Crítica de Sonido de libertad: las mejores intenciones no alcanzan para convertirla en una buena película
Suerte de “los agentes federales también lloran”, la trama –centrada en un héroe cristológico que combate redes de pedofilia en América latina– tiene a su mejor activo en el carisma de Jim Caviezel
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Sonido de libertad (Sounds of Freedom, EE.UU./2023) Dirección: Alejandro Monteverde. Guion: Rod Barr, Alejandro Monteverde, Marlene Rodríguez. Fotografía: Gorka Gómez Andreu. Música: Javier Navarrete. Elenco: Jim Caviezel, Bill Camp, Eduardo Verástegui, Cristal Aparicio, Javier Godino, Lucas Ávila, Yéssica Borroto, Kris Avedisian, Kurt Fuller, Mira Sorvino. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: Angel Studios. Duración: 131 minutos. Nuestra opinión: regular
Existe un tipo de películas que nos pone ante un dilema complejo: puede que sean malas, puede que no nos gusten, pero lo que “dicen”, su tema o su uso (porque las películas también tienen un uso), son tan importantes, tan justos que decir que no son “buenas” en el sentido estrictamente cinematográfico puede leerse como estar en contra de lo que “dice” (o su uso). Sonido de libertad pertenece a esta categoría, aunque -digamos todo- tampoco es “mala”. No es difícil prestarle atención a sus peripecias, lo que la vuelve al menos cumplidora en tanto entretenimiento. Es decir, si el lector sólo quiere saber si ganará algo pagando la entrada, podemos indicar que muy probablemente no se aburra: a esta altura del cine y de la vida, no es poco.
Basada (libremente) en hechos y personajes reales, cuenta cómo un agente federal estadounidense llamado Tim Ballard (Jim Caviezel), tras capturar a un pedófilo en su país, se enfrenta a un dilema: nunca ha rescatado a uno de esos niños. En uso de una licencia, acuciado por las caritas de tantos nenes en esas fotos que forzosamente tiene que ver y por su condición de padre, va un paso más allá de su tarea y rescata a un niño. Quien le pide que, a su vez, rescate a su hermanita. El infierno de rapto, tráfico y violaciones ocurre al sur del Río Grande, básicamente en Colombia. Por las suyas, Ballard va a cumplir su promesa, se encuentra con otros que también quieren hacer lo correcto, y termina -las vueltas de la trama son varias, pero el resultado es uno solo- en un campamento de las FARC, en una plantación de coca, ante la niña perdida y un sádico jefe militar.
Ballard no es Rambo y la película opta por escenas largas y muchos diálogos donde se habla de Dios, la paternidad, la necesidad de hacer lo correcto, la estupidez de la burocracia, incluso de las élites que acceden a la perversión prohibida. Caviezel ha dotado a su Ballard del mejor capital que logró en su carrera: la mirada de su Cristo en La pasión de ídem. De hecho, el film, narrado de modo muy convencional y con muy poca violencia, podría ser un mapa de esa cara y de sus emociones, algo así como “los agentes federales también lloran”. Pero la película tiene un problema poderoso incluso como propaganda: Ballard en realidad nunca está en verdadero peligro, nunca da un paso en falso, nunca es traicionado. Es un héroe tan emocional y perfecto que parece fuera del mundo, superior a ese infierno latinoamericano.
Porque, se sabe, para las convenciones de Hollywood, América Latina es lugar de pecado y caos. Una suerte, porque por eso mismo (el caos), nadie ve venir a ese hiperrrubio, hiperbueno, hiperemotivo señor y lo confunden -quién no- con un multimillonario pedófilo. Los niños, así, terminan siendo una especie de trofeo moral para el personaje y, dicho sea de paso, para la película, que acumula suavemente y sin pausa todo cliché sobre los tristes trópicos americanos. Sonido de libertad es una especie de ambiciosa publicidad de Luchemos por la Vida. Lo que sostiene su sentido no tiene nada que ver con el cine. Y Ballard es el infalible Cristo resucitado al que nada le sale mal.
Por lo menos esta vez no le pegan.
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