Céline Sciamma: “Me interesan esas historias que permanecen sumergidas en el silencio y la invisibilidad”
La directora de Retrato de una mujer en llamas -película que estrena este jueves en los cines argentinos- dialogó con LA NACION acerca de la construcción del film premiado en el Festival de Cannes de 2019
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“El cine conduce nuestra mirada a un mundo en armonía con nuestros deseos” es la frase del crítico André Bazin que Jean-Luc Godard cita al comienzo de El desprecio. Las películas de quienes aman al cine son las historias de esos mundos. Y Céline Sciamma ha conseguido una mirada única sobre un mundo posible, recreado en una soleada costa de la Bretaña del siglo XVIII y al mismo tiempo origen de un imaginario ausente en el cine, que subvierte las tradicionales miradas masculinas sobre el deseo y la creación, que expande esa historia de amor entre mujeres hacia el pasado para afirmarla en el presente.
Retrato de una mujer en llamas apareció en el Festival de Cannes de 2019 como un hito para la representación femenina, consagrando a su directora –quien ganó la Palma al mejor guion- y a sus actrices, Adèle Haenel y Noémi Merlant, a un recorrido estelar por festivales y celebraciones del mundo. Y pese a las demoras de su estreno en la Argentina por la pandemia –finalmente llega este jueves a las salas-, y a que Sciamma ya presentó su siguiente película Petite maman (2021) en festivales como Berlín y San Sebastián este año, el eco de este film todavía no concluye. Como un reguero de pólvora se ha erigido como una cosmogonía deslumbrante sobre el arte, la mirada y la memoria del amor, que adquiere sutiles reverberaciones políticas, y que convierte a su directora en artífice de un poder revolucionario.
Formada en los estudios literarios y en una cinefilia impertinente, que vislumbra recorridos ocultos y subterráneos en películas del mainstream –como lo demuestra su mirada queer sobre Titanic-, Sciamma gestó su cine a partir de esa necesidad de encontrar una voz propia y al mismo tiempo concebir narrativas alternativas. Su ópera prima, Naissance de pieuvres (2007), explora el descubrimiento del deseo adolescente, Tomboy (2011), la compleja construcción de la identidad, Bande de filles (2014), la poética de la resistencia ante la hostilidad; todas películas sobre la tensión de los límites impuestos desde el afuera, sobre la exploración de la mirada como territorio de autonomía, sobre el cine como ese único medio capaz de recrear el tiempo del deseo. Su labor fue siempre independiente, compartida con colaboradoras cercanas y recurrentes como su productora Bénédicte Couvreur, y combinada con su oficio de guionista en películas notables como Quand on a 17 ans, de André Téchiné, o Ma vie de Courgette, la animación de Claude Barras. Y su ideario desafía la noción de genio e inspiración, se afirma en un trabajo constante y dedicado, en la precisa concepción de su puesta en escena, en el ensayo paciente con sus actores, en la construcción de un mundo propio y compartido, que hace de sus historias también la de sus espectadores.
Retrato de una mujer en llamas es su película sobre un amor adulto, escrita para Adèle Haenel (quien fue su pareja hasta 2018), nacida de la exhaustiva investigación sobre una tradición pictórica oculta en los libros de historia, la de las retratistas del siglo XVIII, mujeres que hicieron del arte una estética de emancipación. Filmada en los exteriores de Bretaña y en los interiores de un castillo de París, bajo la luz solar y la soledad del aislamiento, cuenta el amor entre Marianne (Merlant) y Helöise (Haenel), entre una pintora que retrata a escondidas a una aristócrata esquiva, la que resiste en su negativa a posar el peso de un matrimonio impuesto. En esa danza de miradas, Sciamma desmonta la habitual desigualdad entre el artista y su modelo, descubre el arribo del deseo con la paciencia de quien observa lo que presiente, de quien entiende el esplendor de las imágenes como la consagración de lo nunca visto.
En una entrevista en exclusiva con LA NACION -realizada unos días antes de la entrega de los premios César, a comienzos del 2020, ceremonia en la que Haenel y Sciamma abandonaron la sala luego de la premiación a Roman Polanski-, la directora habla de sus ideas sobre el cine, de la gestación de la película, de la tradición del cinema qualité francés, y de los cambios en la representación de las mujeres en la era posterior al #MeToo.
-En algunas entrevistas señalaste que la idea central de la película es que no existe la figura de la musa, que incluso esa palabra a menudo oculta una colaboración entre artista y modelo que es mucho más activa. ¿Cómo concebiste esa colaboración al realizar la película?
-Durante la realización de la película fue muy importante establecer la atmósfera, una colaboración que me desafiara a mí y a quienes trabajamos en la película, que nos estimulara dentro y fuera del set. Por ello, primero definí el universo sobre el que iba a trabajar: elegí un momento de la historia del arte en el que había numerosas mujeres pintoras con carreras florecientes, que investigué en profundidad y que me permitió comprender ese intercambio con sus modelos, lejanas al mito de la musa inspiradora. Y luego de establecer con quiénes iba a colaborar y el ambiente propicio para ese intercambio, aparecieron mis propias ideas, el cerebro funcionando en esa instancia de trabajo que es tan exigente. El cine requiere mucha concentración, mucha participación durante el rodaje. Exige que te hagas preguntas todos los días sobre lo que estás haciendo; hay siempre una filosofía global, aquello que querés decir o contar, y luego están las soluciones puntuales, específicas para cada momento o escena. Así es como trabajo siempre.
-La película adquiere una carga subversiva que desestabiliza la tradicional mirada masculina. ¿Cómo pensaste esa estrategia en términos políticos?
-Esa es la idea, que la película funcione como un manifiesto de la mirada femenina. Y no porque mi intención sea construir un relato alrededor de mis ideas políticas; no creo que el cine tenga que ser una coartada para declarar consignas. Esta película es sobre el deseo en términos políticos, antes que sobre ideas que se imponen como discurso. Es acerca de construir el deseo como una fuerza motora, que permita pensar a los personajes desde otra mirada, que posibilite deconstruir las narrativas del conflicto y pensar una historia de amor en términos igualitarios, sin dominación intelectual. Filmar ese deseo supone siempre una posición política.
-A diferencia de tus películas anteriores [Naissance de pieuvres, Tomboy y Bande de filles], estas mujeres son adultas. ¿Qué posibilidades implicaba esa decisión para la historia?
-Esta vez quería contar una historia de amor entre personajes que ya están desarrollados, y eso es algo que no podés hacer en un coming of age. Quería construir un diálogo de amor entre iguales. Y también quería trabajar con actrices profesionales, porque hasta ahora había trabajado con niños o adolescentes, que todavía no eran actores sino que se estaban convirtiendo en actores o actrices. En su momento fue muy importante para mí porque yo también me estaba convirtiendo en directora, y sentía que éramos iguales, que la colaboración también implicaba un intercambio de experiencias. Pero esta vez, en otra instancia de mi carrera, quería trabajar con profesionales. Y también quería volver a trabajar con Adèle [Haenel, a quien dirigió por primera vez en Naissance de pieuvres]. De hecho concebí la película con ella en mi cabeza.
-Retrato de una mujer en llamas es una historia de pequeñas pero poderosas rebeliones, que comienzan cuando Marianne decide lanzarse al agua a recuperar sus lienzos al comienzo del relato. ¿Cómo trabajaste esa rebelión en las miradas y los gestos a partir de la puesta en escena?
-Traté de trabajar a partir del silencio. Hay mucho silencio en la película. Y también es muy importante el lenguaje corporal, porque es fundamental para construir el deseo: filmar los gestos y las emociones en los cuerpos y las miradas. Es esencial crear el ritmo de la película, sobre el que uno tiene que ser muy preciso. No se puede esperar que la magia ocurra sino que es clave dar los pasos adecuados, cómo van a respirar las actrices cuando se muevan, cuántos pasos van a dar en su recorrido por el espacio. Es importante trabajar con las actrices en el set sobre cómo van a expresar sus emociones. Es como componer una melodía.
-¿Cómo pensaste la dinámica de los dos espacios de la película, el exterior en la playa y los interiores en el castillo?
-Comenzamos filmando todos los exteriores en Bretaña y descubrimos que había mucho sol, detalle que no habíamos planeado. Pensamos que el clima sería más gris y neblinoso, más al estilo de los paisajes de las hermanas Brönte; pero no, estaba lleno de luz y colores. Así que decidimos aprovechar esa luz en las escenas de la playa. Y después, cuando fuimos a filmar al castillo cerca de París, intentamos traer algo de esa luz, establecer a partir de ella la idea de que era un solo lugar. Y luego pensamos las escenas de noche, que suponían todo un desafío para iluminarlas con velas y candelabros. Son las decisiones que se deben tomar cuando trabajás en una película de época, sin luces artificiales.
-Hay dos expresiones artísticas que fortalecen la relación entre Marianne y Helöise, una es la música y la otra es el mito de Orfeo. ¿Cómo concebiste la importancia del arte en la historia de amor?
-La película es una historia de amor pero al mismo tiempo trata de la relación entre el amor y el arte. Por ello quería apartarme de la dinámica biográfica, a la que siempre se recurre en el retrato de una mujer fuerte, una especie de heroísmo que supera los obstáculos y, pese a ellos, triunfa. Yo quería inventar una mujer para hablar de todas las mujeres y prescindir con ello de la distinción, de la mirada heroica. Se trata de una artista, de sus preguntas, de sus dificultades, de su trabajo en relación con la experiencia del amor. Y el amor se expresa a través del arte, lo nutre y enriquece. El arte recrea una historia de amor, representa también la memoria de una historia de amor. Por lo tanto la música y la literatura como expresiones artísticas permiten esa reflexión en el mismo interior de la película, creando una dinámica entre los personajes que permite al espectador enamorarse con ellos, recordar con ellos.
-La escena de la cocina –en un plano amplio en el que vemos a las mujeres en una lógica jerárquica alterada, en la que la aristócrata cocina y la sirvienta borda- implica una fuerte reflexión sobre las relaciones de clase. ¿Cómo trabajaste esa cuestión en el seno de una historia de amor?
-La escena de la cocina fue construida para encarnar la sororidad y la hermandad entre los personajes de una manera igualitaria. No quería referir a las diferencias de clase de manera tradicional, eso ya está presente en sus posiciones desde que las conocemos. Allí quise mostrar lo posible, porque lo imposible ya lo conocemos, y entonces… ¿para qué contamos esta historia? Lo que me interesa es lo que no se ha contado, lo que no está representado, esas historias que permanecen sumergidas en el silencio y la invisibilidad. Posibilidades que no nacen de nuestras fantasías sino de nuestra experiencia, de la vocación de plasmar nuevas narrativas, de hablar de amistad, de hermandad, de creación conjunta.
-¿Cómo te acercaste a los códigos de una película de época, especialmente en relación a la tradición francesa del ‘cinema qualité’ tan cuestionada desde los años de la nouvelle vague?
-Nunca tuve una particular atracción por las películas de época. Cuando empecé a pensar en la historia, no dije: “Ay, quiero hacer mí película de época”. Traté de hacer el mismo trabajo de reconstitución que requiere el cine como medio. Porque siempre se trata de eso. Se puede reconstituir un momento contemporáneo, como lo hace Ken Loach, o se puede reconstituir el pasado. Hay que elegir los objetos, los vestuarios, los detalles que definen a ese período. Por ende yo estaba más ansiosa que de costumbre porque debía tener en cuenta esa información para situar el tiempo de la película. En relación al ‘cinema qualité’, no intenté dialogar con ninguna tradición, no pensé en ningún rostro particular del género. Quise que la película tuviera un pulso contemporáneo, que estuviera viva.
-¿Tuviste algunos directores o películas en mente cuando comenzaste a trabajar en la película?
-Miré algunas películas de nuevo, como Mulholland Drive o Carol, para pensar los vínculos entre una historia de amor y su forma creativa. También revisité algunas películas de [Ingmar] Bergman, en particular para observar las relaciones entre las mujeres y el silencio. Sin embargo, cuando inicio una película quiero pertenecer a ella, ser parte de ella, entonces esas ideas son destellos para crear un nuevo camino, en el que también sentirme fresca, despejada.
-Las escenas finales son importantes en todas tus películas. Marie y Anne en la pileta, al final de Naissance de pieuvres; Vic cuando se adueña del plano final en Bande de filles; y aquí la escena en el teatro. ¿Cómo concebiste esa escena?
-Creo que la escena final en el teatro no necesariamente es el final de la historia, sino el final de la película. Con eso quiero decir que yo te miro a vos, y vos mirás la película y le decís adiós, y yo te digo adiós desde la película. Porque la experiencia en el cine es muy diferente: la película es un lugar al que el espectador está invitado, está llamado a sentirse parte. Y yo siempre lo pienso de esa manera. Así que siempre pienso mucho en los finales, en ese momento de dar la despedida de la película. Y especialmente en Retrato de una mujer en llamas creo que es un momento crucial, una instancia en la que se impregnan todas las ideas y emociones que estuvieron en la película.
-Es que también es una historia sobre la memoria del amor, que es tan importante como la experiencia presente.
-Exacto. El film aspira a modular esas dinámicas en la memoria de una historia de amor. No es sobre el presente sino sobre por qué es importante no arrepentirse de recordar, de lo que representa el recordar tu historia de amor, que muchas veces supone esa predisposición para amar nuevamente, para abrirse a esas emociones.
-¿Creés que el avance del feminismo en nuestra era está cambiando las narrativas contemporáneas?
-Sí, creo que sí, creo que estamos entrando en un ciclo de progresiva deconstrucción. Ya no podemos volver atrás. Pero lo que podemos aprender, especialmente de siglos pasados como el XVIII, es que existía el feminismo, es que existían los cuestionamientos, existían las artistas y las voces de resistencia. La tragedia es que han sido borradas de los relatos. Por ello es importante contar historias, porque nos representan, hablan de nosotros, y de los que las ven y se sienten representados. Descubrir esas mujeres artistas en cada siglo implica encontrarles representación.
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