Buenos Aires y su noche triste
"Ronda nocturna" (Argentina, Francia/2005). Dirección: Edgardo Cozarinsky. Con Gonzalo Heredia, Moro Anghileri, Rafael Ferro. Fotografía y cámara: Javier Miquelez. Música: Carlos Franzetti. Presentada por Cine Ojo y Les Films d´ Ici. Hablada en español. Calificación: sólo apta para mayores de 16 años.
Cuando nació Buenos Aires, todas las miradas se perdían en el horizonte. En la medida que creció, aquella perspectiva fue quedando sepultada por sus adoquines y el recorte de sus edificios. El paisaje urbano fue cambiando, como la gente que vivía y vive en ella, hasta convertirse en lo que es hoy. De día, una ciudad vital aún sus contradicciones; de noche, sugestivamente mortal, donde vivos y muertos, créase o no, comulgan sus penas.
En ese universo nocturno, contracara de un mismo paisaje, deambulan criaturas de lo más diversas. Algunas van en procesión, como los cartoneros, en familia o solos, como campesinos con carros, recogiendo una cosecha amarga. Otros, solitarios y taciturnos hablan con nadie o, con sus miradas perdidas, intentan dar algún sentido a una desesperación sin sosiego. Con ellos conviven prostitutas, travestis, y hasta jóvenes desclasados y sin rumbo, como Víctor, un taxi-boy poco más que adolescente. Sobrevive de lo que gana vendiendo "papelitos" (pequeñas dosis de droga) en lugares tan disímiles como baños de pizzerías o en fiestas privadas de diplomáticos. También de lo que le pagan otros hombres por sexo.
Víctor tiene parada en Pueyrredón y Santa Fe, pero su recorrido es grande. Se lo puede ver bajo una autopista en Constitución, en una cortada de San Telmo, en una plaza de Balvanera y hasta en un gimnasio exclusivo de algún rascacielo enano, en Catalinas Norte.
Esa ciudad, parecida y diferente a la que conoce la mayoría, es su hogar sin muros, ilimitada e impredecible, y también el gran camposanto de aquellos que pasaron por su vida y ya no están. Por ejemplo, Mario, el taxista, o Cecilia, la novia chaqueña que dejó en González Catán, después de uno pocos momentos de pasión, quienes aún después de muertos lo reclaman. Son fantasmas que, pulsiones de amor y muerte mediante, vuelven para llevárselo al otro lado. No es cualquier noche. Está en el almanaque.
Como Jean Genet, Cozarinsky intenta una representación mitológica de los bajos fondos sociales. Como el marinero Querelle, el Víctor del autor del "Boulevares del crepúsculo", muestra una sonrisa que puede iluminar la oscuridad. Víctor es un chico dueño de una contradictoria pureza, que con inocencia y sin culpa baila sobre el imperfecto tablero de la ciudad, como lo haría una bola de billar por un paño, viejo y cortado.
De la mano del director, también responsable del guión, Víctor recorre calles y bordea cementerios, en el principio el de la Recoleta, hacia el final, el de la Chacarita, haciendo equilibrio entre lo sórdido y lo onírico. A lo largo de rectas y curvas, asfaltadas o adoquinadas se lo puede ver jugar con sus muertos, acompañado por una mirada tan cómplice como piadosa, que lo sigue a la deriva. El amor es independiente del sexo, nos recuerda Cozarinsky al describir aquella noche como un momento clave en la vida de su personaje, después del que ya nada será igual.
Tanto este joven sin futuro, como quienes se cruzan en su camino con mayor o menor carga dramática, son observados por un ojo sensible. La cámara de Javier Miquelez interpreta a la perfección la búsqueda del cineasta. Saca partido del juego de colores de las luces urbanas y se pone en el lugar del que transita por esas calles, logrando imágenes de extremo realismo e intenso lirismo.
En esa tarea de recrear más allá de lo superficial, tanto los debutantes (en cine) Gonzalo Heredia y Rafael Ferro, como Moro Anghileri, aportan credibilidad a la hora de interpretar las criaturas imaginadas por Cozarinsky. Todo, desde los rubros técnicos hasta el último papel, por pequeño que fuera, se mueve en función de este paseo por una noche realmente interior.
Curiosamente, una de las escenas más hermosas de "Ronda..." (un picado de fútbol y una vuelta de mate entre cartoneros, con fondo de "Negracha", por Osvaldo Pugliese), tuvo como escenografía la plaza 1° de Mayo. En el siglo XIX funcionó allí un cementerio, hasta que sus lápidas (pero no los cuerpos), fueron llevadas a otro predio. No fue premeditado, pero poco importa, porque Cozarinsky demuestra que sigue en sincronía con la ciudad que hace más de treinta años cambió por París. Hoy la recupera incluso con aquellos personajes de su propio tiempo perdido que, no importa si vivos o muertos, siguen estando a su lado. Cada noche.