En una larga charla con LA NACIÓN, el director habló sobre la identidad (tema clave de su nuevo film, recién estrenado), de las penurias de la industria audiovisual argentina y de su temor por el regreso del antisemitismo en el mundo
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Detrás del espíritu lúdico, de las canciones y de un reencuentro fraternal que renueva las preguntas sobre la identidad que viene haciéndose desde sus primeras películas, Daniel Burman mira hoy la actualidad con bastante desasosiego. Y dice que a partir de esa mirada encaró el proyecto que acaba de estrenarse en los cines argentinos: “Tenía la necesidad de contarlo ahora, cuando lo espiritual y la búsqueda de la luz que necesitamos frente a este momento tan oscuro se imponen como un mandato”.
El resultado es Transmitzvah, la primera película de Burman después de un largo período dedicado a las series y a las producciones de estreno directo en las plataformas de streaming. Estrenada fuera de concurso en el último Festival de Cannes, en una función abierta, al aire libre y en la playa, también es un regreso inevitable al barrio de Once, el lugar de algunas de sus indagaciones artísticas y personales más profundas. En este caso las peripecias de la familia Singman y sobre todo de Mumy Singer, que nació como Rubén y renunció en su momento a cumplir con ese nombre la tradición del Bar Mitzvah, el ritual con el que todo judío ingresa a la adultez.
Después de hacer su transición de género y triunfar como estrella pop, Mumy (la actriz española Penélope Guerrero) regresa a la Argentina decidida a cumplir con aquella ceremonia postergada, ahora como Bat Mitzvah, con la ayuda de su hermano Eduardo (Juan Minujín), también necesitado de una redención. “La historia original iba a terminar en Israel, más precisamente en Safed, la ciudad mística por excelencia, donde Madonna tiene una casa. Ese lugar, donde se juntan todos los cabalistas del mundo, fue bombardeado hace pocos días. Cuando estábamos en plena preproducción pasó, hace un año, todo lo del 7 de octubre. Era imposible pensar en filmar allí”, relata Burman, llevado desde la voz hacia un recuerdo amargo mientras conversa con LA NACIÓN sentado en la primera fila de butacas de la magnífica sala de cine que DAC (Directores Argentinos Cinematográficos) tiene en el barrio porteño de Villa Crespo.
“Al mismo tiempo había entre todos los que hicimos esta película un espíritu de sanación –agrega, como si hiciera el camino de vuelta- y por eso decidí construir un ambiente más propio de una fábula, porque quería alejarme de lo cotidiano. No para generar una fantasía propia de la ciencia ficción, sino para generar, en medio de discursos banales que también son discursos de odio, mostrar que podemos desandar el camino y volver a lo más parecido a una humanidad respirable, mirando hacia nuestra infancia”.
-¿Ese es el lugar desde el cual miran el mundo los personajes de Transmitzvah?
-La infancia es el lugar donde podemos construir algo soportable, inclusive en medio de los mayores dolores. Tenemos que volver a las herramientas de la infancia para hacer del día a día una fábula y recuperar aquellos recuerdos para el mundo real.
-Mumy y Eduardo, los protagonistas de tu película, son adultos que se comportan como chicos. O en todo caso son dos personas que necesitan volver al mundo que habitaron en la infancia.
-Eso pasa en toda relación entre hermanos. Allí volvemos a la infancia, nunca somos del todo adultos. El gran tema de la película es la filiación. Y la identidad. El regreso al origen que la película plantea no es algo abstracto. Vamos en busca de esos pedacitos nuestros que quedaron en el camino y desde allí regresamos a donde estamos hoy, pero de manera diferente. Estoy invitando a quien vea la película a que reflexione sobre eso. No lo hago desde un lugar aleccionador, sino para salir de la coyuntura, que es asfixiante.
-El estreno coincide con el primer aniversario del ataque terrorista de Hamas y la masacre del 7 de octubre.
-Fue un golpe muy fuerte. Lo que más me afectó, además de la monstruosidad del acto y de sus consecuencias, fue que generó víctimas y victimarios en todos lados. Fue un acto de negación total, de Dios y del hombre mismo, según lo que crea cada uno. Desnudó discursos de una banalidad y de una violencia inusitada. La enorme irresponsabilidad de quienes tienen el poder de comunicar también me sorprendió y me afectó de manera tremenda.
-¿Por qué?
-Puedo entender que la dinámica esencial de las redes sociales pasa por la transmisión de un efecto emocional banal e inmediato, breve y efímero. Después del 7 de octubre surgieron varios tipos de antisemitismo. Uno genuino y otro expresado por muchos comunicadores que hacen eso para no perder followers o para evitar haters. Son posturas graves en términos de impacto comunicacional tomadas a partir de causas muy banales.
-La banalidad del mal, otra vez.
-Tenemos, inclusive, ejemplos de antisemitismo por pereza. La realidad de Medio Oriente es tan compleja que muchas veces se toma el atajo del antisemitismo para evitar el esfuerzo de razonar y hacer un análisis más trabajoso. Es un atajo cruel y al mismo tiempo peligrosísimo.
-¿Qué pasa en el interior del mundo audiovisual en el que te desempeñás? ¿Ves aquí o en Europa algún debate entre sus integrantes alrededor de estos temas?’
-Para nada. Sobre todo porque hoy ser antisemita es cool. Tal vez cuando las acciones del terrorismo terminen pisoteando o violentando a otros sectores la cosa cambie. Pero ahora, como este tema está encapsulado en una minoría con mucha visibilidad, el antisemitismo resulta un lugar bastante cómodo.
-En una conversación que tuvimos durante la pandemia dijiste que aquella emergencia había puesto a los creadores frente a la necesidad de desterrar la banalidad, tema del que venimos hablando, para ocuparse de los verdaderos conflictos morales. Por todo lo que decís, aquel vaticinio quedó desmentido por la realidad.
-Debo admitir, y empiezo por mí mismo, que nos equivocamos muchísimo con la pandemia. Pensábamos que iba a ser un sacudón al ego y al narcisismo de la humanidad, y que volveríamos a los temas esenciales. Y pasó todo lo contrario. Volvimos más envalentonados que nunca para escondernos detrás de lo más banal.
-Mientras tanto, volvés a corretear por las calles de Once con una historia que plantea dilemas morales muy profundos. ¿Hay en la trama de Transmitzvah alguna conexión con algo que vos o tus seres cercanos hayan vivido?
-En los hechos, la película no es autobiográfica. Pero sí lo es profundamente en los dilemas que atraviesan los personajes a partir de un tema que me obsesiona. En los últimos años hubo cambios muy relevantes con el tema de la identidad de género. Por un lado hubo cambios en la mirada cultural muy necesarios y positivos que llevaron a que el Estado reconociera por fin derechos humanos fundamentales. Pero por otro hubo un efecto no deseado: cierta simplificación respecto de la enorme complejidad que tienen estos asuntos.
-¿Cómo es eso?
-Si le preguntás a cualquier adolescente sobre la identidad, solo se va a referir a la identidad de género. Se trata de una parte esencial, importantísima. Vivir con la identidad de género que deseamos es un punto de partida irrenunciable. Pero el camino no termina ahí, recién empieza. La búsqueda de la identidad es un camino larguísimo, complejo, multifacético, dentro del cual los temas de género constituyen solo una parte. Muchas veces caemos en esta simplificación.
-¿Qué consecuencias tiene esta manera de ver las cosas?
-Olvidar que en un camino identitario la madre de todas las transiciones es la que nos lleva de la niñez a la adultez. Creer que alcanzamos nuestra identidad solo porque vivimos alineados con el género que nos identifica puede traer resultados muy decepcionantes. También en la ficción aparecen estos efectos no deseados.
-¿De qué manera?
-Cuando toda la conflictividad en un colectivo relacionado con la identidad de género está puesta en ese hecho. Me pareció muy sano y provocador mostrar en Transmitzvah a una mujer que hizo una transición exitosa y la vive con gran libertad y aceptación, mientras al mismo tiempo se enfrenta a un gran conflicto de identidad que no tiene nada que ver con eso.
-En ese sentido, la película nos descoloca todo el tiempo.
-Transmitzvah se estrena como apta para todo público. Y surge de inmediato un reflejo muy conservador que nos dice: ¿cómo va a ser ATP y estar protagonizada por una mujer trans? La cosa no pasa por ahí. No hay ninguna escena incómoda o sexual en la película. El cambio cultural que vivimos en los últimos 20 años fue enorme y es para celebrar. Pero como inevitablemente se invoca al sexo cuando aparece algún personaje trans, retrocedemos cinco o seis casilleros. Es lógico que semejante transformación deje a la vista algunas contradicciones que yo muestro sin ánimo de crítica.
-Esas contradicciones también quedan planteadas en el seno de la comunidad judía. Lo mostrás sin vueltas.
-Hay una frase de Mumy Singer que me gusta mucho: yo no soy gluten o lactosa, no necesito ser tolerada. Tenemos que dar vuelta la página y dejar de pedir que nos toleren por nuestra diversidad. Lo único natural en nuestra vida es justamente la diversidad, porque por alguna razón divina o científica no hay dos personas en el mundo genéticamente idénticas.
-Los personajes centrales parecen haber sido escritos para los actores que los interpretan. ¿Llegaste a Penélope Guerrero y a Juan Minujín como primera opción?
-Con Juan siempre quise volver a trabajar desde El abrazo partido, donde tiene una participación muy pequeña. Lo miro mucho como actor y me encanta cómo compone, pero también me atrae la mirada que tiene del guion y es un gran compañero de trabajo. Y en cuanto a Penélope, yo estaba buscando alguien que pudiese interpretar ese papel, cantar en idish, bailar. Luis San Narciso, director de casting de Mediapro, me dijo: “Es ella”. Ya tenía experiencia en España, hizo un casting extraordinario y su aporte a la escritura final del guion fue fundamental. Me ayudó a evitar el estereotipo y construir al personaje con la complejidad que requería.
-Mientras tanto, seguís trabajando con los mismos actores. Alejandra Flechner, Alejandro Awada...
-El cine, a diferencia de la tele, tiene un momento mágico. Pasa cuando un montón de personas, en un momento determinado, se encolumnan todas juntas detrás de una misma cámara, una misma imagen. Cada uno pone toda su energía en pos de ese retrato único. Respiran con vos, con tu ritmo. Los abrazás y por eso no querés dejarlos ir.
-Volviste a hacer una película, después de un largo tiempo dedicado a las series.
-¿Viste que ahora está de moda otra vez la Fórmula 1? Esto es algo parecido. Hacer una película es como entrar a boxes. Parar junto a un grupo de gente que elegís como compañeros de trabajo y te llenan el alma. Te conectás con tu origen, tu destino y con la pregunta clave de por qué hacés lo que hacés. Amo profundamente dirigir series, pero el cine te conecta con algo íntimo y colectivo a la vez.
-Hace muy pocos días estuviste en Madrid participando de la convención Iberseries Platino. ¿Cómo es eso de trabajar con una pata en la Argentina y otra en España?
-Llevo siete años trabajando con Oficina Burman dentro de Mediapro. Tengo allí una enorme libertad creativa que me permite hacer proyectos más locales como Transmitzvah y más internacionales como Iosi, y recibir el mismo apoyo. A veces el imaginario cree que en un estudio hay un montón de gente que te indica qué filmar y cómo hacerlo, cuando en realidad son colegas que respaldan todos tus sueños. Así de sencillo y de poético es. Yo trabajo en las historias que necesito contar. Si no lo hago me transformo en una persona infeliz y me aparece en la cabeza un zumbido insoportable. Cuando termino un proyecto, ese zumbido ya no está.
-Estás trabajando sin parar, con un proyecto detrás de otro.
-Tal cual. Hice esta película inmediatamente después de Iosi y enseguida me puse a trabajar en Cometierra, una gran novela de Dolores Reyes que adapté para México. Acabo de terminar el rodaje de la serie Las maldiciones para Netflix. Ahora estoy con dos proyectos más, uno de cine y el otro para televisión, que no puedo revelar. Espero hacerlos acá. Y siempre voy a volver al Once, es algo que llevo en mi equipaje.
-Cuando hablamos en tiempo de pandemia también dijiste que ese era el momento adecuado para que la industria audiovisual argentina replanteara sus relaciones internas de poder. ¿Cómo estamos hoy?
-No voy a repetir todo lo que ya se sabe sobre este tema. Sí diré, en términos objetivos y más allá de cualquier postura política, que la industria audiovisual está hoy en un proceso de desmantelamiento. Nos falta discutir cómo se llegó a esto. Y cómo llegamos a depender tanto del poder de turno y a ser usados por ese mismo poder para la foto. En medio de una inevitable reconstrucción que necesitamos como industria tenemos que replantearnos como industria cultural de qué manera vamos a seguir vinculándonos con el poder. Es una discusión muy incómoda.
-¿Cómo se encara?
-Tenemos que hablar de una vez por todas de esas cosas, tener conversaciones incómodas. Preguntarnos cómo llegamos a esto, qué nos pasó en los últimos años, qué estuvimos haciendo. Al desmantelarse todo el financiamiento del Estado la consecuencia objetiva es muy clara. En dos o tres años, la industria cultural del cine y la televisión tal como la conocemos tal vez no exista más. Este es un hecho concreto.
-¿Hay salida?
-Hace ocho años que no hago un solo proyecto con el Incaa, pero me formé al amparo de la educación pública y el apoyo del Estado, que me permitieron en su momento crear una compañía de proyección internacional. Ese camino virtuoso hoy es imposible, me duele reconocerlo. En algún momento tendremos que pensar en la reconstrucción, pero sin volver al statu quo anterior.
-¿De qué manera?
-Creando un sistema de apoyos y de fomento que no esté vinculado a los caprichos políticos de turno ni utilizado para las fotos en los actos. Cada uno de los hacedores de nuestra industria cultural es portador sano de una ideología y está muy bien que la transmita con orgullo en lo que hace. Lo que no somos es un colectivo utilizable y desechable para visibilizar una campaña electoral.
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