Hacemos un repaso por las historias que ocurrieron en los sets de cinco grandes films y que los lectores de LA NACION amaron leer este año
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Un relato pensado como thriller erótico que terminó colocando en el centro de la escena un debate social, una autobiografía marcada por la diferencia de edad (y criterios) de sus protagonistas, la conmovedora historia de amor que hizo lagrimear hasta a uno de los íconos más cínicos de la historia del cine, un romance oculto al calor de las luces y la quintaesencia del voyeurismo digital que predijo las redes sociales. Cinco historias que sirven como ejemplo de los secretos que sucedieron y suceden detrás del rodaje y que los lectores de LA NACION amaron leer este año.
Propuesta indecente: el dinero no es todo, pero cómo ayuda
A pesar de que la novela en la que se basa se lanzó en 1988, Propuesta indecente llegó a los cines un lustro después, seducida por una arremetida de erotismo soft iniciada por Nueve semanas y media (1986) y Atracción fatal (1987) y Bajos instintos (1992), a la que también se sumaría ese mismo año El cuerpo del delito (1993) y más tarde Criaturas salvajes (1998). La mayoría de estos títulos justificaba cuerpos desnudos y frenesí pélvico a una trama policial, sin embargo el director Adrian Lyne -también responsable de los dos primeros títulos de la lista- se preguntó: ¿cómo afectaría a un matrimonio aceptar de parte de un empresario un millón de dólares a cambio de una noche de sexo con la mujer de la pareja? “Siempre consideré a la historia como una fantasía, casi como un cuento de hadas”, dijo el realizador, pero nadie le creyó.
Acusaciones de racismo por vetar a Halle Berry para el protagónico, las diferencias entre Tom Cruise y Nicole Kidman que podían haber sido la pareja principal y quedaron afuera, las exigencias de Robert Redford para aceptar el rol del entusiasta millonario, y evidentes cortocircuitos entre Demi Moore y Adrian Lyne. Si tanto la preproducción como el rodaje fueron caóticos, con el estreno se disparó una nueva polémica. “No se trata de una película sino de un gran insulto para todas las mujeres”, gritó el feminismo, mientras la crítica la denostaba y el público la aplaudía. Un film que todavía hoy divide las aguas.
Perdidos en Tokio: viejos son los trapos
Dos almas errantes corporizaron los recuerdos de la directora Sofia Coppola, más específicamente en lo relacionado a su relación con el también colega, Spike Jonze, en Perdidos en Tokio (2003): “Era una relación de jóvenes y estar a su lado no se sentía correcto para mí y tampoco era lo que él quería”. Scarlett Johansson es Charlotte, una mujer con su matrimonio a la deriva, que se topa en la barra de un bar con Bob (Bill Murray), conectando como nunca antes.
Nada es previsible cuando está Murray en el medio, pregúntenle a Los cazafantasmas o a Los ángeles de Charlie, y la directora lo aprendió de la peor manera. Su errática conducta no ayudó a la tranquilidad del rodaje, tampoco el hecho de tener que jugar escenas íntimas con Johansson, por entonces de 17 años: “Fueron las más complejas -admitió Coppola-. No sé si era porque no estaban de buen humor, pero no se llevaban bien en esos momentos, las cosas no fluían, por lo que debíamos frenar el rodaje e intentar la misma secuencia al día siguiente, recuerdo que fueron momentos tensos”. Los pormenores de la filmación conformaron una realidad que volvió aún más compleja, la ya de por sí compleja ficción.
La fuerza del cariño... ¡y de las peleas!
Un mar de lágrimas, de uno y otro lado de la pantalla. Con su poderosa historia centrada en la relación de una madre y su hija, La fuerza del cariño marcó a fuego el cine de los años 80. “Antes de terminar la novela, había llorado dos veces en mi vida, así que supuse que no podía negar un hecho biológico semejante”, declaró James L. Brooks, director, productor, guionista y promotor de la idea. Después fue solo cuestión de encontrar el elenco perfecto. Shirley MacLaine y Debra Winger nunca estuvieron en duda. Burt Reynolds podría haber sacado chapa de actor serio, pero decidió rechazar el proyecto para apostar (y perder) por otra de las tantas comedias intrascendentes que protagonizó a lo largo de su carrera. Sin embargo, su negativa le dio vía libre a Jack Nicholson quien, según dicen, cuando recibió el guion no pudo dejar de llorar. Como para estar a tono.
Como sucede siempre con las emociones a flor de piel, hubo llanto, pero también bronca: peleas por inequidad a la hora del reparto de sueldos, divismos varios, y peleas de ficción que continuaban cuando se apagaba la cámara: “En un momento se volvió exasperante, no se podía trabajar así, los ejecutivos de Paramount pensaban que estábamos locas”, dijo Winger y algo de razón tenía.
Lo que queda del día: la mesa está servida
Una historia basada en la vida de un mayordomo escrita y filmada por gente que, en un acto de sincericidio inédito reconocieron que no tenían la menor idea de cómo se comportaba uno. De ahí en adelante estaban todas las condiciones dadas para que Lo que queda del día (1993) fracasara: un director que se bajó del proyecto antes de empezar (Mike Nichols), dos protagonistas que hicieron mutis por el foro (Jeremy Irons y Meryl Streep) y un mayordomo con la cara de Hannibal Lecter, el caníbal más famoso del cine por esos años.
Y contra todo pronóstico, el rodaje marchó sobre rieles, el poder del texto y un gran elenco con Anthony Hopkins a la cabeza hicieron lo suyo, y Lo que queda del día se convirtió en un clásico aplaudido por público y crítica desde el mismo día de su estreno. Al mismo tiempo, y a modo de yapa, entre escena y escena se fortaleció el amor secreto que compartían el director James Ivory y su socio y amigo, el productor Ismail Merchant: “Ismail era un indio musulmán de familia conservadora, no se podía decir que éramos pareja. Nos queríamos mucho y yo de ninguna manera quería perjudicarlo a él”, admitió el realizador luego de la muerte de quien fue su compañero a escondidas.
The Truman Show, la película que predijo Gran Hermano
Estrenada un año antes del lanzamiento de la primera edición de Big Brother, The Truman Show (1998) imaginaba la historia de un hombre nacido y criado dentro de un estudio de televisión. Ni su familia, ni sus amigos, ni sus vecinos, ni las paredes de su casa eran reales, todo estaba puesto al servicio de innumerables cámaras que transmitían su vida las 24 horas. El concepto de reality show también se trasladó fuera del rodaje del film, provocando una serie de situaciones dignas de ser televisadas. Andrew Niccol, artífice de la idea y guionista, tenía el sueño de sentarse en la silla del director, pero la gente de Paramount rápidamente lo “despertó”, le dio las gracias y lo reemplazó por Peter Weir (Gallipoli, Testigo en peligro, La costa mosquito, La sociedad de los poetas muertos). Además le pidieron suavizar una trama demasiado oscura para blockbuster hollywoodense con Jim Carrey en el rol principal.
Catorce borradores dejaron en el camino los instintos asesinos del protagonista, su edad, su nombre y hasta su cara (Gary Oldman fue la primera elección). La película fue un éxito y le permitió al director reencontrar el camino de una profesión que lo tenía al borde del abandono. Un director muy serio, un actor que tenía un batallón de guionistas y la idea de una remake que todavía está por verse, el devenir de The Truman Show es tan impredecible, como su trama.
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