De El pibe a Cinema Paradiso: seis grandes películas sobre entrañables amistades en las que la edad no cuenta
El estreno de C’Mon, C’Mon en cines invita a repasar otros títulos que, a lo largo de la historia, dieron cuenta de tiernas relaciones entre adultos y niños
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“Nadie sabe qué hacer con sus hijos, solo que hay que seguir haciéndolo”, le confiesa Viv por teléfono a su hermano, quien quedó al cuidado de su hijo mientras ella está lejos de casa, en C’mon C’mom, siempre adelante. Y eso es exactamente lo que Johnny (Joaquin Phoenix) hace con su sobrino de nueve años, Jesse, mientras está a su cargo: improvisar, aunque la mayoría de las veces, como casi todos los padres, no esté muy seguro de estar haciendo lo correcto.
El último trabajo del director Mike Mills, que llega a los cines este jueves, forma parte de una larga tradición de películas en las que un hombre adulto –por lo general soltero y sin hijos– queda al cuidado de un niño por motivos casi siempre trágicos. En el caso del pequeño Jesse (Woody Norman), su padre está sumido en problemas psiquiátricos cada vez más graves; es por eso que su madre, Viv (Gaby Hoffman), debe viajar por varios días a la ciudad en la que éste se encuentra para convencerlo de internarse.
El tío Johnny es empático y tiene buenas intenciones, pero nunca pasó tanto tiempo con su sobrino ni con ningún otro ser humano de menos de 18 años. Periodista radial, soltero y separado de su última pareja, está trabajando en un documental que consiste en plantearles a niños y adolescentes de todo Estados Unidos algunas preguntas simples pero muy profundas que casi nadie les hace nunca, como: “¿Esperás que el futuro sea mejor o peor?”.
La cosa funciona más o menos bien por algunos días hasta que el cuidado de su sobrino, un chico algo excéntrico al que le gusta jugar a que es huérfano, comienza a interferir con las grabaciones, por lo que Johnny decide llevárselo con él a trabajar a Nueva York y Nueva Orleans. Porque si hay un aprendizaje clave que incorpora bastante rápido es que para entretener a un niño no hace falta embarcarse en experiencias estrambóticas sino, más bien, permitirle participar ocasionalmente de ese territorio inexplorado que representa para ellos el “mundo adulto”.
Como suele suceder en estas películas, el vínculo que nace entre Johnny y su sobrino termina siendo profundamente transformador para los dos. Mientras que Jesse logra acercar a su tío y a su madre, que llevaban mucho tiempo sin hablarse, y hace que éste enfrente sus propias limitaciones planteándole preguntas incómodas, como “¿Por qué te separaste?”, Johnny le enseña a su sobrino que a veces está bien no estar bien y que, como cualquier niño, tiene derecho a estar enojado y expresarlo.
Modelos de masculinidad
En The Tender Bar (2021, disponible en Amazon Prime Video), también es central la relación entre un tío y su sobrino. Basada en las memorias del mismo nombre del periodista y escritor J.R. Moehringer –quien, entre otras cosas, ayudó a André Agassi a escribir su autobiografía, Open–, narra la infancia y la juventud del entonces aspirante a escritor en Long Island en las décadas del 70 y 80. Abandonado a muy corta edad por su padre, un locutor de radio, su madre lo lleva a vivir bajo un mismo techo con su abuelo (Christopher Lloyd) y su tío Charlie (Ben Affleck), quien regentea un bar llamado Dickens.
Acostumbrado a que la relación con su padre se reduzca apenas a escuchar una voz en la radio, el pequeño J.R. (Daniel Ranieri) queda inmediatamente deslumbrado por su canchero tío Charlie, quien como es de esperar no está casado ni tiene hijos pero sí unas cuantas lecciones para darle. Una de las primeras y más importantes que le dicta desde detrás del mostrador es que nunca debe pegarle a una mujer, ni siquiera si le clava un par de tijeras. Pero además, Charlie detecta rápidamente que el chico no es muy ducho en deportes y lo incentiva a reemplazar esa aparente desventaja con una cualidad. Y como al niño le gusta leer, y al tío también, lo alienta a devorarse decenas de libros con el objetivo de que quizá, algún día, se convierta en un gran escritor.
Es así como, entre sus visitas al bar del tío, parada obligada de hombres de mediana edad más o menos frustrados, y las sentencias de su lacónico abuelo –quien, en una de las escenas más conmovedoras de la película, se viste de traje para acompañarlo al festejo del día del padre en la escuela–, J.R. va eligiendo sus propios referentes masculinos y, sobre todo, aprendiendo qué tipo de hombre quiere ser. Porque lo que está en juego a lo largo de toda la película es a qué modelo de masculinidad responderá J.R. cuando, ya adulto (interpretado por Tye Sheridan), se enfrente a su primera gran desilusión amorosa. ¿Prevalecerá el del violento y abandónico padre o se impondrá el que ofrece el amable y culto tío Charlie?
En Un gran chico (2002, disponible en Apple TV+) es Marcus, un encantador niño con un corte taza imposible, el que pone en jaque el modelo de masculinidad de un adulto. Soltero, arañando los 40 y con fobia al compromiso, Will (Hugh Grant) se pasa el día tirado en el sillón viendo la tele. Gracias a las regalías que le da un hit navideño compuesto por su padre en el pasado no necesita trabajar y, por lo que parece, tampoco compartir su vida con nadie. Hasta que tiene la idea de empezar a salir con madres solteras con hijos por creer que serán menos demandantes. En una de esas citas conoce a Marcus, el hijo de una amiga de la mujer con la que sale. Marcus no tiene padre y su madre (Toni Collette), una cultora del veganismo que hornea panes integrales duros como piedras capaces de voltear a un pato -como muestra una de las escenas más divertidas de la película- está sumida en una depresión grave.
Will no tiene ninguna intención de hacerse amigo de Marcus, pero éste se le comienza a aparecer en la puerta todos los días a la salida del colegio para ver la tele juntos y escaparse un rato del ambiente agobiante de su casa. A pesar de la reticencia inicial de Will, el chico termina ganándose su corazón a pura insistencia. Es entonces cuando Will decide involucrarse, primero con pequeños detalles –como la compra de un par de zapatillas con onda para Marcus que rompan con el look hippie de suéters y gorros tejidos que le impone su madre– y luego ya de forma más directa cuando los problemas se vuelven serios. También acá, la presencia constante del niño abre una nueva dimensión en la vida afectiva del adulto, al punto que Will termina enamorándose de una mujer (Rachel Weisz).
La comedia de los hermanos Chris y Paul Weitz, basada en una novela de Nick Hornby del mismo nombre, supuso el primer papel en el cine de un entonces pequeño Nicholas Hoult, a quien se pudo ver desde entonces en películas como Mad Max: Furia en el camino (2015) o en la saga X-Men como Hank McCoy.
La fuerza del cariño
Si de fuerzas transformadoras se trata, pocas más arrolladoras que la de Mathilda en El perfecto asesino (1994, disponible en Netflix y Apple TV+), la película de Luc Besson que lanzó a Nathalie Portman a la fama. La actriz de El Cisne Negro tenía apenas 11 años cuando le tocó ponerse en la piel de la hija de un narcotraficante que moría asesinado junto a su familia en un ataque de agentes corruptos de la DEA encabezados por el desequilibrado Stansfield (Gary Oldman). Sin lugar al que ir, Mathilda le implora a su vecino, Leon (Jean Reno), que la cobije en su casa.
Leon es un asesino implacable capaz de borrar de un plumazo a decenas de personas sin errar un tiro (menos, como se apura en aclarar, a mujeres y niños). En la intimidad, es un hombre solitario y analfabeto al que le gusta tomar grandes vasos de leche como si fuera un chico y que cuida con devoción una planta a la que llama su “amiga”. Lejos de sentirse intimidada, Mathilda le ofrece un trato: ella se ocupará de la casa y de enseñarle a leer y a escribir si él le muestra cómo matar para vengar la muerte de su hermanito. Como es de esperar, Mathilda termina desbloqueando el “modo asesino” con el que Leon se mueve por las calles de Nueva York. Sin embargo, al ser una niña que se está asomando a la adolescencia, entran en juego otras complejidades. Acostumbrada a que nadie la trate bien, Mathilda le confiesa a Leon que está enamorada de él.
Al parecer, Besson se inspiró para esta película de culto en su propia relación con la actriz Maiwenn Le Besco, que tenía 15 años cuando comenzaron a salir (él tenía 32), aunque redujo las escenas de tensión sexual entre los protagonistas de su película por el rechazo lógico que suscitaban. La misma Portman lamentó en más de una oportunidad que El perfecto asesino la sexualizara de niña, al punto que luego evitó durante mucho tiempo todo papel con escenas románticas por el pavor que le generaba despertar el deseo masculino. Finalmente, la tensión sexual del guion original quedó reducida a la incomodidad que siente cualquier padre ante las súbitas manifestaciones de femineidad de su hija púber, como muestra la escena en la que Leon observa a Mathilda imitar a la sensual Marilyn Monroe cantando “Happy Birthday, Mr President”. Por otra parte, Besson logró con su película algo que parecía imposible: que, debido a la ternura que suscitaba la niña en Leon, el público empatizara con el asesino.
La película con la que empezó todo
Si hay una película que sentó las bases para muchas de estas historias agridulces acerca de un hombre adulto que debe velar por un niño al que muchas veces no lo une un lazo biológico es El pibe (1921, disponible en Mubi y Qubit TV), el primer largometraje como director de Charles Chaplin. Como anunciaba el film guionado, protagonizado y producido por él mismo desde su primer intertítulo, se trata de “una comedia con una sonrisa y quizá una lágrima”.
“El pibe” en cuestión es abandonado por su madre poco después de nacer en el interior de una limusina, pero dos ladrones la roban y terminan dejando al bebé tirado en un barrio de mala muerte, donde lo encuentra un vagabundo (Chaplin) que lo cría como propio. Las cosas, como es de prever, se complican cuando años después la madre quiere recuperar a su hijo (Jackie Coogan). La gran estrella del cine mudo rodó esta película acerca del miedo más profundo de todo padre, el de perder a su hijo, tras la muerte de su primogénito, Norman Spencer Chaplin, quien vivió apenas tres días. Es muy probable que esta obra maestra del cine haya sido la manera que encontró de exorcizar ese trauma y también de plasmar los años en los que él mismo, siendo un niño, vagaba por las calles brindando espectáculos callejeros.
En 1958, otro genio de la comedia como Jerry Lewis protagonizó Tú, mi conejo y yo (disponible en Qubit TV). Ambientada en Japón, la película de Frank Tashlin es una oda a la más pura concordia nipona-estadounidense a pesar de que transcurre apenas 13 años después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Lewis interpreta en ella a Gilbert Wooley, un mago bastante torpe enviado a Japón a animar a las tropas estadounidenses estacionadas allí.
Apenas aterrizado en Oriente, protagoniza un vergonzoso incidente con una estrella de cine convocada para la misma misión cuando los dos caen rodando por la escalerilla del avión. El gaffe es observado de cerca por el pequeño Mitsuo, el sobrino de una traductora japonesa (Nobu McCarthy) quien lo está esperando en el aeropuerto. Entonces se produce el milagro: el niño, que no reía desde que perdió a sus padres en un accidente, se desternilla. Y decide adoptar a Gilbert como su padre, venerándolo con frecuentes inclinaciones de respeto y persiguiéndolo con insistencia por todos lados.
Gilbert, cuyo vínculo afectivo más estrecho era hasta entonces el que lo unía a su conejo blanco, Harry, se encariña con Mitsuo y se enamora de su tía. Pero no está tan seguro de querer convertirse en padre y menos aún en Japón. Una vez más, la mirada del niño facilita una revelación. “Es la primera vez que alguien cree que soy algo”, confiesa Gilbert, a quien todos tienen para el cachetazo, empoderado por el amor del chico. Por su parte, el conejo Harry tiene un peso nada menor en la trama, ya que es a través de su mascota que el protagonista descubre que es capaz de cuidar de otro. El final, por supuesto, es feliz: Gilbert se queda con Mitsuo, su tía y el conejo Harry.
El peso del legado
En Cinema Paradiso (1988, disponible Movistar Play, Apple TV+ y Google Play) también hay un niño sin padre y un hombre sin hijos. El niño es el adorable Toto, un chico cinéfilo de no más de siete años al que la Segunda Guerra Mundial dejó huérfano y que pasa las tardes observando trabajar a Alfredo (Philippe Noiret), el encargado de proyectar películas en el único cine de un pueblito perdido de Sicilia.
Giuseppe Tornatore se alzó con varias importantes distinciones, como el Gran premio del Jurado en Cannes y el Oscar a la mejor película extranjera, con su sentido homenaje al séptimo arte, en el que logró plasmar con nostalgia encantadora muchos de los rituales de cuando éste consistía en una experiencia colectiva (son inolvidables las escenas en las que muestra la sala de cine como una especie de circo romano con parejas amándose tras los cortinados, chicos fumando y personas maldiciendo por los besos recortados por la censura del clero). De tanto observar a Alfredo, el pequeño Toto termina aprendiendo el oficio de proyectorista a la perfección, al punto que cuando el Paradiso se incendia y su maestro queda ciego, es el niño quien asume la responsabilidad de seguir pasando películas.
Cuando Toto alcanza la juventud, Alfredo lo obliga a irse del pueblo, hacer su propio camino y no regresar jamás. Toto cumple con creces: se muda a Roma, construye una exitosa carrera como director de cine y regresa a Sicilia recién como adulto y tras la muerte de Alfredo, cumpliendo al pie de la letra con aquel imperativo freudiano de “matar al padre”. Una vez más, el niño de la película asume una misión trascendente, ya que es a través de su enorme curiosidad cinéfila que Toto le brinda a Alfredo una posibilidad vedada a muchos hombres sin descendencia: la de transmitir un legado.
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