Con gusto a poco, el Festival de Cannes espera que Cronenberg levante el nivel de la competencia oficial
Las películas que aspiran a la Palma de Oro vistas hasta ahora despiertan menos interés del que tuvieron, por ejemplo, el paso de Tom Cruise o las polémicas alrededor del conflicto en Ucrania
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CANNES.- Después de la presentación de los primeros títulos que participan de la sección oficial de este año, muchos empiezan a preguntarse aquí si los organizadores guardan lo mejor de la programación para el tramo final, porque lo que se vio hasta ahora está muy lejos todavía de satisfacer las expectativas mínimas de lo que se siempre se espera de la competencia por la Palma de Oro, el lauro más valioso que puede ofrecer el calendario de los festivales de cine en el mundo.
Si Cannes funciona cada año a esta altura como termómetro preciso del estado actual de la creación cinematográfica, mezclando nuevas miradas, descubrimientos y esperados regresos de nombres prestigiosos, la realidad del primer tramo del festival (expresado a partir de lo que ofrece la competencia oficial, su máxima vidriera) es francamente decepcionante.
Este panorama tan mediocre levanta por estas horas todavía más las acciones de los grandes directores que se sumarán a partir de hoy y en los días sucesivos a la carrera por la Palma de Oro. Se espera que con la llegada del canadiense David Cronenberg (Crimes of the Future), el coreano Park Chan-Wook (Decision to Leave), los belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne (Tori and Lokita), la francesa Claire Denis (Stars at Noon) y el japonés Hirokazu Kore-eda (Broker) haya algún cambio en la tendencia actual.
Es tan floja la competencia oficial que hasta ahora quedó en un visible segundo plano frente a hechos que vienen llamando mucho más la atención desde el arranque de Cannes 2022, desde el radiante paso de Tom Cruise para presentar Top Gun: Maverick (un tanque de Hollywood con más valor artístico que varias pretenciosas películas “de calidad” que buscan aquí la consagración) hasta el fuerte impacto de la invasión rusa a Ucrania en el festival y en el presente y el futuro de la industria del cine en Europa, sobre todo en el ánimo de creadores y productores. Nadie quiere mostrarse ajeno a un debate que suma día tras día nuevas polémicas y derivaciones.
La sucesión de decepciones quedó a la vista desde el primer día con los dos primeros títulos exhibidos en la competencia oficial. The Eight Mountains, que los directores belgas Felix Van Groenigen y Charlotte Vandermeersch (marido y mujer en la vida real) filmaron en Italia sobre la base de una premiada novela de Paolo Cognetti, tiene todos los lugares comunes del “cine de calidad”, incluyendo un exótico tramo filmado en Nepal. La historia, narrada desde la infancia a la adultez, de dos amigos que viven en un minúsculo pueblo del Valle de Aosta y van encontrándole el sentido a la existencia en esa geografía montañosa es prolija, agradable de ver y hasta por momentos genuinamente emotiva, pero se alimenta en su narración de todos los condimentos convencionales que no pueden faltar en una adaptación literaria de esas pretensiones.
Tchaikovsky’s Wife, del ruso Kirill Serebrennikov, es todavía más pomposa y vacía en sus aspiraciones. El tortuoso y alucinado calvario que atraviesa la mujer, decidida a sostener la fantasía de ese matrimonio por conveniencia armado para ocultar las tendencias homosexuales del famoso compositor, se convierte por momentos en una pesadilla constante y difícil de soportar para el espectador, expuesta en su puesta en escena a través de planos de un recargado surrealismo (que dan cuenta de un estado mental cada vez más desequilibrado) y una banda sonora insistente y machacona.
Con Armageddon Time, James Gray sigue la tendencia que parece haber ganado a varios directores reconocidos llegados a la madurez (Alfonso Cuarón, Kenneth Branagh, Pedro Almodóvar, Paolo Sorrentino) de contar a través de una película sus recuerdos autobiográficos. Lejos de sus mejores películas (algunas son verdaderas obras maestras como La traición, Los dueños de la noche y Los amantes), Gray recurre a la memoria para contar su vida a los 10 años en el seno de una familia judía progresista y de clase media en la Nueva York de principios de los años 70. Después de un comienzo con algunos momentos brillantes de observación de costumbres y la revelación del talento de su deslumbrante protagonista (el niño Banks Repeta) en este relato de crecimiento y aprendizaje, la película termina subordinando todo, incluyendo el retrato familiar (allí están Jeremy Strong y Anne Hathaway), a un planteo ideológico muy elemental desde el que Gray le pasa todas las facturas por las penurias de su crecimiento y su madurez al trumpismo (el padre del expresidente es uno de los personajes clave de la historia).
Esa postura maniquea de Gray, que parece querer mostrarle a todo el mundo su enojo y su culpa, deja en un segundo plano lo mejor de la película: la pintura de un chico que crece soñando con el arte en el seno de una familia que no puede evitar la caída en el prejuicio y la descalificación. Ya se habla de Armageddon Time como potencial protagonista de la próxima temporada de premios, sobre todo a partir de los elogios que gran parte de la prensa internacional repartió para los actores, que a excepción de los más jóvenes caen todo el tiempo en la exageración. El protagonista del mayor equívoco es Anthony Hopkins, que interpreta en piloto automático, como si estuviera de paso, al bondadoso abuelo británico del protagonista.
Hay que agradecerle al octogenario Jerzy Skolimovsky, dueño de una ilustre carrera, la energía y la creatividad visual que le otorga a algunos (pocos) grandes momentos de Eo, su última película. Allí, el realizador polaco muestra su temor por el presente y el futuro de Europa a través de los ojos de un burro, que a través de una vida entera narrada en el film atraviesa como personaje principal unos cuantos momentos de penuria, castigo y sufrimiento, y algo de alegría (al principio, cuando vive feliz en un circo polaco junto a una adiestradora que lo adora). La película, pensada como un homenaje a Robert Bresson, que en su magistral Al azar Baltasar, derrapa por completo al final con un incomprensible giro argumental protagonizado por Isabelle Huppert.
Las cosas mejoraron, por suerte, con la llegada de R. M. N., la nueva película del gran director rumano Cristian Mungiu (ganador de la Palma de Oro en 2007 por 4 meses, 3 semanas, 2 días, y del premio al mejor director en 2016 por Graduación). En su regreso este año a la competencia oficial, Mungiu se instala en un pequeño pueblo de Transilvania, caracterizado por la pluralidad étnica de sus habitantes, para mostrar en toda su complejidad otro ejemplo del drama que vive Europa con sus tendencias xenófobas. Mungiu va mezclando con inteligencia y creciente tensión una suma de prejuicios y tradiciones que no tardan en explotar, sobre todo durante una extensa y magistral toma con cámara fija de una asamblea popular que deja a la vista todas las miradas posibles sobre el tema.
Quedó finalmente en manos de otro ganador de la Palma de Oro que está de regreso, el sueco Ruben Östlund, el momento más provocativo y escandaloso de la competencia hasta el momento con su nueva película, en la que se propone cerrar una trilogía (iniciada con Force Majeure: la traición del instinto y continuada con The Square, triunfadora aquí en 2017) sobre el comportamiento absurdo del ser humano, especialmente en el caso masculino. Triangle of Sadness es una sátira que empieza con una declaración explícita en favor de la igualdad y termina con todo un muestrario de situaciones que violan esa máxima, como si asumiera de manera casi militante el principio de la lucha de clases desde el cómodo lugar del progresismo artístico del Primer Mundo en el siglo XXI.
Desde una mirada pretendidamente superior y admonitoria hacia el resto del género humano, Östlund castiga a sus responsables (sobre todo a un grupo de supermillonarios que participa de un catastrófico viaje de placer en un lujoso yate) con un despliegue monumental de escenas escatológicas que provocan más desagrado que curiosidad, mientras Woody Harrelson, como el dipsómano y marxista capitán del crucero, desperdicia su tiempo en pantalla leyendo en voz alta textos del autor del Manifiesto Comunista. La película es literalmente un naufragio que por ahora, de manera insólita, lleva la delantera en la otra competencia de Cannes: quién consigue el aplauso más largo después de las funciones de gala. Östlund va ganando, con una marca de siete minutos seguidos.
Tal vez David Cronenberg, con su esperada Crimes of the Future, pueda devolverle en las próximas horas un poco de sentido artístico a la provocación y a la incomodidad. Divertido, el director canadiense auguró hace unos días que su película expulsará sin dudas del cine, sobre todo en los primeros 10 minutos, a los espectadores más sensibles. Llegó a hablar inclusive de algún ataque de pánico. Protagonizada por Viggo Mortensen, Lea Seydoux y Kristen Stewart, Crimes of the Future se anticipa como un regreso al clásico mundo cronenbergiano del horror relacionado con las experimentaciones en el cuerpo humano, sus defectos y posibles deformaciones.
Mejor esperar a Cronenberg y olvidarse al mismo tiempo de Östlund, que llegó a Cannes también decidido a provocar, pero en su caso con un insólito manifiesto político hecho a base de vómitos y escatologías varias, después de explorar al comienzo de manera bastante pueril la idea de la industria de la moda y de lo fashion (sobre todo en su vertiente masculina) como una mercancía. Demasiado poco para lo que se espera del festival de cine más grande e importante del planeta. ¿Cambiará la historia de aquí al final?
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