¿Cómo saber si es amor? Es una gran comedia romántica, se la consideró un fracaso, pero el tiempo la reinvindicó
La película está protagonizada por Jack Nicholson, Reese Witherspoon, Owen Wilson y Paul Rudd
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Podemos preguntarnos si el amor nos hace felices, podemos respondernos que sí. En realidad, hay dos preguntas: qué clase de amor (si el que sentimos o el que sentimos por otra persona, y en ese caso qué tipo de amor), y si lo que sentimos es, bueno, amor. De todas las comedias románticas alguna vez realizadas, solo una se plantea con un título clarísimo todas estas preguntas al mismo tiempo. No solo eso: también trata de responderlas. La película en cuestión se llamó en la Argentina ¿Cómo saber si es amor?; en inglés, la pregunta es más abarcativa: How do you know? (“¿Cómo sabe uno X?”) y, aunque los números indican que fue un fracaso gigantesco que no tuvo estreno en salas de nuestro país, es una gran película, quizás la mejor de ese especialista en encontrar lo extraordinario en lo cotidiano llamado James L. Brooks.
Brooks es un humorista clásico. Ganador del Oscar por una de sus realizaciones más flojas (La fuerza del cariño, mejor no les decimos a qué le ganó ese melodramón de madre díscola e hija con cáncer), tiene en su haber millones de guiones y, sobre todo, producciones. Es, de hecho, uno de los verdaderos creadores de Los Simpson como serie de televisión (junto con el enorme director y animador Brad Bird, Matt Groening aparte). Y entre sus películas, quizás la más conocida -merecidamente- es Mejor... imposible. Podemos postular, entonces, que las películas de Brooks con mejor resultado -en ocasiones, comercial- son las que incluyen en su elenco a su amigo Jack Nicholson, un tipo mucho más divertido de lo que suele parecer. Tanto en La fuerza... como en Mejor... (se llevó un Oscar por su escritor con TOC mayúsculo) y en Cómo saber..., la presencia de don Jack es enorme. Pero también, y salvo en Mejor..., controlada por el realizador, uno de cuyos dones es que nada gire exclusivamente alrededor de un personaje sino de la dinámica entre ellos. De hecho, es un gran constructor de secundarios, y no hay película en la que cada criatura no sea delineada con cuidado, cariño y matices.
Pero Brooks es un obsesivo del trabajo, del montaje y de la postproducción. De hecho, Cómo saber... es en parte un fracaso porque costó 100 millones de dólares, de los cuales la mitad se la llevó el elenco -especialmente los cuatro principales: Nicholson, Reese Witherspoon, Owen Wilson y Paul Rudd, aunque Rudd cobró solo tres millones de dólares-, y otra gran parte, el tiempo que implicó el montaje. Para cuando se estrenó, nadie supo bien cómo venderla y, básicamente, la destrozaron de modo injusto. No era la primera vez que le pasaba a Brooks: había construido otro desastre con el musical I’ll do anything, con Nick Nolte, que originalmente tenía banda de sonido de Prince, pero, como diría Kipling, esa es otra historia poco feliz, y aquí vamos por lo contrario. Con el tiempo, ¿Cómo saber si es amor? se volvió de esos films que se ven siempre en plataformas y televisión, que gusta mucho a quienes se acercan a él y queda guardada. No, no es un clásico, pero ¡quién sabe! Esas cosas dependen del tiempo y el tiempo le juega a su favor.

Pero volvamos al tipo de felicidad que propone Cómo saber si es amor. La historia, se dijo, es en realidad coral -por eso era complicado venderla porque nadie sabía dónde poner el acento a la hora de proponerla al público. Por un lado, Lisa, una joven deportista (Witherspoon) cuyo novio (Wilson) es un basebolista encantador e inmaduro, que básicamente no entiende qué es un compromiso. Por el otro, George (Rudd), un ejecutivo joven que trabaja en la compañía de su padre (Nicholson) y está bastante solo. George y Lisa tienen una cita previa que no funciona y luego vienen los desastres: Lisa queda afuera de la selección nacional de softbol y se separa de su novio, y a George lo echa su propio padre del trabajo porque lo acusan de estafa, algo que lo puede llevar a la cárcel, además de que su novia lo abandona. En medio del caos de cada uno, Lisa y George se hacen amigos, y el romance entre ellos es algo que se construye poco a poco. Aclaramos que las cosas son bastante más complicadas que esto y que revelar el desarrollo le quita un poco el encanto a la película. Pero incluso si estos puntos de partida son bastante triviales y comunes en una comedia romántica, el guion pone el acento en otros asuntos y le otorga un peso poco frecuente en el género.

En primer lugar, la relación entre pareja y sexo. Wilson es la personificación absoluta de la inmadurez, de la persona infantil y talentosa. Pero no es un pedante ni alguien desagradable: es difícil que el espectador no le tome cariño. Para él, el sexo es un juego y no comprende la relación de la intimidad física con la emocional. Es muy gracioso cuando le dice, con absoluta ingenuidad, a Lisa: “Yo te amo, por eso con vos es con la única que no uso preservativos”. El momento en el que la idea surge (un gag previo, una charla con su entrenador) es bastante gracioso también. Con ese personaje tan “físico”, la película le otorga otro sentido a la atracción sexual que, en las comedias románticas, suele sublimarse por pudor pero ser, en última instancia, todo. No sucede aquí. El complemento es la ausencia de flechazo entre Lisa y George.
En segundo lugar, esa relación, la central de la película, que se construye a través de un condimento necesario de la felicidad hogareña: la comodidad. George y Lisa, de a poco y sin apresuramiento, charlando y compartiendo momentos simples, se sienten cómodos el uno con el otro. Aquí se nota por el absurdo que el flechazo es siempre un truco de guion. Simplemente, vemos personajes muy simpáticos que podríamos conocer en nuestro círculo social, cayéndose cada vez mejor escena tras escena sin que el libreto “ordene” que deben enamorarse. Sucede, nada más, y lo extraordinario es que al espectador le resulta tan sorpresivo como inevitable.

En tercer lugar, porque hablamos de “amor”, pero cuando una película incluye ese término en el título, inmediatamente asumimos por defecto que se trata de una historia de romance. Y resulta que aquí hay un catálogo bastante más amplio. Está el amor erótico, el amor de amistad, la lealtad de buena gente (que es una forma de amor), el amor paternal, el amor familiar. En el caso de la lealtad, es feliz la inclusión de Kathryn Hahn, una enorme comediante, como la embarazada secretaria de George, Annie, la única persona que se mantiene leal a él y propone sacrificarse para que no vaya a la cárcel. Cuando da a luz -el acontecimiento central de la película, aunque tratado sabiamente como casi un episodio más-, también encuentra la felicidad familiar a través del simple procedimiento de ser fiel a sí misma, lo que se transforma en prisma para el resto de los personajes. Es también prisma del amor paternal, el que une y desune y vuelve a unir a George y su padre, un Jack Nicholson que propone un pacto sacrificial con su hijo.
Ese punto es muy interesante y, en el fondo, es el verdadero conflicto de la película, el más serio y el que la lleva más allá del género “esperado” de comedia romántica. El conflicto pone a padre e hijo en una disyuntiva: uno de los dos tiene que sacrificarse por el otro. En ese dilema delicadísimo en el que también aparece uno de los temas centrales de la película (el paso inevitable del tiempo, que encarna al principio en Lisa), se juega todo lo que implica la paternidad, y la felicidad que un hijo deposita en quien lo ha traído al mundo. La confianza en los padres suele ser ciega, aquí la pregunta es si se verá recompensada o no. Porque la gran pregunta del amor es cuándo la felicidad propia es la felicidad del otro. ¿Cómo saber si es amor? Porque nuestra satisfacción mayor es ver al otro feliz. Ese hilo de la historia, junto con el de Annie, son los que sostienen todo el tapiz. De paso: Nicholson está maravilloso porque logra pasar de ese ser peligroso y casi psicópata que siempre se nos presenta en la pantalla a una persona sabia y, si no feliz al final, al menos satisfecha.
Es extraño que una película en la que algunos personajes que llegamos a querer tienen un final -digamos- adverso, nos genere la sensación de felicidad completa. La razón es que todos aprenden de modo natural, todos hacen ese “pequeño ajuste” necesario para que la vida de cada uno funcione como debe (el cuento del Play-Doh que narra Rudd en una secuencia clave lo explica con gracia) y la solución es una completa justicia. El final es, como en las buenas comedias, ni más ni menos el punto de partida para una vida nueva y satisfactoria, donde las alegrías y las tristezas ocuparán el lugar que les corresponde. Y en todo este desarrollo, no tenemos lugares comunes, sino momentos de comedia de timing perfecto. Las escenas de Rudd y Nicholson, que son pocas, son brillantes; las apariciones de Kathryn Hann elevan la vara. Lo mismo las de Owen Wilson. ¿Por qué es una película feliz? Porque nos sentimos satisfechos y alegres porque las cosas terminan como deben. Suele ser así.
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