Coronavirus: ¿Qué pasa cuando perdemos el arte que nos une?
NUEVA YORK.- ¿Y ahora qué hacemos? Ésa es la gran pregunta –en tanto cuestión política, de destino nacional y de cohesión social–, que anuda y entraña un montón de decisiones prácticas, locales, individuales ¿Qué acciones puede encarar concretamente cada uno de nosotros para mantenerse sano física y mentalmente y seguir conectado durante la pandemia de coronavirus, y así combatir esas peligrosas infecciones secundarias llamadas aburrimiento, egoísmo y pánico? ¿Cómo mantenernos ocupados para no perder la cordura?¿Cómo divertirse?
Esto último podría parecer un problema trivial de fácil solución. Lo que está en juego son las vidas y el sustento de las personas, y en la TV todavía hay mucho para ver. Tal vez los lamentos por el cierre de restaurantes, bares y discotecas, teatros y museos, sea como una proyección de un temor más profundo: el colapso definitivo de la civilización. Pero también es cierto que la suspensión de esos entretenimientos –de toda forma de actividad cultural que implique la presencia simultánea de otros– es una pérdida gravosa, un verdadero duelo para la humanidad.
Nos consolamos con parches, muletos y sucedáneos. Hay tantas series en streaming y tanta música online. Hay pilas de libros que nunca llegamos a leer, tantos memes en las redes. Tantas bromas sobre tener finalmente el tiempo para sentarse a escribir una obra maestra.
Todas esas ideas entusiastas para ir zafando podrían ser manifestaciones del duelo, señales de que estamos en la fase de negociación, así como aquellas últimas salidas nocturnas, a mediados de marzo, podían ser entendidas como expresiones de negación. Negociación y negación son la primera y la tercera fase de la secuencia de duelo de Kübler-Ross ¿Nos habremos salteado la segunda, la ira, o estamos tan acostumbrados a estar furiosos todo el tiempo que ni nos dimos cuenta?
La pérdida que enfrentamos es real y profunda, incluso si termina siendo apenas temporaria. Es un trauma que para colmo no terminamos de entender. Al quedar privados de nuestras fuentes de diversión favoritas, también nos vemos privados del sentido de comunidad que ellas nos otorgan.
Gran parte del debate sobre los efectos del coronavirus en el arte y el espectáculo puso el énfasis en el devastador impacto económico sobre las boleterías y los modelos de negocios de la industria, tanto en Hollywood como en el resto del mundo, y en nuestro rol como trabajadores y consumidores de la cultura. Un mercado pujante fue clausurado; la industria de la cultura enfrenta su desaparición.
Al mismo tiempo, nuestros hábitos de consumo cultural nos conectan con el mundo atávico de lo ritual, una forma de existencia que no se puede representar en términos de dinero. Los fans de la música que habrían llenado el festival de Coachella y los cinéfilos que dan luz al Festival de Cannes recorren caminos ancestrales, recuperando así el ritual de las peregrinaciones religiosas. Los músicos de gira llevan consigo la memoria de los trovadores y acróbatas que recorrían los pueblos en sus carromatos y actuaban sobre escenarios improvisados. Cada cine es como templo: algunas congregaciones insisten con la contemplación silenciosa, mientras que otras prefieren el diálogo a viva voz con su divinidad.
El teatro, la forma de arte más maleable, y una de las más antiguas, tiene un genoma especialmente complejo. Susan Sontag dijo una vez que el teatro era "ese arte que desde la antigüedad cumple funciones de todo tipo: llevando a cabo rituales sagrados, fortaleciendo la lealtad comunitaria, guiando la moral, propiciando una descarga terapéutica para las emociones violentas, confiriendo estatus social, ofreciendo instrucción práctica, entreteniendo y divirtiendo, dignificando las celebraciones y subvirtiendo el orden establecido". Eso es solo una lista parcial, y esas "funciones" que cumple el teatro siguen vigentes –al menos como posibilidad latente y vestigio en la memoria– cada vez que un actor se sube al escenario.
Los que tienen en común todas esas funciones tan dispares es la forma en que el teatro, como otras formas de arte, nos hace tomar consciencia de un límite y al mismo tiempo nos permite transgredirlo por un rato. El arte es una forma de conocer, de ver y de sentir las fronteras que separan el trabajo del ocio, lo sagrado de lo mundano, lo común de lo sublime, la pasividad de la acción, la vida de la muerte. Nos convierte en espectadores y participantes del cruce de esas fronteras, y al hacerlo vuelve visibles y permeables los límites entre nuestro yo individual y nuestro yo comunitario. En la oscuridad de platea o bajo la luz en un museo, estamos solos pero juntos.
Hace un par de años que dicto un curso en la universidad sobre cine italiano de posguerra, más por mi gusto personal que por mi conocimiento del tema. Una de las cosas que adoro de las películas que analizamos en ese curso –y una de las que las hace más maravillosamente resistentes a cualquier análisis dentro de un aula–, es el modo en que desafían las categorías habituales. Mis estudiantes y yo quedamos pasmados frente a preguntas básicas de estilo y género que no logramos responder ¿Es una comedia o es una tragedia? ¿Es una sátira o va en serio? ¿Es puede ser considerado un final feliz? Todo se mezcla, el pathos y el humor, el horror y el absurdo, la piedad cristiana y el desenfreno pagano, los modales elegantes y las pulsiones más básicas.
Ni los cineastas más austeros –Vittorio De Sica en su etapa neorrealista de fines de la década del 40; Michelangelo Antonioni en sus exploraciones de la alienación urbana de principios de la década del 60–, logran escapar al calor y el barullo de la vida social. No hay película clásica italiana que no tenga su caótica comida familiar, su procesión religiosa o alguna bandada de niños que cruzan chillando la pantalla. La solemnidad existe para ser desinflada; la soledad, para ser interrumpida. La vida siempre se entromete, bella e ingobernable.
Mi pálpito –basado exclusivamente en una investigación azarosa y soñadora de tanto mirar películas– siempre ha sido que los cineastas italianos como De Sica, Rossellini y especialmente Fellini, de quien se acaba de cumplir su centenario, no sólo respondían a las realidades de la vida italiana en las desenfrenadas décadas de mediados del siglo XX, sino que también reflejaron, conscientemente o no, siglos y siglos de arte italiano.
Las pinturas sacras del renacimiento y el barroco –últimas cenas, crucifixiones, el martirio de los santos– desbordan profanidad. El asunto sagrado que transcurre en el centro del cuadro queda casi eclipsado por los coqueteos, la bebida, las apuestas y las trifulcas que ocurren en los bordes del lienzo. Niños y perros retozan bajo las mesas. Los viejos se distraen y cabecean de sueño. En los ojos de los adolescentes se lee un hartazgo insondable. Y para el espectador, que recorre esa galería y llega a esa fiesta cientos de años tarde, la distinción entre arte y vida se disuelve. Son personas que conocemos. Somos nosotros mismos.
Al escribir sobre el neorrealismo italiano, el teórico del cine Joseph Luzzi describe el rol del grupo social en esas películas como "coralidad". La palabra evoca la tragedia griega, donde el coro cumplía un rol central en la trama. Más que un mero comentario de la acción principal –al menos según la teoría propuesta por Nietzsche– el coro era el verdadero protagonista de la tragedia, y conectaba las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides con los primordiales rituales dionisíacos. Si la caída del héroe es un inevitable recordatorio de nuestra propia muerte, la voz del coro nos enseña una lección reconfortante: "más allá de todos los cambios en la apariencia de las cosas, en el fondo de todas ella está la vida, indestructiblemente placentera y poderosa".
En estos días, cuando la vida comunitaria en Italia quedó en punto muerto, el mundo pudo echar un vistazo a esa coralidad en acción: calles desiertas y rascacielos clausurados devueltos a la vida por el canto de los vecinos aislados en sus casas. Las imágenes se viralizaron de inmediato. Como las películas italianas, eran una mezcla de sentimentalismo y tontera ocasional, pero también contenían un poder estético reconfortante y sobrecogedor.
Esas canciones, tan potentes en su impotencia, tan prescindibles y al mismo tiempo tan necesarias, nos recuerdan lo que corremos el riesgo de perder, y lo que no podemos permitirnos perder. Ninguno de nosotros es el héroe: en esta tragedia, somos el coro. Estamos de duelo por el arte porque de momento no podemos transitar nuestros duelos a través del arte. Estamos de duelo para poder sobrevivir.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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