‘De cierta forma, soy un timbero del cine." Mariano Llinás está sentado en la mesa del fondo de uno de los pocos bares amables de las cuadras en que Almagro se funde con el Abasto, pero su cabeza está, como la de un apostador que sigue la carrera de caballos desde afuera del hipódromo, en otro lado. A cinco estaciones de subte, en la Sala Leopoldo Lugones, está por comenzar la segunda parte de La flor, la titánica película de catorce horas en la que trabajó durante una década y que finalmente inició su recorrido público este año, dentro y fuera de Argentina.
Aunque hoy desistió de ir a presentar el film (hábito que cultiva a menudo), Llinás tiene la cabeza ahí, clavada en los pasillos de la Lugones. "Supongo que a todos los que hacen películas les pasa: te importa saber cuánta gente convocás", explica con un ojo en el reloj. Cuando marque las cinco, tomará un vaso más de limonada, esperará unos minutos para estar seguro de que la gente ya esté en sus butacas y buscará su celular viejo y cascado (sin apps, sin redes sociales, sin WhatsApp) para llamar a la productora de sala y consultarle si, como ayer, el cine también se llenó. Del otro lado de la línea, finalmente, llegan las buenas noticias: la segunda parte de la película se proyectará, igual que ayer, ante una sala colmada. Ahora sí, el director parece sentir cierto alivio.
Cierren por un momento los ojos e imaginen a un realizador de películas de culto, ex alumno y actual profesor de la FUC, la universidad de cine más elitista del país: todos los clichés en torno al physique du rôle de un personaje como aquel no pueden estar más alejados de la apariencia de tipo promedio que a sus 43 años irradia Llinás en ese pantalón de corderoy, su camisa de manga larga –a pesar de que la primavera pide otra clase de atuendo– y sus zapatos de cuero gastado. Pero ese es, quizá, el más superficial de una serie de aspectos que convierten a "Dogo", como le dicen sus amigos, en una rara avis del cine.
Este, su tercer film, es el esperado sucesor de Historias extraordinarias, trabajo que en 2008 revolucionó la escena del cine nacional por su ambición narrativa, su extensión (dura cuatro horas) y su apuesta por mecanismos de producción y financiamiento que escapaban a todas las lógicas tradicionales. La flor –acaso una de las ficciones pensadas para cine más largas que se hayan filmado jamás– conserva muchas de aquellas características pero va incluso más allá. "Yo no tenía ni idea de cuánto iba a durar. Me parece que soy malo para calcular tiempos", se ríe. "Pensé que quizá terminaba siendo una película de dos, tres horas. Lo que no me hubiese gustado es que durara lo mismo que Historias, eso hubiera sido catastrófico." La película está compuesta por seis episodios de distintos géneros, formatos y duraciones, divididos a su vez en tres partes que se proyectan, idealmente, durante tres días seguidos.
Si El Pampero, la productora que Llinás creó junto a Agustín Mendilaharzu, Laura Citarella y Alejo Moguillansky hace 15 años, demostró que no hay una sola manera de hacer y de financiar películas, con La flor también viene a proponer que las formas de exhibición pueden ser repensadas. "No hay un estreno y a la vez cada proyección se vive como un estreno, con sus propias mecánicas y sus rituales", dice Llinás.
Ir a ver La flor es un evento cinéfilo único, como una fiesta compartida entre los espectadores, cuyas caras se repiten casi siempre el primer, el segundo y el tercer día de exhibición y, sin buscarlo, van forjando una pequeña comunidad que convive –interactúa, comparte mates y, tratando de que no se note, revisa su celular– durante un fin de semana de inmersión total en las historias que van de Rusia a la Buenos Aires más profunda, y desde la selva colombiana hasta Berlín. "Estrenar de forma tradicional implica concentrar toda la atención, toda la prensa, toda la publicidad en ese par de días en los que tu película se da en un montón de lugares al mismo tiempo y de los que, con el correr de los fines de semana, se va bajando lentamente. Para mí esa idea no le sirve a La flor", dice Llinás.
Hay varios elementos que se mantienen constantes a través de los seis episodios y las tres partes del largometraje y le dan cierta idea de unidad, aun cuando en muchos momentos cueste entender por qué esta es una sola película y no seis diferentes. Uno de ellos es el protagonismo compartido, en cinco de los seis episodios, de las Piel de Lava, el grupo de actrices compuesto por Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura "Chachi" Paredes, premiadas en conjunto en el BAFICI por su –también titánica– performance. Las Piel de Lava son, a esta altura, un grupo fundamental en la escena independiente porteña (como quedó demostrado más que nunca este año, en el que llevaron adelante la retrospectiva de sus obras y estrenaron un nuevo trabajo, Petróleo). "Cuando nos conocimos con las chicas enseguida tuvimos muchas ganas de hacer cosas juntos", dice Llinás. "Se generó una especie de fervor." De esa sociedad creativa también nació la relación de Llinás con Paredes, con quien hace dos años tuvo a su hijo Pedro.
En cada episodio de La flor, las actrices están acompañadas por muchos otros actores del teatro off porteño, una escena que El Pampero siempre miró con cierta admiración, con la que entra en diálogo de manera constante y de la que tomó muchos de sus métodos de trabajo. Las Piel de Lava brillan incluso en el episodio en que no están: la decisión de dejarlas afuera está explicitada por el propio Llinás, que cada tanto aparece en su película, a través de escenitas breves en las que oficia de narrador-guía del gran relato, para explicarles a los espectadores, mirando a cámara, cómo sigue la aventura fílmica en la que se han embarcado. Es un recurso que salió casi por accidente, cuando Llinás tuvo que armar un tráiler para potenciales financistas. "Volvíamos de trabajar en otro proyecto y paramos a filmarlo en una estación de servicio, en la frontera entre Santa Fe y Córdoba. Y al final quedó como una suerte de gag, nos pareció que estaba buena esa cosa ‘meta’."
"Filmar la provincia de Buenos Aires es filmar las ruinas del siglo XX", dice Llinás. "Evoca un pasado del cual siento que soy uno de los últimos testigos."
La suma de las virtudes que despliega Llinás evitó que los comentarios en torno a La flor se centraran solamente en su extensión. Con una recepción menos unánime que su antecesora, acaso por su manufactura más irregular (¿hay chance de que una película que dura más de medio día sea contundente todo el tiempo?), La flor fue de todas formas celebrada como un auténtico gesto de resistencia cultural, en un año en el que el cine argentino se destacó por producciones de la gran industria, mientras que el sector independiente sufre un serio momento de desfinanciamiento.
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El premio a la Mejor Película en la Competencia Internacional del BAFICI, además de una suma de dinero para contribuir con su distribución, es el derecho a ser exhibida en dos complejos de los cines Village. No hay que hacer mucho esfuerzo para imaginarse a los gerentes de la cadena agarrándose la cabeza al enterarse de que debían proyectar una película de 14 horas en tres entregas de entre cuatro y cinco horas, al precio de una sola entrada por cada día de exhibición. Por suerte para los gerentes, Llinás no puso demasiado esmero en hacerse del espacio (el gesto de asustar un poco a los señores de traje del cine ya había sido cometido, y fue festejado en redes sociales).
Delante del director del BAFICI y de varios funcionarios culturales del Gobierno de la Ciudad, Llinás usó la oportunidad para despacharse contra las políticas del INCAA, un organismo cada vez más resuelto a financiar casi exclusivamente películas industriales en detrimento de las propuestas independientes. "Los que repartían los cartelitos que decían ‘sin cine independiente no hay BAFICI’ tienen razón", dijo Llinás después de acomodar un pañuelo verde en el atril. "Y parece evidente pero a veces no lo es tanto. Si el INCAA se las hace difícil a los productores más chicos, si los pone en la misma bolsa que los productores más grandes, si los obliga a medidas para las que no están preparados, esas películas no van a existir."
El discurso se viralizó y fue considerado por muchos como casi heroico. En realidad es un gesto que Llinás se puede permitir gracias a que, en sus quince años de existencia, El Pampero jamás le pidió dinero al INCAA, porque su lógica de trabajo se lo impide: el instituto entrega subsidios exclusivamente a los productores de un film y la gran gracia del Pampero es trabajar sin ellos. Llinás está seguro de que, a esta altura, si lo pidieran encontrarían la forma de obtener dinero ("hay que ver quién nos dice que no a nosotros hoy"), pero la negación tiene que ver con una postura "casi simbólica". "Si algún día le pedimos plata al INCAA, El Pampero se disuelve, porque está sostenido precisamente en esa convicción de no hacer las cosas de la manera en que se hacen siempre. Es casi una misión para nosotros", explica. "Está bueno que haya alguien que diga que no a ciertas cosas. Si yo fuera un pibe que tiene ciertas inquietudes culturales, que quiere hacer cosas, me gustaría saber que hay un proyecto que se pudo hacer por fuera de ciertos mecanismos. Es una suerte de consuelo, un faro."
Con un presupuesto de 15.000 pesos que obtuvo gracias a un premio al guión que dio origen a su ópera prima, Balnearios, Llinás fundó El Pampero junto a sus amigos Mendilaharzu y Moguillansky, que como él habían estudiado cine, y Citarella, a quien había conocido como profesor de la FUC.
Por ese entonces, pensó que las cosas se podían hacer "de otra manera", por fuera del camino habitual que indicaba que había que usar la plata para armar una empresa y conseguir coproductor y más subsidios (todos los que se pudieran) para hacer una película. A Llinás 15.000 pesos le parecía dinero suficiente y pensó que con eso podía alcanzar para hacer un film, y ese gesto iniciático de hacer las cosas con lo que hay (y en grupo, siempre muy en grupo) se prolongó hasta hoy.
Para Llinás y El Pampero hacer una película siempre mezcló viaje, aventura y juego. Historias extraordinarias nace de de la mano de su inseparable grupo de amigos un poco nerds (los mismos que inspiraron la obra de teatro Los talentos, de Mendilaharzu y Walter Jakob, aquel éxito del off que estuvo en cartel entre 2010 y 2014 en la extinta sala El Kafka). "Habíamos fundado un club, la Sociedad de Regalos Mutuos Cuatro Dragones. Era una suerte de novela de Chesterton: nos asociamos para hacernos, a lo largo del año en que cumplíamos 30, regalos excéntricos el uno al otro." En algún momento, los regalos se volvieron tan delirantes que decidieron empezar a filmar los preparativos, a editarlos, a hacer pequeñas películas con todo ese material. "Un regalo empezó, por ejemplo, cuando descubrimos que en la provincia de Buenos Aires había un pueblo llamado Saturno. Y nos pareció una idea genial ir a robar la placa de Saturno a Saturno. La idea era regalarle al cumpleañero esa placa y el DVD que contaba la expedición. Y ese fue el gérmen de la película."
A lo largo de esta década y media, el núcleo duro de El Pampero sumó a varias personas que siguieron vinculadas con la productora de proyecto a proyecto, y muchas otras que después de un tiempo se fueron. "Mucha gente se incorpora al grupo y después se va, porque tienen la idea de que filmar con nosotros es la gira mágica y misteriosa constante y después, qué sé yo, se da cuenta de que hay que laburar mucho, es mucho trabajo, mucha entrega, hacer las cosas de esta forma", dice Llinás. "Nosotros a veces somos cascarrabias, exigentes, estamos un poco viejos. Y este es un esquema muy particular, que a veces deja a todos contentos y a veces, bueno, no."
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El sol es el enemigo de la filmación, sobre todo cuando uno trabaja con las cámaras medio chotas que usamos nosotros", dice Llinás en la estación de servicio de Agüero y San Luis donde quedamos en encontrarnos, mientras se llena el tanque del auto que en unos minutos va a llevarnos unos cuantos kilómetros hacia el sur. Es un día gris, fresco, casi nórdico y, contra todo pronóstico, Llinás está feliz de salir de aventura por la ruta con un clima como el de hoy: los días despejados sirven para muchas cosas, pero no para hacer películas a la manera en que las hacen él y su productora.
Adentro del coche nos espera, lista para el viaje, Ingrid Pokropek, jovencísima asistente de producción. También está Pedro, más conocido por los amigos como Pepón, el hijo de Llinás y Paredes. "Me acuerdo de que los actores que laburaban con nosotros por primera vez, al principio pensaban que estábamos jodiendo: el clima estaba hermoso y nosotros con una cara de orto tremenda, queriendo posponer el día de rodaje", recuerda Llinás al volante, sobre la autopista Buenos Aires-La Plata.
Vamos camino a la laguna Adela en busca de algunas imágenes que podrían servir para un futuro proyecto. Es una de las primeras veces que Llinás sale a filmar después del fin de rodaje de La flor y, como en estos diez años de producción que demandó su último trabajo y en los otros tantos que llevó hacer su película anterior, él sale a hacer cine por la provincia de Buenos Aires a contrapelo de cualquier lógica de optimización de recursos, con cámaras de foto Canon y equipos que caben en uno o dos autos.
Durante ese tiempo, en vez de filmar todas las escenas de ruta de un tirón, Llinás y su equipo salían a rodar una escena distinta cada vez, porque en los preparativos, en la salida, en la ruta, en la parada a comer –en esa síntesis de filmar y viajar– reside gran parte de la experiencia vital y artística de El Pampero. "Hay algo de este tipo de salidas que para nosotros son casi un deporte, como ir a cazar, con el agregado políticamente correcto de que no tenemos que matar animales. La salida al campo, la espera, la idea de pasar un día entero al aire libre con un propósito: se trata de eso."
La conexión de Llinás con la provincia de Buenos Aires es, en gran medida, culpa y gracia de su papá, el publicista y escritor Julio Llinás (también padre de la actriz Verónica Llinás, quince años mayor que Mariano). Cuando Llinás era chico, Julio compró un terreno en Mercedes, y el inicio de ese vínculo triádico (padre, hijo, campo) quedó plasmado en la tercera novela autobiográfica de Julio, Circus. En una de sus primeras páginas, Ramón Espina, un personaje probablemente inspirado en algún gaucho de la zona, describe al escritor y cuenta que "iba con él un hijo suyo, el Mariano, que era su gran compañero, la verdad. Un mocito flaco y alto, muy amigo de las cosas gauchas; si es de no creer lo que sabía ese muchacho de los pelos criollos". Más tarde, Llinás siguió explorando esos territorios con amigos o en solitario y, casi sin querer, los convirtió en su locación favorita.En Balnearios, recopiló las costumbres más extravagantes de la Costa Atlántica en un ensayo que ya dejaba ver mucho de su humor y amor por la cultura de la provincia de Buenos Aires. En Historias extraordinarias, seguía las vidas de tres personajes más bien grises en las que, en algún momento, se colaba lo extracotidiano para dar lugar a una suerte de realismo mágico pampeano.
La primera parada de nuestro viaje es en Doña Rosa, uno de los restaurantes favoritos de Llinás en la ruta 2 ("no hay chance de que no pasemos acá o por Ama Gozúa, a la altura de Maipú, como no hay chance de que no paremos en el Automóvil Club de Gorchs si filmamos por la Ruta 3"). La tradición indica que hay que pedir parrillada, papas fritas y ensalada, un clásico al que esta vez se suma una morcilla para Pepón. "Hace muy poco descubrí que los otros países del mundo que aparecen en La flor de alguna manera están filmados como si fueran la provincia de Buenos Aires", reflexiona mientras corta y enfría la comida de su hijo. Antes de volver a la carga para ir a ver cuán crecido está el Samborombón, pasamos a saludar a los avestruces y a las gallinas que están al fondo del restaurante, el plan favorito de Pepón.
"No fue una decisión deliberada construir un universo poético anclado en la provincia de Buenos Aires", dice Llinás. "Sí recuerdo que hubo un momento en que lo decidí muy claramente con Historias... Les pregunté a Walter (Jakob) y a Agustín (Mendilaharzu) qué elementos querían que aparecieran en la película, ellos tiraron sus ideas, y yo me di cuenta de que todo eso debía aparecer situado en una geografía determinada para que la película tuviera una cohesión, un elemento ordenador", cuenta.
Llinás recorrió la provincia de pueblo en pueblo en micros de corta y larga distancia. "Eran viajes muy psíquicos", recuerda. "Viajes de recorrer, mirar, ir a entender esos lugares. Caminaba mucho, y después me refugiaba en los hoteles. Empecé a hacer una vida medio de flâneur, medio fantasmagórica, una vida que no hace nadie en esos pueblos en los que no existe el turismo. Y eso, finalmente, determinó la película: la mezcla entre los recuerdos de mi infancia y las vivencias de esos viajes."
Allí fue que descubrió también las obras de Francisco Salamone, el arquitecto ítaloargentino que en los años 30 construyó decenas de edificios en distintos municipios de la por entonces pujante provincia de Buenos Aires. A partir del film, que rescató a ese personaje extravagante y olvidado, comenzó a gestarse un recorrido de miniturismo a través de los monumentales mataderos, cementerios y edificios municipales que Salamone construyó en Azul, Saldungaray, Coronel Pringles, Guaminí y otros tantos pueblos y ciudades del interior bonaerense.
Así, Buenos Aires pasó a ser en el cine de Llinás una marca de estilo tanto como la afición a contar historias dentro de historias, la abundancia de planos cerrados que suplen la escasez de elementos escenográficos y la omnipresente idea de que hasta en los sucesos y los escenarios más cotidianos hay cierto espacio para que asome la aventura. Y la idea de experiencia paralela, claro, que aparece doblemente en el cine de Llinás. Por un lado, como director invita a sus espectadores a sumergirse en un tiempo por fuera del tiempo mundano, utilizando como medio sus películas, cuya extensión propicia un efecto inmersivo y de convivencia entre el público. Por otro, y ya en el plano del relato, sus historias se fundan bajo el precepto de que un paisaje banal puede ser de repente poblado de sucesos extraordinarios.
En La flor, que a diferencia de sus obras anteriores está filmada en una decena de países, el episodio que ocupa toda la segunda parte vuelve a transcurrir con la pampa como escenario. Y el capítulo final de la maratón fílmica, protagonizado por un grupo de cautivas del siglo XIX, homenajea a nuestra literatura, nuestros mitos y nuestros paisajes gauchescos. "Me pregunté por qué, qué era exactamente lo que unía todos esos países y lugares y qué me hacía recorrerlos y contarlos de una forma similar. Y entonces me di cuenta: lo que está atrapado ahí, también en muchos tramos de La flor, son los últimos años del siglo XX. Lo que descubrí es que filmar la provincia de Buenos Aires es filmar las ruinas del siglo XX. Y ahí es donde empezás a conectar también con tu propio destierro: yo te podría decir que como nací en el 75 inevitablemente soy un desterrado, pero es mentira, porque hay gente que nació en mi mismo año que no vive con esa sensación de destierro, que no tiene esa relación con el siglo que tengo yo. Pero yo sí siento que mi patria es el siglo XX y que mis relaciones están atravesadas por eso. Creo que en mi cine subyace esa idea. Para mí, la provincia de Buenos Aires es un paisaje que tiene esa capacidad de evocar un pasado del cual siento que soy uno de los últimos testigos. Por lo demás, todavía no le encuentro del todo la elegancia a estos tiempos."
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Nuestra última charla con Llinás tiene lugar un día antes de un viaje importante. Tan pronto termine tendrá que ocuparse de preparar las valijas para volar a un festival francés, adonde irá a presentar La flor. No está necesariamente entusiasmado con el plan. Puede que como director esté en un momento de madurez, pero su incomodidad al lidiar con otros aspectos de su posición fue creciendo con los años, acaso como una reafirmación de su condición de artista que no tiene demasiado para charlar con la industria, aun cuando también participa del circuito mainstream en las películas de Santiago Mitre (es coautor de los guiones de La patota y La cordillera). "El universo festivalero del cine a veces se vuelve un poco... difícil para mí", dice Llinás. "Creo que la gente que disfruta de los festivales es la misma que disfruta de las fiestas, y para mí las fiestas siempre fueron un escenario de horror, una instancia en la que todo lo que me gustaba desaparecía y todo lo que no me gustaba se hacía presente. Una instancia que para mí no tiene nada que ver con el significado de fiesta real, un universo de estruendo que no le sirve a un personaje como yo."
De tan cascarrabias, Llinás a veces suena como si fuera un hombre que nunca se sale con la suya. "Ayer Chachi me dijo: ‘Sos gruñón, eh’. Y me doy cuenta de que tiene razón, de que estoy cada vez más gruñón, en el sentido de que en los festivales me enojan cosas que los demás naturalizan." ¿Las alfombras rojas? ¿Las entrevistas superficiales? ¿El lobby inevitable a la caza de nuevos inversores? Algo mucho menor: "¡El inglés de festival! Está lleno de personas que hablan de cualquier cosa menos de cine, por lo general en un inglés de secretaria neoyorquina que me irrita", dice. "Así que aprovecho esos viajes para visitar lugares que no conozco, para salir a comer las cosas que si no viajás es raro que comas, y para estar en los hoteles, que es algo que sí disfruto. Pero del festival... prefiero estar lo más lejos posible del festival." Algo dice que pronto estará de nuevo en una ruta bonaerense, embarcándose en otro proyecto disruptivo para el cine nacional. Lo que sea, lo hará a su tiempo.
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