Ricardo Mario Darín, alias Chino, camina por una estación de servicio de la Ruta 2 apretando un vaso de café contra el abdomen. El agua estancada en el asfalto refleja una figura mucho menos robusta que la que proyectaba Ramón, el lumpen con swing de El ángel, o Alejandro Puccio, el rugbier perturbado de Historia de un clan. Es 5 de julio y hace un frío colosal. Metido en unos chupines negros y una campera de cuero, el Chino Darín podría ser un pasajero anónimo en medio de una escala técnica, un porteño de 30 años que palpita con ilusión el anochecer del viernes. Pero también es un objeto raro y brillante en este parador a la altura de Chascomús, una estrella de cine entre chatas desvencijadas y surtidores de nafta con plomo, y la realidad queda expuesta cuando una camioneta se detiene junto a él y la ventanilla baja lentamente para descubrir el rostro pasmado de una mujer de treinta y pico.
–Escuchame una cosa...
Parece a punto de hacerle un planteo, pero solo dice lo que le dicen tantas personas cada día en alguna de sus múltiples variantes, modulando en tono de advertencia:
–Te amo con todo mi corazón y toda mi alma.
Pone primera y amortigua, como alargando esa intersección fortuita de la estadía de ambos en la Tierra, a lo que el Chino responde con su mejor sonrisa natural: "Gracias, ¡yo también!". La mujer amaga clavar el freno, pero sabe que es todo parte de un sueño, una historia de Instagram en el mejor de los casos, y que el Chino Darín, él y todo lo que representa, seguirá girando en ese globo de fantasía que cada tanto eclosiona con la realidad por algún error en la matrix.
Sería un cuento de hadas –algo cruel quizás– si el Chino no fuera un tipo tan encantador como enroscado, alguien que debió desarmar los prejuicios que tenía sobre sí mismo para llegar a donde está hoy, y que intentó ir a contramano de sus privilegios sabiendo, quizás muy en el fondo, que estaba condenado al éxito.
Este no-lugar en la ruta, al que vinimos para hacer la producción de tapa de Rolling Stone, es también una metáfora de su estado de situación. El Chino llegó hace un par de días desde Madrid, ciudad donde vive buena parte del año junto a su novia, la estrella de La casa de papelÚrsula Corberó (Tokio en la ficción de Netflix), y su departamento en Las Cañitas no termina de parecer un hogar. La salida de la casa de sus padres hace unos cinco años coincidió con la explosión de fama, los rodajes maratónicos, los viajes y finalmente el romance con Úrsula.
La vio por primera vez en 2015, en una prueba de vestuario de la serie española La embajada. "Tenía esa cosa fresca, desfachatada, como que todo le chupaba un huevo", recuerda el Chino. Debían representar a una pareja y empezaron a verse fuera del set para conocerse mejor. "Una cosa fue llevando a la otra", dice. "Para mí, el ABC había sido siempre no vincularse con compañeras de rodaje, pero bueno, puede fallar, decía Tu Sam".
Desde entonces vive en tránsito permanente. "Me gusta este estado, pero ya estoy un poco harto, la verdad. Necesito asentarme. Tengo esa sensación de que no pertenezco a ningún lado y a todos a la vez. Eso te da una libertad bárbara, pero este año cumplí 30 y me doy cuenta de que me está faltando un poco de sentirme en casa en algún lado. Ya perdí la relación de cuándo estoy yendo y cuándo estoy volviendo. Es rarísimo".
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En los últimos meses, el problema extra fue que, mientras él estaba en Madrid, su película terminaba de cocinarse en Buenos Aires, y seguía el proceso de edición a la distancia y en contraturno.
Dirigida por Sebastián Borensztein y con estreno previsto para el 15 de agosto, La odisea de los giles representa muchas cosas importantes para el Chino. Por empezar, es la primera vez que comparte elenco con su padre, Ricardo Darín (Darín a secas a partir de ahora), y es la consolidación de la productora que crearon juntos, Kenya Films, bautizada en honor a un viaje familiar al África en 2009 que motivó "un pequeño cambio de paradigma" en sus vidas.
Es el atardecer del 2 de julio y Darín conversa con RS en el primer piso de un bar de Palermo, con la ventana teñida por los restos del eclipse solar. "Es lo más importante que hice en mi vida", dice el protagonista de Nueve reinas y El secreto de sus ojos. "No quiere decir que sea lo mejor, pero es lo más importante por la dimensión, el compromiso y el enfoque permanente que tuve durante más de tres años en el proyecto".
Darín viene de las oficinas de la megaproductora K&S, socia de la película, donde están poniendo a punto el corte final. El Chino aterrizó en Buenos Aires ayer a la noche y hoy se sumó a la mesa chica en la isla de edición junto a su padre, Borensztein y Federico Posternak, el otro socio de Kenya. Hasta hoy, el Chino daba sus devoluciones vía Skype o FaceTime. "Esto de la distancia es una situación bastante fea", dice Darín sobre su hijo, "porque el tipo además tiene una claridad envidiable, aparte del empuje de su edad, obviamente. Tengo mensajes de él que dicen ‘no aguanto más, tengo que estar ahí, no puedo seguir así’. Fue un proceso engorroso, pero se aprendió mucho en el camino".
Basada en la novela de Eduardo Sacheri La noche de la usina, La odisea de los giles es la historia de una revancha épica ambientada en la provincia de Buenos Aires durante la crisis de 2001, una comedia policial con tintes de western que tiene todo para romper la taquilla, empezando por el elenco (además de los Darín, Luis Brandoni, Rita Cortese, Verónica Llinás, Daniel Aráoz, Carlos Belloso y Andrés Parra, el Pablo Escobar de El patrón del mal).
Es también el primer tanque de Kenya tras el debut auspicioso de la comedia romántica El amor menos pensado, la segunda película argentina más vista de 2018 después de El ángel. Cuando se propuso fundar la productora, el Chino –"hábil declarante", en palabras de Darín– le planteó una serie de argumentos a su padre, que al principio estaba reacio a la idea de convertirse en productor. "Le dije: ‘Escuchame, no se trata de ser el jefe; nuestro afán es tener verdadera impronta sobre los proyectos’", cuenta el Chino. "Lo invité a que entendiera que él ya era productor, de algún modo, que siempre se involucra en los proyectos desde el origen, y que cuando él se involucra aparecen los componentes necesarios para que la película se realice, y a fin de cuentas la opinión de él se considera en todas las instancias menos en la final. Le digo: ‘Es un poco injusto. Tu palabra tiene que valer hasta el último momento. Si la película se va a hacer porque vos estás, tenés que tener voz y voto hasta el final’".
"Si está convencido de que tiene razón, olvidate", dice Darín sobre el poder de convicción de su hijo, al que de niño ya definía como un "discutidor profesional". "Es tipo doberman. Muerde y hasta que no arranca el pedazo no abre la boca".
El Chino no era el único que lo veía. "Ricardo ya tenía una deformación profesional hacia el productor", dice Borensztein, que había dirigido a Darín en Un cuento chino y Kóblic. "Con respecto al Chino, fue todo un descubrimiento. Además de ser un actor excelente, que hizo una evolución muy rápida, le descubrí un olfato de productor muy poderoso. Es un tipo muy analítico, con alma y mirada de productor, realmente".
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El mediodía del viernes 5, el Chino maneja su Audi de tres puertas bajo un cielo azul, con la ruta completamente despejada. Le gusta ir rápido, pero como va con un acompañante se mantiene en el carril derecho, a velocidad crucero, con las gafas de sol clavadas en el camino y contando su historia con meticulosidad. Cada tanto se arma un tabaco y baja unos centímetros la ventanilla para fumar. En España no tiene auto. "Esto", dice señalando el volante con las palmas, "es una de las cosas que más extraño de Argentina".
–¿Quién te enseñó a manejar?
–Mi viejo. En el campo. Manejo desde que tengo 11 años, una cosa así. En el pueblo manejan hasta los perros.
El pueblo del que habla es Empalme Villa Constitución, y es una parte importante de la infancia del Chino. Florencia Bas, su madre, es de San Nicolás de los Arroyos, la última ciudad en el norte de la provincia de Buenos Aires. A pocos kilómetros de ahí, del lado santafesino, la familia tenía una casa de campo, y Florencia, que tuvo al Chino a los 21 y un par de años después a Clara, llevaba a sus hijos para allá casi todos los fines de semana.
Hija del ginecólogo obstetra del pueblo, Florencia había cursado el traductorado de inglés en Rosario, pero lo dejó por la mitad y se mudó a Buenos Aires. Tenía 18 años, era preciosa y trabajó como modelo, incluyendo una aparición en La peluquería de Don Mateo (no busquen en YouTube que no está). Según cuenta la leyenda familiar, Darín –por entonces una estrella atorrante en el ocaso de su noviazgo con Susana Giménez– comía una pizza en Banchero cuando Florencia pasó por la vereda y él salió a encararla. El 14 de enero de 1989 nació el Chino, al que bautizaron Ricardo Mario. Ricardo por su abuelo, el padre de Darín, un actor bohemio y libertario que solía decir que los nombres no se ponen, sino que lo traen los niños, y que murió una semana antes del nacimiento del Chino. Mario fue por el abuelo materno, que atendió su parto en la clínica de San Nicolás.
"Toda esa zona –San Nicolás, Empalme, Pavón– es un poco el paisaje de La odisea de los giles, que en definitiva forma parte de mi infancia", dice el Chino. "Me crié ahí entre animales, con mis primos, que también eran unos animales... La ruta de Buenos Aires a San Nicolás la puedo hacer con los ojos cerrados".
Cursó la primaria en un colegio bilingüe de Belgrano conocido como Pueblo Blanco (al que también fueron las hijas de Maradona, por ejemplo), sobre el que tiene una mirada muy crítica. "La representación social era absolutamente limitada, muy elitista, y además con ciertas ansias de famoseo. Había muchos hijos de actores, futbolistas, políticos. Lo que más recuerdo es que nos incomodaba la sensación de... Había una falta de respeto", dice finalmente. "Los alumnos tenían más poder que los profesores. Todo el clima estaba enrarecido".
Tenía, sin embargo, un grupo de amigos muy unido, y siete de ellos decidieron cambiar de escuela antes de empezar el secundario. Apuntaron a los colegios vinculados a la UBA y optaron por el ILSE. El año del ingreso fue durísimo, pero los chicos estaban felices de haber "salido de la burbuja" y de empezar a moverse solos por Buenos Aires, descubriendo la parte más convulsionada de la ciudad en plena debacle post 2001. De manera que la época de La odisea de los giles es también la de su pérdida de inocencia.
"Por supuesto que no tenía la capacidad de asimilar la experiencia de lo que había pasado a nivel financiero en cada familia, además porque pertenezco a una familia privilegiada", dice el Chino. "Pero sí me acuerdo del cimbronazo, fue una época muy confusa. Íbamos al turno tarde, salíamos seis y cuarto y era la zona de Tribunales, y más allá de esa cuestión de violencia in crescendo que se veía en el espíritu de cada uno, fuimos testigos de la tragedia de miles de personas, gente que se iba a vivir a la plaza, con los que interactuábamos desde el centro de estudiantes. Había mucha participación".
Mientras habla, el Chino parece visualizar la estructura de las oraciones, cuidándose de no dejar frases inconclusas. "A veces me leo y siento que soy un poco rebuscado", dice, "que podría decir las cosas de una forma más simple". Le pregunto si esa precisión gramatical tiene que ver con la lectura. "Creo que tiene más que ver con mis viejos", dice. Cada tanto filtra algún lunfardo anacrónico (pilcha, balero, pintón), como legado de alguna noche en el Lola Membrives, cuando miraba actuar al padre desde bambalinas, o de sobremesas con veteranos del espectáculo en restaurantes del centro. "Hablando de esto ahora", dice el Chino, "me doy cuenta de que la palabra tiene mucho que ver con quién soy yo".
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Al terminar la secundaria se anotó en Ingeniería. No había sido un gran estudiante, pero tenía facilidad para la física, la química y la biología. Siempre le había interesado "tratar de entender cómo funcionan las cosas" (de chico le encantaba el libro Cómo funcionan las cosas). Pero tampoco tenía claro el rumbo. "Sentía que me gustaba todo y que a la vez no había nada que me gustara realmente", dice. "Me veía ejerciendo la medicina, por ejemplo, o la abogacía, porque soy un discutidor profesional. Me veía en la práctica de cualquier cosa, porque soy un hombre de acción; el problema era el proceso para llegar a eso. La ingeniería terminó siendo la decantación de lo que me gustaba en el colegio. Mis amigos iban para ahí. De hecho, varios se recibieron y hoy trabajan de ingenieros en empresas, fábricas, ¡start-ups!"
El Chino, en realidad, había decidido estudiar una carrera "formal y heavy" para demostrarse algo a sí mismo y a los demás. En su familia, la generación de sus padres se había salteado la universidad (Darín, de hecho, no terminó el secundario) y él podía devolver al clan a la senda académica. "Al menos no quería sentir que tomaba el camino fácil", explica. "Tenía una carga un poco moral con eso, porque toda la vida me sentí un privilegiado. No está mal aprovecharlo en determinadas circunstancias, siempre y cuando no avasalle el derecho de nadie, pero escudarse detrás de eso me parecía patético. Entonces dije ‘voy a ir al sacrificio y demostrarme que puedo’. Tenía esa carga épica".
Con ese ímpetu y esas dudas fue a una charla de orientación vocacional. "Más que para orientarme, la psicóloga me ayudó a entender lo perdido que estaba con mi intención, contrapuesta a las motivaciones reales. Quería demostrar no sé qué, pero no era algo que sintiera internamente".
El padre, a su vez, lo sometió a su propio test vocacional.
–No tengo ni puta idea de qué hace un ingeniero industrial –le dijo un día–. Pero te propongo que elijas una de esas cosas y que te visualices haciéndola en un futuro, día a día, a ver si con eso te entusiasmás.
El Chino se tomó dos días para el ejercicio y entendió que no era por ahí. "Eso me llevó a asumir cierta pulsión que yo tenía con los sets de rodaje", dice. "Lo que había mamado de chico, mis referentes mayores, casi todos vinculados al universo del entretenimiento. Dije ‘bueno, me voy a dejar de hacer el boludo con eso y voy a ver qué pasa’".
Todavía le daba culpa seguir la tradición, fundar la tercera generación familiar de actores. "Detesto el concepto de lo heredado", dice. "Además, en aquel momento estaba particularmente revanchista y cocorito, sobre todo con mi viejo, que era contra lo que estaba peleando de alguna forma; cuando uno es muy sensible e inexperimentado, todo eso es difícil de gestionar".
Antes de socializar su decisión, necesitaba tener una charla con él. Por separado, padre e hijo recuerdan la escena casi con idénticas palabras. Después de comer, el Chino lo tanteó con todas las precauciones posibles: "¿Qué te parecería si te dijera que, eventualmente, llegado el caso, quisiera probar estudiar teatro?".
"Tenía el corazón a 120", recuerda el Chino. "En definitiva tenía una carga muy potente conmigo mismo, con el afuera y con mi viejo frente a la idea de ser actor".
"La verdad es que no lo esperaba", dice Darín. "No sé por qué, porque él me acompañó desde muy chiquito, algo parecido a lo que me había pasado a mí con mis viejos actores, pero pensé que él iba para otro lado. Me agarró totalmente desprevenido".
Darín lo alentó sin exagerar y le dijo que no tendría presiones de su parte. Sin embargo, el zumbido que perturbaba al Chino no venía tanto de la actuación en sí. Se había criado en conflicto con la fama de su padre: de chico no terminaba de entenderla y sentía que le demandaba demasiada atención. Le quedaron, incluso, algunos recuerdos traumáticos: tumultos en la calle, gente que metía mano en el cochecito de su hermana cuando era bebé. "Con la mejor de las intenciones", dice el Chino, "pero era una especie de frenesí y para un nene de 4 o 5 años era muy invasivo".
Había encontrado un lugar protegido de todo eso. Era fanático del Counter-Strike, y en el ámbito gamer nadie sabía quién era. Lo conocían como Hankamonic, su seudónimo para cargarse terroristas, o simplemente Hanka. Se había hecho un grupo de amigos virtuales que derivó en amistad real, con cenas –nunca en su casa; eso habría roto el hechizo– y viajes a ciudades del interior. En esa cuadrilla nadie valía por su apellido. Fueron, en sus palabras, años y años de anonimato y goce. "Era una sensación espectacular", dice el Chino. "Y tardé mucho en entender por qué me atraía todo ese universo".
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Es lunes 8, víspera del Día de la Independencia, y nos encontramos con el Chino en un bar. "Decime vos por donde quieras", me había dicho por WhatsApp. "Confío más en tu criterio, llevo varios meses afuera". Le propongo un cafetín de Villa Urquiza, un lugar apartado para evitar interrupciones. Es un salón oscuro y decrépito decorado con cuadros de Gardel, Jack Nicholson y Graciela Borges, con un pool al fondo que nadie usa y unos pocos ancianos repartidos en las mesas. La única que encara al Chino es la moza, que no tarda en declararle su amor.
–Me suicido acá mismo –dice cuando él se sienta y pide una Coca-Cola–. ¡Qué lindo sos! Perdoname, pero sabés que te iba a reconocer: lo sigo a tu papá de chiquito y ahora te veo a vos y no... Sos muy lindo.
El Chino le agradece con un chiste. Siempre tiene a mano algún comentario jocoso para desacralizar la situación, tanto en la calle como en las redes sociales. Los cientos de menciones que recibe por día son en su abrumadora mayoría de mujeres que le proponen matrimonio, siestas o preguntas metafísicas. Ejemplo al azar del 24 de junio: "¿En otra vida fuiste estufa? Porque tengo unas ganas de apoyarte el orto...".
El Chino se inclina sobre la mesa como si estuviera a punto de confesar algo. "Es todo parte de una gran confusión, de verdad lo digo. Hay algo tipo bola de nieve, de construcción colectiva", dice. "Me divierto bastante, sobre todo en las redes... Úrsula suele mostrarme: ‘¡Mira lo que pone!’. Hoy por ejemplo subí una foto con un conejo a Instagram, nada que ver, y explota de comentarios. Trato de lidiar con humor porque no lo termino de entender bien".
Le pregunto si, a escala, no era algo con lo que convivía antes de ser famoso. Me responde con un gesto de "ni en pedo", pero después relativiza: "Bueno... Tuve una adolescencia muy poco agraciada, pero después, a partir de mis 16, 17 años, se me fue acomodando la cara al cuerpo y empecé a entender que tenía cierto atractivo físico. Pero para mí iba de la mano con la construcción de una autoestima que hasta ese momento no tenía. Sí sé que en un momento me empecé a divertir con eso, empecé a jugar, me animé a mirar a una cámara onda [pone cara de lindo]... Al principio la figura de galán, de sex symbol me daba un poco por las pelotas porque, bueno, yo quiero que me llamen para hacer de un chico con problemas y me ponen el mote de galán, la concha de su madre. Pero con el tiempo lo fui entendiendo, y tomárselo con humor hace que sea más digerible para la gente".
Continúa su razonamiento y sobreactúa un poco la modestia: "Yo igual me conozco. Sé cómo es mi cara cuando me levanto. Hay una parte que tiene que ver con el revestimiento, entre la imagen pública, los laburos que uno hace... Soy un tipo recontra común".
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Descartada Ingeniería, y para no traicionar la idea de estudiar una carrera formal, el Chino se inscribió en Dirección de Cine en la FUC y al mismo tiempo en la rigurosa escuela de actuación de Raúl Serrano, a quien reconoce como su primer maestro. En teatro probó una estrategia similar a la que había empleado en el universo gamer, y se anotó como "Chino". "Fue una cuestión de autodefensa, porque ya bastante me había costado tomar la decisión de explorar ese ambiente, así que decidí preservar mi identidad", explica. "Duró menos que con mis amigos virtuales. En los grupos de teatro mi viejo tenía un valor exacerbado. Todos estudiaban para generar una carrera y él era, te guste o no, un referente aspiracional".
El padre, a su vez, también se manejaba con cautela. "Lo que más me pesaba era el arrastre del ancla del apellido", dice Darín. "Conociendo el paño, me preocupaba que le hicieran pagar a él cuentas mías. O que dijeran ‘claro, como es el hijo de...’. Pero él afortunadamente eligió un camino completamente distinto, y nunca dependió de mí".
Su rito iniciático en la industria fue como asistente en El secreto de sus ojos. Durante esas siete semanas de rodaje en la primavera de 2008, el Chino interrumpió la facultad y teatro para ponerse a las órdenes del equipo de producción de Juan José Campanella. "Dormía cuatro horas. Salía de mi casa a las 5:30 de la mañana a buscar los materiales vírgenes para llegar a la locación antes que nadie, y me iba cuando estaba todo cerrado para llevar los materiales a lo del sonidista", recuerda. "Tenía 19 años, le pegaba 20 vueltas energéticas a todos, estaba en ebullición".
Ya había hecho su primer casting para un proyecto juvenil de los Stoessel, con Brenda Asnicar y Pepe Soriano, en el que audicionó para el chico bueno de la serie ("lo hice tan mal que me eligieron para hacer el malo"). El proyecto finalmente se cayó, pero poco después lo llamaron de Pol-ka y consiguió su primer papel en Alguien que me quiera, una tira con Andrea del Boca y Osvaldo Laport que rindió por debajo de las expectativas ("nosotros le decíamos Alguien que me vea"). El Chino encarnó a Stuka, un tatuador que hacía pareja con Florencia Torrente. "Teníamos unas escenas que eran unos huesos bastante duros de roer", dice tensando la mandíbula. "Muy poca trama, pero fue una experiencia bárbara".
El secreto de sus ojos había interrumpido el proceso con Serrano, y para no repetir el año se cambió a la escuela de Agustín Alezzo. Sin nombrarlo, Darín me había hablado de un profesor "injustificadamente cruel" que tuvo su hijo, y días después el Chino me dice que hablaba de Lizardo Laphitz, que daba clases en lo de Alezzo. Lo asume como una mala experiencia, pero matiza la definición de "cruel". "Yo laburaba en paralelo, y es probable que de mi parte no haya puesto todo", dice. "Al final del año me hizo una devolución muy dura, me dijo que tenía que volver al principio de todo. En su momento me enojé, no entendía, creía que me había hecho perder el tiempo".
Ese primer obstáculo lo llevó a replantearse si lo suyo era la actuación. Para esa época ya había un consenso sobre Darín como el gran actor del cine argentino. ¿Podía él afrontar esa carga? Con las armas elementales que tenía a mano, el Chino supo administrar sus expectativas y las del resto. "Dije ‘bueno, si no sirvo me chupa un huevo, aprenderé, a mí esto me gusta’. No me podía caer en el primer pozo". Con Serrano y Alezzo había intentado, otra vez, diferenciarse de la experiencia del padre, un autodidacta fenomenal. "Siempre me iba para el lado más metódico, y no me servía mucho, ya que yo soy muy pragmático y racional, y en cosas así quizás tenés que fluir de otra manera", dice el Chino.
Fue un tiempo al taller de Nora Moseinco, un espacio más lúdico, y vivió una experiencia transformadora cuando asistió al seminario de actuación frente a cámara que dictó en Buenos Aires Bob McAndrew, un veterano coach norteamericano. "Me enamoré del viejo. Por primera vez tuve una devolución cálida: me auguró una buena carrera, de alguna manera, y me vino bien esa palmada en la espalda. Por ahí no hacía falta saber todo el decálogo de la actuación, sino también tener confianza, interés, ímpetu, llenarse una mochila de herramientas e ir probando cuáles sirven y cuáles no. Y en eso sigo".
Por ese entonces, sin embargo, se veía haciendo de Stuka y se "odiaba profundamente". Y lo peor es que su personaje había adquirido cierta notoriedad en los medios. "Tenía pánico de que me llamaran por el apellido, y cada vez que me proponían un trabajo, lo primero que preguntaba era: ‘¿Por qué querés que yo haga esto? Con la cantidad de actores que hay en este país, ¿me vas a llamar a mí, que hice Stuka?’".
El quiebre se dio con la primera y hasta ahora única obra de teatro en la que actuó: Los Kaplan, de 2011, en la que compartió cartel con Jorge D’Elía y Marta Bianchi, una historia de familias judías en la Argentina de los 50. Cuando lo vio en escena por primera vez, Darín despejó los temores que hasta entonces tenía respecto de la elección de su hijo. "Con Florencia habíamos ido como los peores críticos, cortando clavos, y de pronto nos mirábamos cada dos minutos como diciendo ‘¿y este? ¡Qué atrevido!’".
Una noche al salir de la función en el teatro El Globo, un hombre de unos 80 años abordó al Chino y le dijo entre lágrimas que había visto su propia historia reflejada en él. "Fue la primera vez que dije... ay. Entendí que a veces uno da todo de sí y puede recibir algo, y me emocionó muchísimo", dice el Chino. "Pude empezar a sentirme un poco orgulloso de mi trabajo, y eso me fue llevando a ganar confianza. Hasta ahí veía que mis posibilidades y mis pretensiones estaban desfasadas. En aquel momento, de alguna forma, tuvo cierta coherencia todo".
Después de eso, su trabajo como hijo del personaje de Julio Chávez en Farsantes significó un salto de popularidad, además de evidenciar su evolución como actor. "Por primera vez", se dijo, "soy digno de que me conozcan por algo".
Un protagónico en cine, sin embargo, no estaba en los papeles de nadie. La directora Natalia Meta lo convocó para Muerte en Buenos Aires, un policial de alto presupuesto. En la piel de un oficial taxiboy, el Chino hizo dupla con el mexicano Demián Bichir, que venía de ganar un Óscar. La película recibió críticas regulares, pero para él "fue un proceso muy potente". En aquel 2014 su cara empapeló la ciudad, anunciando la llegada de una nueva estrella. Al año siguiente, cuando se convirtió en Alex Puccio para Historia de un clan a las órdenes de su amigo Luis Ortega, el Chino ya era visto como un talento con una proyección no del todo advertida.
Para componer al criminal rugbier tuvo que ganar volumen. Todos los días después de la grabación iba a un gimnasio de crossfit, no muy lejos de este bar de Urquiza, y completaba el programa de engrosamiento con una dieta hipercalórica. "Al principio fue duro, pero una vez que rompés la barrera te sentís un toro", dice el Chino. "Era el Diego golpeándome el pecho".
Para ese entonces ya había desembarcado en Europa, donde creció rápidamente. En 2016 fue el muchachito que le movió el piso a Penélope Cruz en La reina de España, la película de 2016 de Fernando Trueba. Después de eso, aceptó un papel que casi acaba con su carrera.
Dirigida por el uruguayo radicado en España Álvaro Brechner, La noche de 12 años se basa en Memorias del calabozo, la historia de tres militantes tupamaros (uno de ellos el ex presidente de Uruguay José "Pepe" Mujica) que pasaron doce años de reclusión y tormentos en los pozos de los cuarteles del ejército oriental. El Chino, que en la ficción fue el preso político Mauricio Rosencof, se sometió durante los últimos meses de 2017 a una dieta de 800 calorías diarias, que llevó su peso a 59 kilos. Brechner lideró el rodaje en un fuerte en Navarra, al norte de España (un lugar que carga con su propia historia de terror como prisión militar), y durante esas largas semanas de invierno europeo sometió al trío protagónico a un proceso experimental para recrear las condiciones infrahumanas del confinamiento.
"Me había propuesto no hablar más de lo mal que la pasé en ese rodaje, porque suena a actor sufrido y queda feo", dice el Chino. Pero no puede evitarlo. "El hijo de puta de Álvaro ponía la cámara a rodar y no decía ‘corte’ nunca", recuerda con un cariño ganado a la distancia. "Experimentaba, metía gente a cagarte a palos, te tiraban agua..." La dieta y el desgaste lo estaban aniquilando. "No había forma de recuperarte de un día para el otro. Sentía que tenía una nube oscura encima y me llovía a mí solo".
Los otros dos actores principales lo vivían diferente. Alfonso Tort estaba en modo zen, y Antonio de la Torre apoyaba su plan de adelgazamiento en el running, aumentando la carga aeróbica a medida que perdía peso. "Yo no llegaba ni a hacer las compras y él corría 17 kilómetros por día", dice el Chino. "Cada uno vivió su proceso, y chocábamos. Una noche con Antonio nos re puteamos. Ahora somos amigos, pero estábamos siempre con los ánimos muy alterados".
Con el tiempo descubriría que, más allá de la producción, el problema era interno. "Me resultaba muy difícil convivir con el hecho de haberme sometido a eso voluntariamente, y sostenerlo día a día a pesar de ser consciente de que estaba sufriendo. Era un juego psicológico medio perverso. Llegó un momento que dije: ‘Estoy poniendo en juego mis relaciones personales, mi físico, mi psicología, la relación con mi profesión...’. Y no estaba nada contento con esa idea, porque casi corto con mi novia, casi me peleo con mis viejos, casi dejo de actuar. ¿Y todo por tomar una decisión artística? Me quedé con la idea de que no sé si valió la pena. Me llevé un par de achaques".
Los achaques son una rotura de meniscos en un fútbol 5 entre amigos, que le atribuye al debilitamiento muscular, y una insuficiencia renal que le diagnosticaron durante los ensayos en Madrid, un día en que se descompensó y llegó al hospital con 40 pulsaciones. "Mi novia me decía ‘pará’, mi endocrinóloga trataba de calmarme desde Buenos Aires, mi familia vino a visitarme y yo estaba con un humor de locos; mi mamá y mi hermana se me largaron a llorar... Era una situación fea".
Úrsula –una ex estrella adolescente de la TV española que con La casa de papel se convirtió en una celebridad internacional– lo contuvo en la crisis. "Y no sé cómo hizo", dice el Chino, "porque yo me hubiera mandado a cagar 20 veces".
Hoy hizo las paces con la película y es uno de sus trabajos favoritos, pero todo podría haber terminado mal si en el camino no hubiera aparecido El ángel.
Con el recuerdo "idílico" de Historia de un clan todavía fresco, la propuesta de Luis Ortega le ganó a la idea de dejar la actuación. "Lo dudé, pero al final junté huevo y dije ‘sí, si no hago esto, ¿qué voy a hacer?’".
Ya durante los ensayos con Toto Ferro, el sorprendente protagonista de la película, el Chino recuperó el entusiasmo, contagiándose de la energía juvenil de ese Robledo Puch psicodélico. En tres semanas había vuelto a su peso normal, pero no lograba bajar la hinchazón, y despuntaban algunos rasgos obsesivos derivados del proceso tortuoso del que venía. "Estaba re loco", dice el Chino, que terminaría entregando un trabajo excepcional. "Traté de entrenar pero no lograba tener fuerza. Ramón, mi personaje, era el canchero, un pibe masculino, seductor, desfachatado. Había que acompañarlo estéticamente, tenía que ser un tipo pintón, pero yo me veía la cara y..."
–Luis –lo encaró un día a Ortega–. Estoy haciendo todo lo posible, te juro que estoy tomando el té de no sé qué para bajar la retención de líquidos, pero estamos por encarar el rodaje y yo no puedo dar fe de que mi cara vaya a estar en condiciones.
–¿Qué? –replicó Ortega con el ceño fruncido.
–¿No ves que estoy hinchado, que mi cara parece una pelota de fútbol?
–¿Estás loco? ¡Ramón es así!
–Sí, ¿no? –dijo el Chino convenciéndose–. Ramón es así.
***
Aunque Kenya Films es de la mitad masculina de la familia, Florencia Bas no puede evitar verse involucrada. "Mi vieja participa de todo, pero está reticente porque le dejamos el balero así", dice el Chino. "No hay horario laboral, es un poco tóxico, así que siempre opina, porque es una mina con mucha visión, mucha experiencia, da devoluciones de guiones que todo el mundo anota. Nadie pasa por alto la opinión de mi vieja y mucho menos nosotros".
Su hermana Clara, en cambio, "está en otro mambo". Básicamente, dice el Chino con una sonrisa, "está harta de nosotros".
Vista públicamente como una familia admirable, casi ideal ("la pasamos bastante bien juntos", corrobora él), le pregunto cómo impactó en casa lo de Valeria Bertuccelli, que declaró haber vivido maltratos de parte de Darínmientras hacían Escenas de la vida conyugal, en un conflicto que escaló mediáticamente.
"Fue un cimbronazo", dice el Chino. "Nos desayunamos de algo de lo que sentimos que ninguno había sido partícipe, empezando por mi viejo. Teníamos una relación muy estrecha con la familia... Vicentico venía a hacer yoga a casa con una profesora que trajo él, y con Valeria siempre nos hemos cagado de risa mal, me parece una de las personas más graciosas que hay. Y no sé. Realmente fue como... no sé".
Al hablar de esto se reacomoda en la silla y trata de buscar las palabras justas. Todavía está enojado con la situación. "Ojalá tuviera algo para achacarle a mi viejo", dice, "porque de hecho da un poco de bronca. Pero hay una parte de este proceso en la que sí creo que perdemos todos, y es que mi viejo sí es un ejemplo de vida indiscutible, y me parece que podría ser un gran ejemplo para mucha gente que no los tiene en este momento. Si algo me inculcó siempre es el respeto por las mujeres. Yo lo considero un feminista, así nos ha criado, y me da la sensación de que lo que está faltando en este proceso son buenos ejemplos, además de gente condenable. Y si vos agarrás a uno de los mejores ejemplos que tenemos dando vueltas y pretendés voltearlo por una subjetividad... Mi padre no es un santo, pero sí es alguien que siempre ha tenido en consideración este tipo de cosas".
En Madrid, hasta hace poco, Úrsula y el Chino tenían cada uno su departamento cerca de Plaza Mayor. La fama en aumento los llevó a alejarse del centro, y se mudaron juntos a un piso en el barrio Cuatro Caminos. "La idea tiene que ver con afianzarnos en algún lado, un lugar de comunión que de por sí es difícil", dice el Chino. "Idealmente, el día de mañana lograremos sentirnos en casa tanto en Madrid como en Buenos Aires, pero la verdad es que es una ilusión".
Le gusta España, pero la familia y los amigos son una parte fundamental de su vida, y eso por ahora está en Buenos Aires ("Buenos Aires tiene todo lo que necesito; excepto una cosa", le dijo a Vogue).
"Yo soy muy sociable, pero es verdad que me cuesta cultivar vínculos nuevos reales, duraderos", explica. "Allá laburé mucho estos años, pero se termina el rodaje y a otra cosa. Así que, salvo por Úrsula y las visitas, en España estoy más solo que loco malo". Lo dice sin dramatismo; más bien le resulta un poco gracioso. Y cuenta a modo de ejemplo: "Llegué a Buenos Aires el lunes a las nueve de la noche y para las diez y media estaba teniendo más vida social que el último mes y medio en Madrid".
***
Se hizo de noche y estamos a punto de irnos del bar. La mesera que amenazó con suicidarse le pide una foto antes de que el Chino desaparezca de su vida.
"Desde chico", dice antes de levantarse, "tuve la suerte de ver a las personas más allá de los personajes, de Susana Giménez y Maradona para abajo. Me pude criar conociendo a la persona detrás del ídolo, y para mí eso fue muy importante, por eso creo que no soy muy fanático de nada".
No le gusta la sacralización de la estelaridad, pero se le da muy naturalmente la fama, y no transmite la sensación de padecerla. "Es un juego y tiene algo divertido", dice. "Quizás es medio injusto para con el resto de la humanidad, esa distancia respecto del que aparece en la tele, en una peli, una distancia que lo hace objeto de deseo".
Sigue con su reflexión: "Entonces aparece alguien de ese otro mundo acá, y es como si hubiera bajado del firmamento... Queda un remanso de esa sensación astronómica. Pero la consumación es la muerte del deseo. Si empiezo a venir todos los jueves, probablemente esa sensación se acaba muy rápido, y me encanta que pase eso. Es un buen ejercicio cambiar el punto de vista, tanto para ver a los ídolos como al que tenés todos los días a mano. Hay 20 como yo trabajando en la manzana de tu casa, pero quizás no los ves con los ojos que ves al Chino Darín".
Quizás exagera un poco, pero es cierto que así como está, metido en una camperita Uniqlo azul y con el pelo achatado por el viento, el Chino puede salir a esta calle mal iluminada de Urquiza y confundirse con cualquier pibe atractivo que ande dando vueltas por ahí. Y, aunque hace tiempo se amigó con el destino del que pretendía huir, le gusta tener la opción de, al menos por un rato, volver a sentirse como en la época de Hankamonic: desconocido, anónimo, hijo de nadie.
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