Charles Chaplin: a 25 años de la muerte de un genio inmortal
Tenía 88 años cuando falleció en su casa en Ginebra, el 25 de diciembre de 1977
Se separaron hace veinticinco años, una mañana de Navidad, en la mansión dieciochesca de Vevey que ahora será museo para celebrarlos a los dos. Uno era sir Charles Spencer Chaplin, el venerable anciano de 88 años que había buscado refugio en ese rincón paradisíaco sobre la margen suiza del lago de Ginebra tras haber sido el cómico genial, el mimo insuperable, el artífice de un capítulo decisivo de la historia del cine, el que disfrutó de los privilegios de la fama y padeció su indeseable reverso de escándalos y persecuciones, el que fue objeto de los análisis más sesudos y las exégesis más desbordadas; el que, en fin, anotó su nombre entre los creadores fundamentales del siglo que pasó.
El otro, su hijo más dilecto, sin edad ni residencia fija, el vagabundo de los bigotitos y el bastón, del bombín y los zapatones, se llama -se sigue llamando- Carlitos, o Charlie, o Charlot, o Chaplín (así, con acento) según dónde se lo nombre, y es el que hizo reír y emocionar a generaciones enteras de chicos y grandes, y lo sigue haciendo cada vez que su figura inconfundible renace en el rectángulo de plata de una sala en penumbras o en la pequeña y doméstica pantalla de una TV últimamente bastante olvidadiza.
El primero es el que ahora invitan a evocar los almanaques porque se cumple un cuarto de siglo del día que se despidió serenamente del mundo. El otro es inmortal: anda por ahí, interminable su marcha saltarina por los caminos polvorientos o por las calles vigiladas por policías, casi siempre hostigado por la fatalidad e invariablemente ducho en el arte de evadirla; siempre dispuesto a la pirueta y la ensoñación; rebosante de fe a pesar de las desdichas, el hambre y la soledad; noble a toda prueba; generoso, travieso, solidario, romántico. Eterno Arlequín en busca de su Colombina.
A Chaplin, al que Bernard Shaw definió como “el único genio revelado por el cine”, se lo evocará en homenajes. En su mausoleo de Corsier-sur-Vevey. En Londres, donde una estatua de bronce dice del orgullo de haber sido su hogar natal. En cualquier lugar del mundo donde haya espíritus sensibles a su ingenio y su poesía. Se leerán discursos, se repetirán los datos de su biografía y quizás ensayarán sus loas los poetas, aunque sus versos resulten apenas –como ya lo intuyó Carlos Drummond de Andrade– “un ramo de flores absurdas mandado por vía postal al inventor de los jardines”.
Al otro, ya se ha dicho, no hace falta evocarlo. Sigue ahí, muy vivo, y basta que un haz de luz reinvente el milagro del cine para que vuelva a luchar contra la malvada puerta giratoria que invariablemente lo devuelve a la calle, contra la mesa movediza que le escamotea la jarra o contra el reloj de péndulo, las alfombras y la escalera que se han confabulado para hacerle tan enojoso el regreso de una noche de copas. O para que el festín solitario de año nuevo lo encuentre saboreando los cordones de un botín como si fueran espaguetis. O para que metido a pastor y a falta de sermón dominguero reproduzca con mímica la escena de David y Goliat y termine saludando como un actor ovacionado. O para que se evada de las encharcadas trincheras de la guerra del 14 y se sueñe héroe, disfrazado de árbol, aniquilando a los enemigos y enamorando a una joven francesa.
El nacimiento de Carlitos
Carlitos sobrevive a Sir Charles. Pero se sabe que siempre hubo entre ellos un nexo sutil, profundo. Chaplin, el creador, se confunde con su mítico personaje. El mismo lo decía: “Nunca pensé en Carlitos como en un personaje. Era un espíritu cómico dentro de mí”.
Lo fue descubriendo de a poco. Y probablemente haya estado naciendo desde siempre, desde que se acostumbró –hijo de un artista de music hall y una cantante– a lidiar con el hambre. Con la madre empezó a deambular por los teatros cuando apenas había aprendido a caminar y conoció el oficio. Se dice que tenía cinco años (había nacido el 16 de abril de 1889) cuando a la extenuada Lily le falló la voz y el chico fue empujado a escena. Bautismo que no marcó el inicio de su carrera, pero sí el fin de la de su madre que, tiempo después, tras la muerte de su compañero, acabó trastornada.
Charlie, como su hermano Sidney, cinco años mayor, no tenía otro horizonte que el de la representación: entre la escuela y el asilo, los dos aprendieron a ganarse unas monedas zapateando en los suburbios de Londres. A los 8, ya integraba un grupo infantil de baile; a los 10, le confiaban pequeños papeles; a los 17, por fin, ingresó en la compañía de Fred Karno, donde estaba Sidney y donde apareció junto a Laurel y Hardy.
Con Karno conoció Estados Unidos en 1910. Volvió dos años más tarde, con Hollywood en plena expansión, y Mack Sennett se lo llevó a trabajar para la Keystone. Los treinta y cinco films que rodó entonces fueron moldeando la figura de Carlitos: los zapatos y los pantalones demasiado grandes, el andar desgarbado, la levita estrecha, el sombrero hongo, el bigotito negro, corto y espeso. Dicen que un día, filmando “Entre chaparrones” (1914) empezó a juguetear con su paraguas. Ahí nació el bastón multiuso que completaría la imagen.
Poco importa si fue así. La cuestión es que en unos meses se convirtió en un comediante ilustre, codiciado por todas las productoras. La Essanay lo contrató en 1915 y fue entonces empapelador, vigilante, campeón de boxeo, marinero y, claro, vagabundo, en un film donde se hacían manifiestos por primera vez ese costado patético y esa honda humanidad que se filtrarían luego en casi todos sus films. También despuntó el toque satírico que sabría emplear con maestría. Desde el comienzo de la serie y hasta 1923, apareció a su lado la irreemplazable Edna Purviance, compañera por excelencia del inefable Charlot (hasta la poco comprendida “Una mujer de París”, de 1923, si se exceptúa una posterior aparición en “Candilejas”).
Un ascenso vertiginoso
Desde muy temprano, se aceptó que fuera director de sus propios films. No era para menos: todos resultaban grandes éxitos, a pesar de que eran rodados a un promedio de dos por semana, y proporcionaban cuantiosas ganancias. Y que se aprecia en el crecimiento de sus salarios: de los 1250 dólares que ganaba por semana en la Essanay, pasó a los 10 mil en la Mutual (más un plus de 150.000 por la firma del contrato en 1916).
Fueron doce películas, doce obras maestras que brotaron de su genio en ese período: “Bombero”, “Músico ambulante” (donde es el violinista que “rapta” a una joven maltratada por los gitanos y en la que se ha querido ver el nacimiento del Chaplin más maduro y el anticipo de mucho de lo que habría por venir); la inolvidable “A la 1 de la mañana” (con su tropezado regreso de la borrachera); “La calle de la paz” (donde, convertido en policía doma al temible rufián Eric Campbell), o “En las termas”, especie de ballet en el que tropieza con un enfermo de gota y con un masajista de torpes modales para terminar en una borrachera general por culpa de una piscina convertida en gigantesco cuenco de alcohol.
El paso siguiente fue en First National y la cifra de su contrato explica el nivel de cotización que había alcanzado: un millón de dólares (de 1917) por ocho películas, entre las cuales figuran “Vida de perro”, “Carlitos al sol”, “Reverendo caradura” y “Armas al hombro”, mucho tiempo considerada, más allá de sus abundantes efectos cómicos, una de los sátiras más despiadadas y esclarecedoras acerca de la Primera Guerra Mundial.
En ese período filma su primer largo formal, “El pibe”: aquí el vagabundo se hace cargo de un huérfano y se aprecian los ecos de los duros años de su infancia en Londres y la tendencia a la emoción anticipa ese sabor agridulce que han de tener sus films de la madurez. La meteórica carrera de Chaplin coincidió con el ascenso del star system. A esa altura su cotización, como la de otras estrellas, estaba por las nubes. El paso siguiente era inevitable: en 1919 cuatro de ellos –Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y el director David W. Griffith– fundaron Artistas Unidos. Eran ahora empresarios de sí mismos.
Obras maestras
Sus films comenzaron a ser esporádicos, pero no por ello menos inventivos. En su primer trabajo para la flamante compañía, abandonó el protagonismo y se propuso mostrar de cuántos refinamientos visuales y cuántas complejidades temáticas era capaz el cine: rodó un relato dramático y ambicioso, “Una mujer de París”, que impresionó a algunos conocedores (René Clair entre ellos) pero mereció una inesperada frialdad de parte del público.
Siguieron a ésta algunas obras fundamentales de la trayectoria de Carlitos y de la historia del cine: “La quimera del oro” (1925), tragicomedia poética e inolvidable que se cierra con un final feliz, con el ex vagabundo envuelto en pieles; “El circo” (1928), que en la primera entrega de los premios de la Academia le dio un Oscar especial “por la versatilidad y el genio demostrado al escribir, interpretar, dirigir y producir el film”; la maravillosa “Luces de la ciudad” (1931) que rodó sin palabras aunque con música en un tiempo en que el cine ya había comenzado a hablar, y “Tiempos modernos” (1936), feroz parodia de la alienación propia de la civilización industrial: “A través de lo cómico –respondió a los que veían en el film una intención política– quise mostrar lo irracional que hay detrás de aquello que parece racional”.
Posteriormente, puso todo su empeño en el rodaje de “El gran dictador”, donde dijo adiós a su vagabundo, propuso su virulenta visión de Hitler y encontró no pocos tropiezos para su distribución, inclusive entre nosotros.
Sin el hombrecito del bastón y los botines, ya no habría tanta comedia. Ni en la ácida “Monsieur Verdoux”, donde usó el humor negro y la paradoja para convocar al pacifismo recreando la historia de Barbazul o del asesino Landrú, ni en las nostálgicas reflexiones del payaso Calvero sobre el teatro y la vida o sobre la juventud y el ocaso en “Candilejas”, ni en la amarga sátira contra el macartismo que volcó en “Un rey en Nueva York” (1957).
Su último film, rodado en Londres con capitales norteamericanos, fue “La condesa de Hong Kong” (1966). Ni la atracción taquillera de sus dos estrellas, Marlon Brando y Sophia Loren, pudo evitar la fría recepción por parte de público y crítica. Se reservó allí un par de planos para decir adiós con la pícara sonrisa todavía reconocible en su rostro surcado de arrugas. Quien los guarde en la memoria recordará también que en el gesto del anciano camarero de la ficción, tan parecido a sir Charles, despuntaba algo del inmortal Carlitos.