sus fantasías sanguinarias en el castillo de Transilvania, la exploración de Coppola sugería la reencarnación de la figura perdida de Elisabeta en la victoriana Mina. Impulsada por una sexualidad subterránea, que alimenta su amistad con Lucy (una explosiva Sadie Frost) y su perspectiva inminente del matrimonio con Jonathan, Mina descubre en el Conde un deseo irrefrenable, un amor loco que recuerda a las odas de los surrealistas. En consonancia con esas ideas, la relación entre el Jonathan de Keanu Reeves, envejecido por las mórbidas seducciones de las brujas del Conde –Florina Kendrick y Michaele Bercu, presididas por una exuberante Monica Bellucci-, y la Mina de Ryder estaba teñida de una imprecisa e inevitable traición. En una de las escenas finales, Coppola agitó la improvisación de sus actores, no solo de Reeves sino de Richard E. Grant –que interpretaba al médico Seward- y de Anthony Hopkins –como el mítico Van Helsing-, que intentaba llevar a Ryder a las lágrimas.
En una entrevista reciente con The Sunday Times, Ryder recordó el incidente y señaló que fueron los actores quienes se negaron a ese maltrato. Coppola se defendió en un comunicado enviado a la revista People que señalaba que él nunca había sido partidario de maltrato alguno, ni como persona ni como cineasta. Más allá de las declaraciones cruzadas y de la amistad duradera que unió a Winona Ryder y Keanu Reeves desde los días de aquel rodaje, Coppola también cursó algunas rispideces con Sir Anthony Hopkins. A cargo del papel de Van Helsing, que inicialmente estaba destinado a Liam Neeson, Hopkins se negó a participar de los ensayos y motivó más de una reacción airada del director. Finalmente las aguas se calmaron, Coppola defendió el trabajo de todos sus actores cuando la película se estrenó, incluso el cuestionable acento británico de Keanu Reeves que fue la comidilla de la prensa. "Keanu se esforzó como nunca para tratar de lograr su interpretación a la perfección. Quizás yo no conseguí que se relajara y por ello lo percibieron como algo forzado. Pero yo quedé muy conforme y hasta el día de hoy sigue siendo un verdadero príncipe ante mis ojos".
La reinvención del vampiro
El presupuesto inicial de la Columbia Pictures fue de 40 millones de dólares que Coppola, a contramano de sus excesos pasados, logró mantener a raya. Su director de fotografía, el alemán Michael Ballhaus, se inspiró en las económicas estrategias de Murnau en los años 20 y concibió la fotografía y el diseño de escenografías de acuerdo a esas inspiraciones expresionistas. Luego estuvieron las referencias pictóricas, como señala el crítico Jean-Loup Bourget en la revista francesa Positif, donde destaca las equivalencias entre la silueta antropomórfica entre el castillo de la película y la pintura El ídolo negro del checo František Kupka, y la imagen de Oldman lamiendo la navaja manchada de sangre y la pintura Salomé: le goût du sang de Gustav-Adolf Mossa. Para evitar postergaciones en el calendario, Coppola planeó cada toma con cuidado y diligencia, elaborando un story board de alrededor de mil cuadros. Realizó una pequeña película animada con los dibujos, entrelazada con pinturas de los simbolistas e imágenes de La bella y la bestia (1946) de Jean Cocteau. Todo había salido perfecto.
Pero finalmente llegó la hora de las desilusiones. Cuatro meses antes del estreno, James V. Hart recibió una llamada a medianoche en Nueva York. Coppola estaba en su sala de montaje en San Francisco y odiaba lo que estaba viendo. "Odiaba la película, odiaba el guion, me odiaba a mí por escribirlo, odiaba a los actores, al estudio, y quería que viajara hasta allí para probarme sus palabras", relata Hart en un artículo publicado en el sitio Creative Screenwriting. Finalmente el guionista viajó a San Francisco, fue recibido por Coppola en su sala de montaje, con cigarros, brandy y dos intérpretes del rumano, y ambos se convencieron de que tenían en manos un fracaso. Rieron, lloraron, revisaron el material descartado, reescribieron algunas escenas, elaboraron insertos y Coppola convenció a la Columbia para convocar nuevamente a los actores y así no perder los costos de producción. La clave estaba en el final, creía, en el final del vampiro y esa historia de amor que había atravesado los siglos y los continentes. Estaba convencido de que si Gary Oldman y Winona Ryder aceptaban compartir nuevamente unos minutos en el set podría darle a su historia el final que se merecía.
Coppola odiaba la película, odiaba el guion (...), odiaba a los actores, al estudio
La Drácula de Francis Ford Coppola llevó por primera vez el nombre del escritor en el título. Con ese gesto no solo compartía la autoría sino que declaraba la reinvención de aquel mito, que volvía a sus orígenes con homenajes y perjurios. Su vampiro era ahora un héroe trágico y maldito, un espectador de su desgracia atrapado en la leyenda de un amor eterno y perseguido como una tenue sombra proyectada en ese primigenio cinematógrafo. El ritual de la sangre se convirtió en la esencia del erotismo, y su representación en la clave de la transgresión de un orden moderno corroído por deseos ancestrales, ajenos a toda normalización. Como un testigo inmortal de la Historia, el conde encuentra en Mina la reencarnación de su amada Elisabeta y el final de su eterna propagación del Mal. Es el amor sangrante y maldecido el que late en el corazón de la película de Coppola y ese descubrimiento condujo a su historia a encontrar el rumbo definitivo. No solo se convirtió en uno de los mayores éxitos de su carrera, le permitió sacar a American Zoetrope de la bancarrota y saldar muchas deudas pendientes, sino que dio a la creación de Bram Stoker uno de sus rostros definitivos.
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