Bob Hoskins: El más encantador de todos los villanos del cine británico
Tenía cara de bueno y era capaz de enternecer desde la pantalla con esa naturalidad que sólo podía nacer de quienes lograban mantener la máxima dignidad humana en medio de las condiciones de vida más adversas. Pero con ese mismo talento innato para la actuación que ninguna escuela podía perfeccionar, logró llevar a la pantalla unos cuantos personajes que verdaderamente metían miedo. Pero, como todos los grandes actores, la versatilidad resultó su fuerte: sabía hacer reír, además de imponer temor y hasta llegó a las puertas del Oscar con un personaje que guardaba la expresión del más profundo romanticismo, aquel inolvidable chofer enamorado de una prostituta de alto nivel que encarnó en Mona Lisa (1986).
Por todo eso, Bob Hoskins llegó a ser un rostro reconocido y querido por el público sin necesidad de transformarse en una estrella. El actor que falleció el martes último, a los 71 años, víctima de una neumonía, sabía explotar al máximo sus atributos: bajo, regordete, con pinta de desconfiado o de poco espabilado, según el caso, lucía el sombrero y el traje de los personajes de las películas de gánsteres o de la serie negra (tal vez los más logrados de toda su filmografía) como si hubiese nacido para personificarlos. También se sentía cómodo con ellos porque empleaba el mismo lenguaje de barrio que conoció en su infancia, la de un chico criado en la zona más cockney de Londres.
Hijo de un tenedor de libros y de una mujer que se dedicaba a cuidar niños en instituciones escolares, Hoskins llegó más bien tarde y por la puerta de atrás al mundo que lo consagró. Antes de hacerlo de manera casi accidental (hizo una prueba sin preparación y poco después se encontró integrando la prestigiosa London's Royal Court and National Theatres) probó suerte en innumerables oficios: deshollinador, tragafuegos de circo, portero de night club y hasta recolector de frutas en un kibbutz de Israel. Dejó la escuela muy temprano y huyó literalmente de la posibilidad de convertirse en contador. Para evitarlo se volcó a las artes plásticas (escultura, pintura) y fue encontrando desde allí el camino hacia el descubrimiento de su gran vocación, la que todos aplaudieron más tarde.
Vehemente, espontáneo, capaz de explotar a pura violencia en un momento y entregar en el siguiente el más convincente y cálido gesto de ternura, Hoskins se convirtió en el inolvidable protagonista de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), aquella aventura de cruce entre la acción real y el cine animado que resultó, en definitiva, su película más recordada.
Desde entonces nunca dejó de ser convocado por Hollywood, aunque jamás quiso establecerse allí, en buena medida por sus ideas políticas de izquierda. Su carrera le prodigó múltiples ocasiones de lucimiento. Trabajó en varios éxitos (Mi madre es una sirena, Hook, Nixon, Dulce libertad), encarnó a varios personajes históricos (de J. Edgar Hoover al papa Juan XXIII) con gran altura y se animó a dirigir cine en un par de oportunidades.
Sólo se arrepintió de una cosa: haber aparecido en Super Mario Bros. con el personaje central de ese videojuego. Al margen de ese desliz, siempre transmitió felicidad desde la pantalla. Lo hizo hasta su última aparición, como uno de los enanos de Blancanieves y el cazador, antes de que el Parkinson lo forzara en 2012 a despedirse de la vida pública.
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