Cuatro películas imperdibles de los últimos años que están ocultas en el catálogo de Netflix
En medio de la catarata de ofertas, en la base de datos de la plataforma aparecen estas propuestas protagonizadas por Daniel Day Lewis, Sean Penn, George Clooney y Diane Lane
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A veces el algoritmo parece hablarle a otro y la oferta se limita a los éxitos del momento y a lo que se le puede parecer. Por eso, esta lista con cuatro películas importantes que capaz pasan inadvertidas y están en Netflix.
El último mohicano, de 1992
Ferrari es la nueva película de Michael Mann, quien tiene 80 años y es uno de los grandes maestros en actividad. Su primer triunfo fue con Miami Vice, la serie que después fue una película mediocre, pero con Montevideo y Atlántida, Uruguay, haciendo de Cuba. Su cine, heredero pretencioso de una tradición americana de directores como John Frankenheimer o Alan J. Pakula, incluye Fuego contra fuego (con Robert De Niro y Al Pacino juntos y que también está en Netflix), El informante (la denuncia contra el proceder de las tabacaleras que tuvo siete nominaciones al Oscar); Ali, con Will Smith; y Colateral, con Tom Cruise.
El último de los mohicanos es su película más clásica ya desde su origen que, claro, está en la novela de James Fenimore Cooper. Tiene a Daniel Day Lewis como Hawkeye, el mohicano principal en una apropiación cultural que hoy no sortearía ningún tribunal. Se enamora de Cora, la hija de un general a la que debe proteger y que interpreta Madeleine Stowe. La apuesta, sin embargo, es a la aventura seria, y para eso se apoya en la fotografía de Dante Spinotti y en un sonido que ganó el Oscar. Fue la confirmación de que Mann es un gran director en una tradición de virilidad aventurera que hoy parece algo perdida.
En busca del destino, de 1997
El cine de Gus Van Sant nunca se ha apartado del modelo en el que creció y que ayudó a perfilar: el cine indie de la década de 1980 con una sensibilidad queer, cuando el término era más que nada académico y no estaba en el título de un reality.
La tendencia por lo marginal y por los personajes juveniles está clara en su ópera prima, Mala noche, que es de 1986, y se hace mainstream en Drugstore Cowboy (1989) sobre dos yonquis enamorados y, principalmente, en My Own Private Idaho (1992), con Keanu Reeves y River Phoenix, libre adaptación de los Enrique de Shakespeare.
En busca del destino es de lo más mainstream de su carrera. Desde entonces ha ido con proyectos teóricamente interesantes como reproducir plano por plano Psicosis, de Hitchcock; u otras formas en Last Days, sobre Kurt Cobain; y Elefante, sobre la masacre de Columbine. Milk le dio otra nominación a mejor director y un Oscar para Sean Penn y para el guion.
Es difícil, hoy, reproducir la sorpresa que provocó que Van Sant dirigiera una película como En busca del destino, una historia de Cenicienta sin rastros de cinismo. Le dio un Oscar a Robin Williams como un atormentado y eficaz psicólogo, y a Matt Damon y Ben Affleck, los dos veinteañeros que escribieron el guion, lo protagonizaron y se volvieron estrellas.
Damon interpreta a Will, joven diletante y con antecedentes penales que limpia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Un día resuelve la imposible ecuación que el profesor Gerald Lambeau, la eminencia que interpreta Stellan Skarsgård, había escrito desafiante en un pizarrón en el pasillo. Tras la incredulidad inicial, el profesor ve que está frente a un genio al que alienta a progresar. Lo deriva al doctor Sean Maguire que Williams compone con bonhomía y mucho dolor.
A Will, sin embargo, parece completarlo el callejón sin salida de noches de copas con los muchachos del sur de Boston -entre los que está Chuckie, Affleck-, la violencia y una angustia existencial que podría explicar muchas cosas. Skylar, la estudiante de Harvard (Minnie Driver, que se enteró de que quedó para el papel estando de vacaciones en Punta del Este), puede ser un salvoconducto para salir de ahí.
Más allá de los lugares comunes, Van Sant no pierde un ojo por lo humano, lo entrañable. Eso está clarísimo en la escena en que Chuckie le confiesa a Will que es feliz cuando va del portón a su puerta deseando que su amigo se haya largado de ahí, de ese barrio, de ese dolor. Tiene música de Elliott Smith, todo un símbolo de su época. Está más cerca de Rocky que de Drogas, amor y muerte, eso seguro, y está muy bien.
Los descendientes, de 2011
Alexander Payne es uno de los grandes guionistas y directores del cine contemporáneo. Su carrera está, hace tiempo, al nivel de la de sus principales referencias: Hal Ashby o Bob Rafelson, americanos y de los 70. Esa displicencia puede tener que ver con la escasa incidencia de la crítica y con la algorítmica pereza que se ha adueñado de los gustos culturales.
En su carrera, Payne, quien nació en Omaha, la ciudad en el centro de su cine, ha contado historias sobre crisis masculinas desde la comedia costumbrista (Las confesiones del señor Schmidt), la sátira (Election) o el drama (Entre copas). Es un cine de guionista, está claro, y justo en esa categoría ganó dos Oscar: por Entre copas (la de Paul Giamatti en un tour vitivinícola en California) y Los descendientes, que Netflix acaba de sumar a su grilla.
Lejos del midwest por el que pasa buena parte de su obra, Los descendientes transcurre en una Hawái que está lejos de la postal, como señalan los planos de ubicación que siempre sirven de prólogo de las películas de Payne.
Los descendientes -que tuvo otras cuatro nominaciones al Oscar incluyendo mejor película y George Clooney- sigue el crítico momento de Mark King (Clooney). Su esposa está en coma irreversible tras un accidente, pero sus frentes complicados incluyen una millonaria sucesión familiar e intentar reformular el vínculo con sus hijas. El peso de Los descendientes, que es una gran película, no cae solo en Clooney sino también en una corte de actores secundarios bien interesantes, como sus hijas (Shailene Woodley y Amara Miller), un amigo de ellas (Nick Krause, gran papel) y el suegro que hace Robert Forster. A todos Payne les da carnadura y el tono es de comedia dramática muy bien escrita.
París puede esperar, de 2016
Como dicen algunos videos virales, conviene ver hasta el final: la última escena de París puede esperar, la primera película de ficción de Eleanor Coppola, esposa de Francis Ford Coppola y matriarca de su clan. Cuenta una preciosísima road movie romántica con paisajes y menús franceses que siempre son lindos de ver. Diane Lane es una cincuentona casada con un productor de cine (Alec Baldwin), que está en otra y accede a ir con Jacques, uno de sus socios (Arnaud Viard), en un viaje en auto desde la Riviera francesa a París. El que está a la altura de un tramo tan lindo de ver es un bon vivant simpático, entrador y respetuoso, y que accede a ser el Uber con más cinco estrellas del mundo.
A mitad del camino ya está claro que el hombre ofrece algo más vital que su matrimonio estancado y todo se transforma en lo que previsiblemente se espera de esta clase de películas. Es un Éric Rohmer licuado, cierto, pero es un romance precioso.
Quizás por contraposición a la grandilocuencia de su marido (su anterior película había sido Heart of Darkness, el documental sobre el tormentoso rodaje de Apocalypse Now), la directora va más por la historia chiquita de un rodaje amable, entre amigos y, uno supone, con el mejor catering del mundo.
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