Dirigida por Tinto Brass, y protagonizada por Malcolm McDowell, Peter O’Toole y Helen Mirren, esta producción no escatimó en presupuesto pero fue destrozada por la crítica por ser un muestrario de cuerpos desnudos y perversiones
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Cuervos de la tempestad auguran el caos para Calígula, heredero de una tradición de conquistadores que no desconocen las artimañas del ejercicio del poder. La disputa política sucedió delante y detrás de cámara, en una producción que adoleció el gigantismo del Hollywood dorado, mezclado con la explotación del cine erótico que siempre fue visto con vergüenza por la industria. En pantalla, una danza de sexo y dinero representada por la carne trémula de los actores que se funden en escenarios majestuosos. El cuento es el de Calígula, no el hombre sino la película que sufrió las ideas enfrentendas sobre los modos de ver (y mostrar) el sexo, los desnudos, las perversiones y la violencia en la pantalla. Un relato de esos que resultan más fascinantes que la obra en sí.
Para algunos observadores, la historia de la declinación y caída de Hollywood revela algunas similitudes con la ruina del Imperio romano. La renovación artística y temática de los cineastas que retrataron con maestría las calles salvajes y sucias en la década de 1970, alejó a la meca del cine de los relatos bíblicos más grandes que la vida misma. Atrás quedaron producciones como Los diez mandamientos, con Charlton Heston juzgando a miles de pecadores en el monte Sinaí; Cleopatra, producción épica y maldita protagonizada por Elizabeth Taylor en 1963, encendía todas las alarmas para la retirada de un modelo que ya entonces evidenciaba señales de agotamiento creativo y comercial.
Calígula, más anacrónica y no menos problemática, evocaba esa perdida época de grandeza de Hollywood. El condimento que la podía diferenciar de sus antecesoras era el atrevimiento. Mostrar lo que antes se sugería. Romper los tabúes. El público de los ‘70 veía al mundo con otros ojos. Ojos interpelados por nuevas guerras y movimientos contraculturales donde florecían ideas sobre el amor libre y la destrucción de ideales de otras generaciones.
Revelador es el “detrás de escena” que acompaña la edición en Blu Ray de esta película. Dura más de una hora, pero a diferencia de lo que suele ser un “detrás de escena” típico (con relatos de los propios hacedores sobre las dificultades que tuvieron para filmar la historia), el de Calígula es una compilación de material de archivo sin ningún tipo de narración con voice over o testimonios en primera persona. Solo con distintos acompañamientos musicales, muestra a cientos de artesanos trabajando en decorados inmensos, estatuas que parecen esculpidas por los mismos romanos de tiempos inmemoriales, y primeros planos de las partes íntimas de los actores que esperan el llamado para la acción frente a cámara.
En la época de la pantalla verde y los escenarios creados por computadora, las imágenes de las cámaras que corren el velo sobre la producción de Calígula resultan fascinantes, no solo por su carácter digno de histórico y antropológico. Lo que pudo haber sido pero no fue es lo que eleva el carácter de esta película como algo más que una rareza de su época.
Más de 400 kilos de pelucas hechas con cabello humano y casi 4000 prendas de vestuario fueron diseñadas y confeccionadas para lucirse en pantalla. Ni siquiera esos números impresionan tanto como la recreación del navío de Calígula, hecho a escala, con 120 remos tallados a mano, que ostentó el récord como la pieza de utilería más grande de la historia del cine. Todo tenía que ser enorme, desmedido, excesivo.
El negocio de lo prohibido
El empresario Bob Guccione, fundador y editor de la revista pornográfica Penthouse, ya había participado en la financiación de películas como Barrio Chino, pero nunca se había aventurado para producir una película entera. La historia del emperador acusado de lujuria, incesto y políticas que empobrecieron a la plebe para sostener al imperio, parecía calzar perfecto para su visión comercial deshinibida del cine.
Los nombres que encabezan el elenco tenían que estar a la altura de la producción. Malcolm McDowell, Peter O’Toole y Helen Mirren, entre otros, firmaron contrato. El período que se muestra tiene las huellas de las tragedias ideadas por Shakespeare: auge y desgracia del emperador romano que fue apodado Calígula por sus comandados, como una forma cariñosa para referirse a ese general que desde niño usaba las “botitas” que los legionarios calzaban para ir a la batalla.
El elegido para dirigir el emprendimiento faraónico fue Tinto Brass, realizador emparentado con un cine que apelaba a los bajos instintos. Comercialmente probo en distintos géneros, revindicado hoy por algunos cinéfilos como cineasta experimental avant-garde, Giovanni Brass, hijo de un artista veneciano, adoptó su nombre artístico por el pintor Jacobo Tintoretto. Se pensaba como un artista y su obra da cuenta de esa sensibilidad que busca escandalizar mientras relee eventos históricos.
Como otros que se atrevieron a desobedecer la norma cinematográfica, Brass parecía encapsular la forma menos sutil de combinar arte, entretenimiento y comercio. El instinto empresarial de Guccione, sorprendido por el éxito que había tenido el director con Salón Kitty, una película calificada X sobre una mujer que atiende nazis en un burdel, lo eligió para timonear Calígula. El cine de Brass podía ser provocador, trash, camp, de “mal gusto”, pero vendía entradas. Si vendía entradas con producciones baratas, ¿qué podía lograr con una multimillonaria?
Como suele suceder con el cine de explotación, la filmografía de Tinto Brass no gozó de alabanzas críticas. Difícilmente uno encuentre a Calígula en cualquier listado que intente canonizar los títulos que componen “lo mejor de la historia del cine”. A pesar del talento involucrado, que incluyó a directores de arte y diseñadores de vestuario que habían sido nominados al Oscar por otras películas, Calígula no fue la excepción. No tuvo ningún reconocimiento más que un par de nominaciones como lo peor del año.
Alabanza para las películas “malas”
Encontrar cuáles fueron los motivos que evitaron coronar a Calígula como hito artístico es una investigación que puede resultar más entretenida que ver la película en sí.
La producción comenzó en 1976 y, como todo proyecto faraónico, fue caótico. Hasta hoy, es una de las más caras en la historia del cine independiente. Ninguno de los accidentes durante el rodaje se comparó con los problemas que empezaron cuando las cámaras se apagaron.
Guccione dejó al guionista, Gore Vidal, y a Brass afuera de la sala de montaje. Vidal sentía que la idea de su relato se perdía en el traslado de las páginas al celuloide: hacía foco en la homosexualidad del emperador y lo presentaba como un buen hombre corrompido por el ejercicio del poder. Brass no compartía la visión de Guccione sobre la manera en la que se presentaban los desnudos: quería mostrar a los cuerpos como algo repulsivo, mientras que el productor prefería mostrarlos como si fueran parte de una película erótica distinta. Quería contratar extras que realmente escaparan a los estándares de belleza que vendía Hollywood. El productor no quería saber nada con sets copados, literalmente, por presidiarios.
La versión que se estrenó en salas duraba casi 3 horas, pero fue un monstruo de Frankenstein nacido a través de las peleas de egos. Cuál es la verdadera “visión original”, o a quién corresponde, es un motivo de disputa cuyo fuego se reavivó en el festival de Cannes en 2023. El compositor Thomas Negovan dedicó tres años de su vida para reditar Calígula a partir de los negativos originales que se consideraban perdidos (muchos de los cuales todavía no se encontraron: quizás no sea posible recuperarlos nunca). Más de 90 horas de material que nunca había sido ensamblado en algo más o menos coherente trató de dar sentido a una nueva criatura.
Según los reportes de la proyección, la restauración moderna trata de recuperar el espíritu con el que Brass intentó concebir Calígula: un relato salvaje sobre la decadencia de los juegos políticos que hacen inmorales a los hombres. Mundo de almas innobles que no temen traicionar a otros para subir la escalera que los llevará al ejercicio del poder. En el centro, el incestuoso y emocionalmente inestable Calígula desea mantener su lugar dominando, sodomizando al resto. No es casual que el elegido haya sido Malcolm McDowell, que ya había ganado fama con personajes sociópatas en películas como La naranja mecánica y la contestataria ¿De qué lado estás?.
La opulencia de lo indecente
Ni McDowell, ni Brass ni Vidal quisieron ser asociados con una película que no consideraban propia. El guionista creía que el director era un “parásito” que atentaba contra la integridad artística de un relato que suponía transgresor. Brass denunciaba que Vidal era un ególatra incapaz de trabajar en equipo: quiso borrarlo de los créditos de la película, en donde solo figura como “adaptación de un libreto de Gore Vidal”. Con ironía, el director decía que si alguna vez querría dañar en serio la reputación del escritor iba a publicar el guion original. El infame libreto fue leído por figuras como Orson Welles, al que le ofrecieron el rol de Tiberio; pero el autor de El ciudadano rechazó de pleno el trabajo después de leer lo que estaba escrito.
“Nunca vi tantos pitos en mi vida como en la filmación de Calígula”, decía McDowell. Después del estreno confesaba sentirse como “una mujer violada” y empezó a hacer campaña en contra. La única que no sentía (tanto) remordimiento por el proyecto era Helen Mirren, que veía el rodaje como “un mix irresistible de arte y genitales”. Calígula no responde al realismo: los guardias pretorianos pelean semidesnudos porque el director insistía en mostrar “culos y pitos”.
Los títulos de la película, acompañados por la música de Sergei Prokofiev, son indicios reveladores del caos que significó ensamblar el material filmado. No hay un solo montajista mencionado por nombre y apellido, sino un reconocimiento general al “equipo de producción”. El sentido narrativo es un capricho de una ensalada hecha por muchas manos.
La crítica no tuvo misericordia. “Enfermiza, sin valor, una basura sin vergüenza. Si no es la peor película que vi en mi vida, la hace todavía peor. Gente con talento se permitió participar en este acto de travestismo. La peor mierda que yo haya visto”, sentenciaba Roger Ebert.
Pero la medición del buen gusto por parte de los especialistas que le bajaron el pulgar no tuvo el efecto desalentador buscado. Nadie sabe si fue el morbo, la curiosidad o una mezcla de sentimientos variados, los que motivaron a los espectadores a movilizarse en masa para ver la cinta erótica. No había fallado el olfato de Guccione: el sexo en pantalla vendía. El error de cálculo fue cuánto mostrar: el público empezó a demandar que esa película amoral fuera retirada de las salas. Para el productor, de no haber sido prohibida o censurada, se hubiera convertido en uno de los éxitos taquilleros más grandes de la historia del cine. Calígula es tan escandalosa que hasta su estreno en la televisión brasilera, en 1992, tuvo que ser cancelado.
Hoy Calígula sobrevive como un clásico de culto. Leonardo DiCaprio la reconoce como su principal referencia a la hora de moldear a Jordan Belfort en El lobo de Wall Street, otro relato sobre inmoralidad, poder, corrupción, excesos, violencia y sexo, ambientando en el siglo XXI. Un Calígula degenerado y moderno.
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