Contagiosa inquietud
Lucrecia Martel ofrece una perturbadora radiografía humana y social
La mujer sin cabeza (Argentina-España-Francia-Italia/2008, color; hablada en español). Dirección: Lucrecia Martel. Con María Onetto, Claudia Cantero, Inés Efron, Daniel Genoud, Guillermo Arengo, César Bordón, María Vaner. Guión: Lucrecia Martel. Fotografía: Bárbara Alvarez. Edición: Miguel Schverdfinger. Presentada por Distribution Company. 87 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años.
Nuestra opinión: muy buena
El cine de Lucrecia Martel no pone el acento en narrar historias ni en explicarlas. Ajena a cualquier estrategia comercial, la directora de La ciénaga busca detectar climas sociales y estados de ánimo, y apuesta a transmitirlos en forma de sensaciones, siempre de un modo indirecto y sutil, segura de la elocuencia del detalle y de las palabras o los gestos atrapados al azar, y confiando en la sensibilidad del espectador más que en su agilidad cerebral. Por eso no pide su alerta intelectual, sino su franca participación, su perceptividad sensorial.
Se trata, claro, de una experiencia distinta. Sobre todo para plateas habituadas a productos cinematográficos listos para ser consumidos. "No hay historia", concluirán, y probablemente estén en lo cierto porque La mujer sin cabeza sólo propone acercarse a la interioridad de un personaje en el momento en que un hecho accidental -como una pedrada en un estanque- altera el delicado, confortable y convencional equilibrio de su mundo, y el de quienes la rodean, para observar los efectos que ese desorden genera y la red de protección que su medio (la pequeña burguesía de una ciudad del interior) cierra en torno de ella para recuperar la normalidad -el sosegado estancamiento, el statu quo- perdida.
La anécdota es breve y se inicia, nada casualmente, con los juegos de un grupito de chicos humildes en torno de un canal seco. De regreso de una reunión, Vero conduce su auto por una ruta desolada y en un instante de distracción atropella algo, quizás un perro. Pero tras alguna vacilación (una escena que habla por sí sola del admirable lenguaje de la realizadora), sigue adelante, aunque a partir de entonces entra en un estado semicatatónico: habla poco y nada, actúa como ausente, alejada de las personas (como en otros films de Martel hay un cerrado círculo muy dado a disimular sus pecados y miserias) y de las cosas. Una ronda confusa de voces y movimientos gira a su alrededor. Un aire de irrealidad envuelve lo cotidiano. Ella está como desfasada, ni siquiera menciona el episodio, que quizá la ha obligado a reparar en algunos asuntos que antes prefería ignorar. Sólo lo hace cuando su malestar llega al límite.
Sin necesidad de que se los mencionen, en el sostén social que se pone en marcha entonces se confunden culpas, silencios cómplices, ojos que se niegan a reconocer la realidad y responsabilidades no asumidas. Una posible lectura metafórica, que el film no subraya, está al alcance del observador con buena memoria: no hay cápsula de aislamiento social que libere de la carga moral.
Con una cámara capaz de atrapar manifestaciones de vida en los más minúsculos fragmentos de la realidad, su ojo para el detalle significativo y su certera dirección de actores, Martel ofrece otra de esas radiografías humanas y sociales que perturban no tanto por lo que muestran, sino por la inquietud que contagian, si bien en La mujer sin cabeza hay -además de alguna reiteración- cierto distanciamiento que no siempre favorece el compromiso del espectador con la zozobra interior de la protagonista. Algo que no puede atribuirse al trabajo de María Onetto, sin duda excelente.
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