Confesiones de otros inviernos cinematográficos
Tanto aquí mismo como en otros medios he escrito sobre las diversas molestias en el cine. La tos cada vez más intensa y contagiada a medida que avanzan los festivales, las costumbres alimenticias en extremo ruidosas y pegajosas, el uso del teléfono con luces, sonidos, ringtones locos y hasta voces humanas que responden llamados, la charla interminable con el otro, los comentarios aclaratorios y/o verdaderas iluminaciones al borde de la epifanía en voz alta de lo que sucede en la pantalla ("uh, ahí viene"; "ah, ése era el malo"). Y claro que hay más, como el que pone los pies en la fila de adelante sin importarle si hay o no alguien sentado allí. O los que llevan niños al cine y no se preocupan por aportarles algún tipo de noción civilizatoria. Pero no son las molestias de los otros el tema de hoy.
Llegado recientemente del Festival de Berlín, tengo fresco un tema no menor, un tema pesado en términos literales (y relacionado con el fresco), y que en la ciudad de Buenos Aires es difícil de experimentar, porque aquí casi no hay invierno, apenas algunos días sueltos –o seguidos, en series cortas– de temperaturas no templadas. Y, a poco de comenzar el Bafici , siempre recuerdo que, por más abril que sea, el calor a veces asedia en los días del festival. Espero que esta edición, la número 20 del encuentro que tengo la suerte de dirigir, el otoño se tome en serio su misión. Pero en Berlín, en febrero, un día de esos de 5 grados de máxima que los amantes del frío extrañamos en Buenos Aires es un día casi cálido, para comer en la vereda. Lo más normal es temperatura un poco abajo de cero, algunos años bastante abajo. Pero por más benévolo que pueda ser el invierno en la Berlinale, uno va siempre abrigado con varias capas. Y en los cines –y en demasiados lugares– la calefacción es demasiado intensa. Entonces hay que dejar la ropa, o bien en los guardarropas, que por más eficientes que sean no deja de ser un trámite, o llevarla con uno hasta la butaca.
Quizás en los últimos días del festival, en salas grandes, en funciones no muy rutilantes en términos de horario, la butaca de al lado está libre y uno puede poner las (por lo menos dos y quizás hasta cuatro) prendas de ropa que tiene que quitarse para no cocinarse en interiores. En ese caso, si uno no cometió el error de ponerse medias térmicas de las que cubren toda la pierna para ir al cine (no es mi caso, pero otros visitantes de Berlín y moradores de ciudades más templadas suelen hacerlo), puede estar más o menos cómodo frente al calor de las salas. Sin embargo, en la sala principal, la Berlinale Palast, el calor puede ser agobiante aún bien preparado y con la capacidad de sacarse capa tras capa a buena velocidad.
Esa sala, que con alguna encantadora distribuidora hemos discutido sus virtudes y defectos –ella a favor, yo en contra– es la más calurosa del festival, y aquella a la que más tiempo lleva ingresar, en la que más gente se amontona en el guardarropas, y en la que hay que subir más escaleras. Así que habitualmente uno llega corriendo a la butaca, sin poder dejar la ropa al cuidado de los atildados empleados del mostrador. Y, claro, si hay una sala de la Berlinale especialmente llena es la Berlinale Palast.
Así que la ropa que uno no tiene puesta la coloca, doblada o no, arriba del propio regazo. Y sí, da calor ese volumen nada despreciable de ropa de abrigo encima, mucho calor. Y para alguien como yo, que tiene más calor que el promedio de la gente, esa experiencia se vuelve molesta y agobiante (bueno, claro, dicho esto en el contexto de alguien cuyo trabajo consiste en parte en ¡ver películas!), pero inmediatamente reveladora. Toda película que supera las molestias de tener calor y más calor mientras uno la ve en circunstancias de consumo cinematográfico excesivo –de cuatro a seis por día– tiene evidentemente valores especiales.
Toda película que nos gusta a pesar de que se nos caen bufandas y camperas al piso nos está diciendo que estamos estableciendo un buen diálogo entre la pantalla y nosotros, atravesando nuestras pequeñas molestias, esas que no son iguales en cada ciudad, cada clima, cada diseño de sala, cada grado de más con el que abusan de la calefacción y nos generan una barrera más a los espectadores que estamos atentos a cualquier cosa que se quiera interponer entre las películas y nosotros, como esa tos que se propaga más fácilmente gracias a que hay demasiada diferencia térmica entre la sala y el invierno berlinés.
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