De Spider-Man a Petit Maman: ¿es cierto que las películas son cada vez más largas?
Los 90 minutos de la época de oro de Hollywood parecería ser cosa del pasado, lo que redunda en menos funciones diarias y en la zozobra de quienes no pueden o quieren abandonar la sala hasta que termine la función; ¿es un cambio real o parte de los vaivenes estéticos del séptimo arte?
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En la última edición de la Semana Internacional del Cine de Valladolid, Seminci, se anunció con bombos y platillos que exhibía “la película de mayor duración (catorce horas) jamás presentada en Valladolid”. Se trataba de la argentina La flor, de Mariano Llinás, un récord para las casi siete décadas de historia del festival español. Con todo, la duración de La flor no supera a la bangladesí Amra ekta cinema banabo, de Ashraf Shishir (2019), que con 21 horas y 5 minutos es la más extensa estrenada en una sala hasta el momento. Eso, claro, sin contar la película experimental sueca Logistics, que sigue en tiempo real el ciclo de fabricación de un podómetro desde la mano del cliente hasta su fábrica de origen en China y con sus 51420 minutos (857 horas), fue proyectada en la Casa de la Cultura de Estocolmo. Antes que brindar una sugerencia para una próxima edición del Bafici, en la que los espectadores se sumergieron encantados en una sala a ver los “tan solo” siete horas y doce minutos de Sátántangó, el drama del húngaro Béla Tarr para emerger fuera de tiempo y espacio, la gran pregunta contemporánea se reduce a esta observación: ¿por qué las películas de hoy no parecen poder contar una historia en menos de dos horas? Y cuando hablamos de las películas nos referimos al cine comercial de calidad como La casa Gucci (Ridley Scott, 158 minutos), Duna (Denis Villeneuve, 155 minutos), el último James Bond con Daniel Craig (Sin tiempo para morir, 163 minutos); las películas pochocleras dentro del cuño de entretenimiento más directo como la última Marvel Eternals, que preanuncia desde su título sus 157 minutos, que vencen en metraje a Spider-Man, sin camino a casa, el actual éxito de taquilla de exactas dos horas y media de duración.
Tampoco queda afuera la remake de Amor sin barreras, el musical que Jerome Robbins y Robert Wise convirtieron en un clásico del cine y que en versión de Steven Spielberg suma cuatro minutos al metraje original (dos horas y treinta y dos minutos). Más allá de las apetencias del espectador: ¿esto representa un problema extra en el alicaído mundo de la exhibición cinematográfica? “Los cines normalmente brindaban cinco funciones diarias y ahora dan tres, con lo cual una función larga tres veces por día no es lo mismo ni por recaudación –que no es lo más importante– pero sí por la menor oferta horaria que recibe el público y que debe ser nuestra prioridad”, señala el empresario David Saragusti, socio de la cadena Mutiplex, aunque para la distribución local tiene otros ingredientes: “La influencia del metraje es relativa, porque si la película genera interés al espectador no importa y si es un tanque, menos, porque la sala la va a incluir. El problema es el lugar para el cine arte, porque la duración multiplica el riesgo y la escasa disponibilidad de varias funciones en un cine. Un límite preciso rondaría los 135 minutos, unas cuatro “vueltas” promedio [N. de la R: así se llama en la jerga cinematográfica a las funciones diarias). El cine de autor tiene muchas veces solo dos vueltas, y si la película dura mucho más de dos horas apenas una, o hasta te quedas sin sala de exhibición”, dice el distribuidor de cine arte Carlos Zumbo, quien tiene en su haber el estreno en la Argentina de películas exigentes en cuanto a calidad conceptual y a veces en “cantidad”, como el caso de las rumanas La noche del Sr. Lazarescu (153 minutos), Sieranevada (173 minutos) o la turca Sueño de invierno, de Nuri Bilge Ceylan, que ganó la Palma de Oro de Cannes con sus tres horas y dieciséis minutos de duración.
“En general siempre la exhibición prefirió material que no excediera los 120 minutos. La duración ideal era 90 minutos y se debía a la cantidad de vueltas que podía dar una película. Esto cambió con la llegada de los complejos multipantallas, dado que el mismo material podía exhibirse en el mismo complejo en distintas salas, alternando los horarios con películas más cortas”, acota Luis Vainikoff de Artkino Pictures. Una rápida vista a la cartelera porteña confirma las palabras del heredero de la tradición del cine Cosmos: Spider-Man: sin camino a casa tiene trece funciones disponibles diarias –sin contar las 3D y 4D– en Cinépolis Recoleta, que en algunos casos tienen solo 15 minutos de diferencia de inicio entre sí. En CinemarkHoyts Abasto hay 28 horarios distintos para ver la película más taquillera de 2021. “Voy a tratar de sintetizar un pensamiento no tan fácil de responder –dice Norberto Feldman, nombre histórico de la exhibición cinematográfica– pero el hecho de la duración de dos horas y media o tres horas tiene impacto especialmente en el tiempo que la gente puede pasar sentada prestando atención y sin levantarse para ir al baño. Recuerdo especialmente un caso, aunque no recuerdo el título de la película que se proyectaba, en el que vino al cine un padre con dos hijos y tuvo que salir con uno de ellos al baño y se ve que demoró mucho: el otro hijo, que quedó solo en la sala, empezó gritar y a llorar y hubo que suspender la función”, rememora, confirmando que el tiempo de una película tiene números objetivos y pareceres totalmente subjetivos.
Pero la duración de las películas también parecieran estar atadas a ciertas épocas, tendencias narrativas o demostraciones de la industria que exceden lo meramente argumental. La presentación de la tecnología Cinemascope, con la superproducción bíblica El manto sagrado, de 20th. Century Fox, permitió que el tribuno romano encarnado por Richard Burton mantuviera la atención de los espectadores a lo largo de sus 135 minutos con el formato de imagen de pantalla amplia. La lista es elocuente: Ben-Hur (212 minutos), Lawrence de Arabia (222 minutos) y Cleopatra (304 minutos en su versión original y tan solo 192 en la distribuida internacionalmente) expandieron los límites visuales pero también los temporales de las películas de Hollywood. El puente sobre el río Kwai (161 minutos), Doctor Zhivago (197 minutos), La más grande historia jamás contada (acortada de sus 260 minutos originales a una tercera versión de 141) o El Cid (182 minutos), no pueden esconder el récord previo de Lo que el viento se llevó, con sus casi cuatro horas de metraje.
¿Es entonces sensato decir que las películas son más largas que antes? “La verdad que no sé. Tendría que haber visto mucho más de lo que vi para hacer una afirmación de ese tipo, y siempre es un gran riesgo generalizar, ¿no? –concede el cineasta Fernando Spiner–. Lo único que puedo decir desde mi experiencia como director que cada vez que tomé la decisión de quitar de una de mis películas escenas que creía imprescindibles para el relato, terminé comprendiendo que no lo eran”, dice (su más reciente película, el relato de ciencia-ficción Inmortal. dura una hora y 36 minutos). El aparente mayor promedio de duración de las películas provenientes de la Meca del Cine contrasta con el archivo cuando se piensa en títulos como El padrino (1972, 177 minutos), El francotirador (1978, 183 minutos) e incluso con primos cinematográficos de los tanques como Superman (1979, 143 minutos). Buscar las películas de más de tres horas de duración permitirá incluir a La lista de Schindler, El señor de los anillos, Malcolm X, El lobo de Wall Street o la inhundible Titanic.
Entonces, ¿son las películas más largas o las percibimos como tales por falencias argumentales o de edición? “Como espectador, sin juzgar ni generalizar, si alguien tiene la intención de contarme una historia y logra captar mi atención, agradezco cuando articula los mecanismos del relato y elige lo importante, en el marco de un acuerdo establecido. Una hora y media, dos horas como máximo”, añade Spiner y agrega: “Salvo cuando se trata de obras maestras de grandes directores, como por ejemplo Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, o la segunda parte de El padrino de Francis Ford Coppola, que son films que duran más de tres horas. En esos casos tan especiales me siento claramente convocado a una experiencia única, y decido predisponerme a eso”, concluye. Esa “experiencia única” seguramente convenció a Kenneth Branagh en buscar mantener la fidelidad argumental para con Shakespeare al hacer Enrique V (138 minutos) o Hamlet (242 minutos) y expandir así la relación literatura y cine, pero también el tiempo del relato. En el caso de esta última, estrenada en Buenos Aires en el viejo cine Atlas Recoleta, se añadía una práctica hoy olvidada: “Uno de los temas más importantes es el intervalo -ratifica David Saragusti- que le permitía a la gente no acostumbrada como nosotros a estar dos o tres horas sentados en una butaca a levantarse, ir al baño, estirar un poco la espalda, la cintura y volver a la historia. Ni hablar de los padres que van al cine con chicos. Además, cuando estas leyendo el subtitulado durante tres horas te cansa un poco la situación si no estás habituado, y el intervalo te permitía que todo fuera mucho más fácil. Quiero aclarar que en los multicines le dábamos la opción al público de ver la misma película en dos salas distintas cuando eran películas largas, una con intervalo y la otra sin él, y eso lo elegía el público, al que no tenemos que olvidar”.
El cine europeo tampoco pareciera ser el refugio para quienes buscan películas de corta duración si se piensa en la histórica función de Los nibelungos, de Fritz Lang en el Teatro Colón (que contó con la proyección de La muerte de Sigfrido y La vengaza de Krimilda, matizada con una vianda como en micro de larga distancia para el intervalo), o el Mefisto español, para el que José María Codina puso a Laura Bove en pantalla durante 460 minutos. Abel Gance, por su parte, brindó a Francia su monumental Napoleón, en Polyvision (a tres pantallas); sus 332 minutos solo le alcanzaron para retratar la primera parte de la vida de Bonaparte, hasta que es ascendido a general. Pero no hay que viajar tan atrás en el tiempo o encontrarse con la versión cinematográfica de Fanny & Alexander (188 minutos) de Bergman para pensar en películas europeas “largas”, si bien en su estreno local en el cine Maxi, el 5 de abril de 1984, una misma copia en 35mm se proyectaba en las dos salas con horarios alternados para poder exhibirla hasta seis veces por día, sistema que repitió el cine con Érase una vez en América de Sergio Leone, el 27 de diciembre, con la versión estrenada en el Festival de Cannes de 225 minutos.
Muchos espectadores recordarán haber visto en el cine Arteplex de Diagonal Norte el éxito de La mejor juventud, de Marco Tullio Giordana (2003, 400 minutos); otros rememorarán el sinnúmero de cambios de rollo en el proyector de la histórica sala Lugones de Novecento, de Bernardo Bertolucci (1976, 318 minutos o más concretas cinco horas), o el clásico del Goethe Institut Hitler, un film de Alemania, de Hans Jürgen Syberberg (1978, siete horas). Los entusiastas de la tradición del cine-arte no olvidan ver en el cine Cosmos clásicos soviéticos como La batalla por Moscú (1985, seis horas) o La guerra y la paz (1967, ocho horas): todas convertían el ejercicio intelectual en resistencia física para sobrevivir en las espartanas butacas de madera de la sala, pero Vainikoff agrega: “La batalla por Moscú, Solaris y otras tantas que superaban la duración aceptada por los exhibidores fueron estrenadas con significativos cortes. Los laboratorios donde se hacían las copias tenían gente especializada para realizar dichos cortes y hacer la nueva compaginación. A muchos de estos films, pasados los años, los pudimos dar en versión completa recién cuando se repusieron en el Cosmos, dado que nosotros guardábamos los cortes efectuados”, y confirma que la versión que los estudios Mosfilm y Goskino hicieron del clásico de Tólstoi para quedarse con el Oscar a la mejor película extranjera tuvo, merced a su duración, una presentación local diferente: “Este film se estrenó comercialmente en la Argentina en dos partes, La guerra y la paz y Gloria y ocaso de Napoleón. Llevaba dos títulos distintos para que el público no pensara que si no vio la primera no iba a entender la segunda. En otros países se llegó a dar en cuatro partes, tal como se había filmado originalmente y en muy pocos se conoció la versión completa en forma conjunta”, concluye Vainikoff, quien también estrenó en nuestro país Trenes rigurosamente vigilados, película en la que Jiri Menzel condensó en 92 minutos el libro de Bohumil Hrabal, sin sospechar que su legado sería analizado en CzechMate: In Search of Jiří Menzel a lo largo de 448 minutos.
Es que, si bien el documental del indio Shivendra Singh Dungarpur es el más largo hasta la fecha rodado en su país, se extiende “apenas” al doble de la duración promedio de un título de la pujante industria de Bollywood, acostumbrada a no menos de tres horas de proyección para combinar en sus tramas acción, drama, comedia y romance con singulares números musicales y asegurar un intervalo que permita descansar, fumar, comer algo o debatir sobre el relato, que siempre se apaga con el proyector en un momento importante para la música o la trama. Sin irse a otro continente pero sí cambiando de contexto, Feldman anota con su sabiduría de veterano exhibidor la realidad del universo streaming como parte del cambio: “Se añade algo extra a considerar: la gente está en su casa viendo series que duran cuarenta minutos y puede parar cuando se le ocurra para tomar un café o comer un sanguchito. Las costumbres también han cambiado por la pandemia”, asevera.
En el otro extremo de la tabla, el de la máxima economía de relato pueden computarse varios clásicos del cine: El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene (1920, 71 minutos); El pibe, de Charles Chaplin (1921, 68 minutos); La caída de la casa Usher, de Jean Epstein (1928, 63 minutos); Sopa de ganso, de Leo McCarey (1933, 68 minutos); La marca de la pantera, de Jacques Tourneur (1942, 73 minutos); La soga, de Alfred Hitchcock (1948, 80 minutos); A la hora señalada, de Fred Zinnemann (1952, 85 minutos); Pickpocket, de Robert Bresson (1959, 75 minutos), así como también recientes reestrenos en la cartelera porteña como Vivir su vida, de Jean-Luc Godard (1962, 83 minutos) o Planeta salvaje, de René Laroux (1973, 73 minutos) que abonan el contrapunto de que incluso si todo tiempo pasado fue mejor, no significa que fuera necesariamente más largo. Más cerca en el tiempo, pueden rescatarse grandes películas contemporáneas que deleitan muy por debajo de la hora de media de película, como Erick Zoncá y su El pequeño ladrón o Gus Van Sant con Elephant. A esa lista de pequeñas joyas se suma la última de Céline Sciamma, que con Retrato de una mujer en llamas superó las dos horas de metraje pero con la sensible Petite maman devuelve una obra de arte de tan solo setenta y dos minutos, demostrando nuevamente que lo que perdura en la retina de los espectadores no es el metraje sino la calidad, que convierte a las películas en un pasaporte a una emoción sin tiempo.
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