De regreso en los cines para su 80° aniversario, el estatus de clásico indiscutido del film era impensable cuando se recuerda su realización, plagada de dudas, retrasos y peleas entre el elenco
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Hace casi medio siglo, un texto del gran Umberto Eco se preguntaba: “¿Cuál es entonces la fascinación de Casablanca?”. Hoy ese texto es capital para aproximarse a aquello que tantas veces se ha querido explicar sobre la película que volvió a los cines festejando los 80 años de su estreno. Frente a todos los lugares comunes, todos los análisis, todos los libros y todo lo que pueda siempre añadirse, reescribirse o recordar de la película que casi por accidente protagonizaron Humphrey Bogart e Ingrid Bergman como dos inmortales Rick Blaine e Ilsa Lund, queda una línea de Eco que permite la aproximación a lo inexplicable de una de las películas más accidentadas e imperfectas pero –contradictoriamente– de las más delineadas y bellas de toda la historia del cine, que continúa como marca indeleble dentro del canon cinematográfico. “De modo que crítica y público encuentran hermosa la obra porque es interesante, y la consideran interesante porque es hermosa”, decía Eco sobre la lectura que Eliot hizo de Hamlet y que el autor de El nombre de la rosa traslada a la película que de tan kitsch roza la genialidad.
El fin del rodaje de Casablanca sucedió veinte días después de que todo el set se desmontara y cuando Hal B. Wallis, con su fino olfato de productor, decidió que Rick y Renault viendo despegar el avión de Ilsa Lund y Victor Laszlo no eran suficiente final para una historia que se escribió prácticamente en el set. Así, un 23 de agosto de 1942 se añadió un ínfimo metraje a la copia final, que contenía una de las frases más perdurables de toda la historia del cine. Un final fuera de libreto para una película que cuando comenzó a gestarse solo tenía como seguro que se titularía Casablanca. Gracias a otro productor, David O. Selznick, no se incluyó un final más que no llegó a rodarse y mostraría a Rick y Renault alistándose para formar parte de los aliados. Precisamente allí comienza la secuela que escribió uno de los guionistas de Casablanca, Howard Koch, titulada Brazzaville y que desde el inmediato estreno de la película se anunció como posible continuación aunque la iniciativa (quizás afortunadamente), nunca pasó de la fase de proyecto. Como la guerra era una realidad y no podían utilizarse aviones en el set, el avión de Ilsa y Victor era una maqueta de madera que, para disimular su poca verosimilitud, se envolvió en una espesa niebla que no suena acorde al clima del desierto marroquí que da nombre y enmarca la acción.
Koch había sido el tercer guionista contratado para escribir la historia que tuvo su origen en la pieza teatral Everybody Comes to Rick’s que nunca se llevó a escena en aquel tiempo y que desde ese origen alimenta el mito. Por un lado, Casey Robinson afirmaba que fue él quien acercó el texto a Wallis y, otra versión de los hechos señala a Irene Diamond como la responsable de que Warner Bros. desembolsara los 20.000 dólares que se pagaron por los derechos de la obra. Pero los primeros guionistas tentados para Casablanca fueron nada menos que Wally Kline y Aeneas MacKenzie, que venía de escribir el éxito de Murieron con las botas puestas, y se dedicaron durante seis semanas a adaptar y corregir los problemas estructurales de la obra teatral original. Remitieron su labor a Wallis quien contrató a los gemelos Julius y Philip Epstein. A diferencia de Philip, quien murió tempranamente a los 52 años, Julius tuvo una larga vida y brindó infinidad de testimonios hasta su muerte, nonagenario en 2000, en los que buscaba explicar la magia de Casablanca: “Creo que tuvimos mucha suerte. Fue como lanzar un rompecabezas al aire cuando se trataba de que todas las piezas encajaran”, decía ya veterano, a la televisión norteamericana, confirmando el desarrollo de una película que en buena parte fue escrita en paralelo a su rodaje y donde nadie sabía como terminaría una historia de amor, para cuyo primer dúo protagónico se pensó en Ronald Reagan y Ann Sheridan, tal como el estudio anunció en Hollywood Reporter.
Poco antes de que el rodaje de comenzara, los hermanos Epstein se habían ido a trabajar con Frank Capra y poco era el material que habían dejado preparado para recién volver un mes después. Allí fue donde entró Koch, para contribuir con un guion no terminado y donde lidiaban con la indefinición del reparto. Hedy Lamarr y Michele Morgan también estuvieron en carpeta para el papel que quedó inmortalizado por Ingrid Bergman. Enterado del proyecto, fue George Raft quien presionó para quedarse con el semblante de Rick Blaine que fue a manos de Bogart. Aún más insólito fue el caso del pianista Sam, quien personificó Dooley Wilson, que en la obra teatral era mujer y fue pensado para Hazel Scott, Ella Fitzgerald o Lena Horne, hasta que todo dio un vuelco. Si bien siempre se consideró un Victor Laszlo personificado por el austríaco Paul Henreid, el actor se negaba por problemas de cartel; Joseph Cotten y Jean-Pierre Aumont estuvieron en la lista hasta que por motivos más políticos que artísticos el actor aceptó al ser anexada Austria al Reich y cuando solo podía permanecer en suelo norteamericano si tenía trabajo. Cuando se quiso que fuera William Wyler el director de Casablanca este no estaba disponible, Howard Hawks se negó a filmar una historia que era una más de Hollywood y lo sustituyó Michael Curtiz.
Todo había comenzado el 25 de mayo de 1942, en un escenario dominado por el caos de principio a fin. El Café de Rick estaba aún montándose en el set y por eso Curtiz eligió detenerse en el flashback en París como punto de partida del rodaje, pero un problema técnico terminó con todo el material filmado en descarte. Cuando estuvo listo el set, Victor Laszlo no aparecía porque Henreid no había terminado el rodaje de otra película. Muchas de sus escenas se rodaron con el resto de los actores hablando al aire, escenas que Henreid completó en contraplanos cuando finalmente se sentó en el café más famoso que jamás existió.
Curtiz hasta tuvo que ingeniárselas con Sam porque era un pianista personificado por un cantante que no tenía la menor idea de cómo se tocaba un piano. El set era un hervidero y Hall Wallis discutía con Curtiz, que discutía con Bogart, quien hacía lo propio con Koch y este volvía a enfrentarse con Curtiz por el carácter de un Rick Blaine que no tenía destino conocido. Pero para la tercera esposa de Bogart, Mayo Methot, la química con Ingrid Bergman era real y traspasaba la ficción. El biógrafo de Bogart, Jonathan Coe, anota que: “Para averiguar de donde sacaba Bogart toda esa expresión de dolor y cansancio de la vida que tan bien refleja en Casablanca, solo tenemos que recordar el mal estado en el que se encontraba su matrimonio mientras rodaba. La propia película hizo que las cosas empeoraran”, apunta. La evidente alquimia actoral añadida la magia del cine disimulaba otro problema: la actriz sueca era cinco centímetros más alta que el galán recio del cine norteamericano, lo que obligó a disimular la diferencia de altura con zapatos con tacón o subido a una plataforma que permitiera compensar la altura que la naturaleza negaba.
El malhumor imperante dejó para la historia también anécdotas graciosas, como cuando luego de repetir nueve veces la misma toma, un exasperado Claude Rains inquirió a Michael Curtiz sobre lo que sucedía y este le pidió que entrara a escena más deprisa. Al hacer la retoma, las puertas se abrieron y el actor entró andando en bicicleta. Por si fuera poco, quienes señalan que en todo gran evento o tragedia de la humanidad aparece un argentino también tienen a Casablanca como estandarte. Al no figurar en créditos, olvidada como su fama del período mudo, es la presencia de Alfredo Carlos Birabén –conocido para la pantalla como Barry Norton– que aparece tan solo unos segundos como apostador en el café de Rick. Ser extra se había convertido en su fundamental apuesta para permanecer en un Hollywood que no aceptaba el inglés con acento. Su presencia es tan fugaz que aún en pantalla grande es difícil localizarlo.
La lista de disconformes fue completándose incluso con la película terminada: el gran compositor Max Steiner intentó por todos los medios que la canción “As Time Goes By” fuera suprimida del film, para así reemplazarla con una propia, pero eso obligaba a volver a filmar la secuencia e Ingrid Bergman ya se había cortado el pelo para su próxima película, Por quién doblan las campanas, por lo que quedó en el film. Incluso con la película convertida un éxito, el literal camino al Oscar fue el último trago amargo que tuvo Hal B. Wallis: al anunciarse el premio a la Mejor Película, se levantó para recoger la estatuilla pero Jack Warner, el dueño del estudio, se le adelantó, quedándose con ese sitial de gloria. Wallis renunció poco después al sello para el cual lo soportó todo para conseguir una película que era un desafío y terminó siendo un clásico absoluto.
La nueva Argel
Casablanca nació como imitación del suceso de Argel, la película protagonizada por Charles Boyer, Sigrid Gurie y Hedy Lamarr, pero su éxito y su marca perdurable a través del tiempo hizo que se buscara recrear la alquimia a través de libros que no tuvieron éxito, de series de TV que eran precuelas que tampoco fueron significativas, de adaptaciones para radio y musicales de Broadway que fueron intrascendentes. También se la coloreó en los 80 en una versión que duró un suspiro por las críticas de los fans y que se estrenó con toda pompa y anuncios en la pantalla de Canal 13. En su tiempo, tal como señala acertadamente Homero Alsina Thevenet, se integraba también a los “melodramas con guerra al fondo” donde estaban varios títulos, pero en la memoria del cine solo vuelve, una y otra vez, Casablanca.
La película se estrenó formalmente el 23 de enero de 1943, si bien tuvo una primera exhibición el 26 de noviembre de 1942 en Nueva York para coincidir con la invasión de las tropas aliadas de la costa norte de África. En la Argentina se presentó con toda la magnificencia de un gran estreno en el Cine Ópera el 6 de Mayo de 1943. En varias funciones, por el halo germanófilo de la Argentina de entonces, el enfrentamiento en la pantalla entre el mayor Strasser (un genial y exiliado Conrad Veidt) cuando cantaba junto a los oficiales nazis “Die Wacht am Rhein”, a lo que Victor Laszlo se oponía con “La marsellesa”, se trasladaba de manera fervorosa a la platea porteña, que coreaba el himno nacional francés.
El film combina drama romántico, tensión política e incluso una línea cómico-satírica junto a varias de las frases más memorables de la historia del cine. Es un film de aventuras, romántico, noir, sorprendente y técnicamente perfecto. Ya lo dijo Umberto Eco, en el texto que es casi una introducción obligada para ver el film: “Casablanca lleva consigo, como en una estela de perfume”, ya no la marca de una película: es “las películas”. Con sus errores, su simpleza, su carente verosímil y todo lo que pueda objetársele desde el punto de vista formal, Casablanca vuelve una y otra vez como la marca perdurable de los planes imposibles hechos realidad a puro golpe de emoción.
- Casablanca está disponible en salas de cine y, en streaming, en HBO Max y Qubit.tv
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