Bridget Jones gana peso y pierde gracia
"Bridget Jones: al borde de la razón" ("Bridget Jones: The Edge of Reason", EE.UU.-Gran Bretaña/2004, color; hablada en inglés). Dirección: Beeban Kidron. Con Renée Zellweger, Hugh Grant, Colin Firth, Jim Broadbent, Gemma Jones, Jacinda Barrett. Guión: Andrew Davies, Helen Fielding, Richard Curtis y Adam Brooks, sobre la novela de Helen Fielding. Fotografía: Adrian Biddle. Música: Harry Gregson-Williams. Edición: Greg Hayden. Presentada por UIP. Duración: 106 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años.
El cuadro es perfecto: el amor ha triunfado, los dos tórtolos caminan por los verdes prados de un escenario idílico y tomados de la mano van rumbo al atardecer, mientras suena (o, por lo menos, ellos escuchan) el tema central de "La novicia rebelde". Es una imagen más de esa felicidad eterna que el cine ha hecho emblemática y que el final de "El diario de Bridget Jones" le había prometido a su protagonista. Pero ¿qué hay detrás de ese atardecer que se cristaliza en la pantalla con la leyenda de The End? ¿Qué pasa después?
Pasa que la eterna felicidad puede diluirse tras seis semanas de gloria amorosa, o por lo menos eso empieza a sospechar Bridget cuando una presunta rival de líneas estilizadas, modales delicados y sonrisa compradora (es decir, su imagen antagónica) merodea cerca de su compañero, el circunspecto Mark Darcy. Entonces, recrudecen todas las inseguridades de nuestra pulposa protagonista: se pone perseguidora, latosa, imprudente; sus proverbiales torpezas se multiplican y su lengua se desboca. No son, convengamos, las mejores condiciones para que ingrese en el formal círculo donde Mark desempeña sus tareas como abogado especialista en derechos humanos. Tampoco para que la editorial donde trabaja le confíe la animación de programas de TV. A Bridget no le aguardan sino nuevos y comprensibles fracasos. Sin mencionar el peor de todos: ya cumplió los 33 y la posibilidad de una boda se va haciendo cada vez más remota.
Guionistas con pereza
En principio, ya se ve, nada demasiado distinto del film original. Lo que de algún modo expone el principal problema de esta secuela, cuya única razón de ser parece reducirse a la voluntad de repetir el éxito comercial de la anterior: aquí no hay nada nuevo que contar. Y lo que es más grave, el espíritu ligero y burlón de la primera parte ha desaparecido junto con el ingenio. Todo se ha vuelto más obvio y burdo, como si los responsables del guión hubieran trabajado a las apuradas, o como si confiaran en que bastaría con exagerar los componentes de la fórmula para multiplicar el efecto cómico. (Cuando Bridget se lanza en paracaídas para su ciclo de TV, por ejemplo, no basta con que esté a punto de matarse y que la caída termine en porrazo: va a parar a un chiquero, y hay un demorado plano que informa de qué tipo de materia le emporcó el vestido.)
En lugar de ánimo socarrón y apuntes livianos pero certeros sobre costumbres y prejuicios, hay aquí reiteradas apelaciones al humor físico; se recurre a los cambios de escenario -desde una estación de esquí hasta una cárcel en Tailandia-; sobran las incoherencias, y falta verdadera gracia. Ya no se trata de personajes reales sino de caricaturas, de modo que las torpezas de Bridget irritan más de lo que conmueven, sus desdichas no generan compasión ni identificación alguna y el amor indeclinable de Mark -ese príncipe de telenovela que ama a su chica tal como es, es decir, por su belleza interior- sólo se entiende como parte de la estrategia vendedora que deriva de la novela original y que la producción no descuida.
Renée Zellweger ha sumado unos kilos más a su composición de Bridget y ese desarreglo físico parece haber sido toda su contribución al papel: el resto, además de la característica tensión de sus mejillas y su tendencia a la sobreactuación, responde a una concepción de la comicidad femenina que ya era un estereotipo antiguo en los tiempos de Doris Day. A Colin Firth se lo ve más tieso que de costumbre y a Hugh Grant, tan cómodo en la comedia como para que sus intervenciones -escasas- generen unas pocas sonrisas. Jim Broadbent y Gemma Jones -en fugaces apariciones como los padres de la protagonista- son lujos que esta escuálida comedia no merece.